Rodrigo Fresán: un lector que escribe
Por Walter Lezcano /// Fotos: Alfredo Garófano (Gentileza Prensa Penguin Random House)

Diálogo con uno de los escritores argentinos vivos más importantes de todos los tiempos a partir de su última novela (El estilo de los elementos, Literatura Random House) que ratifica, una vez más, el peculiar universo propio de un autor plagado de guiños a otras obras, humor y obsesión por la lectura y escritura. El paso del tiempo, qué significa tener 60 años, el estilo propio, su educación sentimental, la muerte; todo eso y más en esta charla imperdible.


Dice Rodrigo Fresán desde España vía Google Meet: “Yo no entiendo muy bien cuando la gente se asusta del tamaño de los libros. Los autores favoritos míos cuanto más largo mejor. Además, no varía tanto el precio entre un libro de 200 y uno de 700 páginas: es como un buen negocio”. Estamos hablando de lo siguiente: después de las más de dos mil páginas de La parte inventada, La parte soñada y La parte recordada, y las trescientas de Melvill, cuando todo parece indicar que el largo aliento es cosa del pasado (porque luego del trabajo desmedido llega el descanso, luego de la cosecha llega la siembra, etc.), Fresán vuelve a la mesa de novedades con las 715 páginas de su nueva y fabulosa obra: El estilo de los elementos (Random House).

Una obra tamaño monstruo que coquetea con la autobiografía pero, marca de la casa, para hacerla volar por los aires y encontrar un territorio personal. Para llevarlo todo, absolutamente todo, a su forma de ver y (sobre todo) contar el mundo propio. Es un lenguaje que brilla y lo vuelve reconocible en una sola oración. La única valentía a la que puede aspirar un escritor es a encontrar y sostener su estilo. Ahí está parado Fresán desde que publicó su primer libro: Historia argentina. Cuenta ahora mismo: “Me la paso muy bien escribiendo, me divierto mucho. No digo que es lo que mejor hago, pero sí digo que es lo único que sé hacer. Lo único en lo que puedo decir ‘yo sé hacer esto’, más allá de que a algunos le guste lo que hago y a otros no les guste, eso es el gusto, me refiero a ensamblaje y fabricación. Me siento como un inquilino/propietario que va a tomar posesión de una casa. No siento que esté haciendo un gran trabajo físico, evidentemente es más mental. Aunque dicen que escribiendo hacés mucha gimnasia también. Pero es como ir yendo por los pasillos de una casa.”

Las obsesiones de Fresán siguen intactas y relucientes como el primer día: leer, escribir. ¿Qué más necesita un escritor para sentirse a gusto donde sea? De eso habla en sus textos y El estilo de los elementos no es la excepción. La parte real (si es que eso existe) tiene que ver con la infancia (uno o dos episodios con mayor o menor grado de relación con la vida en Argentina en momento difíciles, que son todos) y el exilio (una o dos ciudades a las cuales llegar y descubrir) y la forma en la que una existencia se ve transformada por la aparición de la lectura como plan de evasión. Podríamos decir que también es una novela sobre cómo el tiempo hace que la belleza de las familias se retuerza por esos azares del destino (o la suerte o mala suerte) hasta volverse irreconocible. Pero es la memoria la que triunfa: deformando o tiñéndolo todo de artificio. Y como siempre ocurre con Fresán, la ficción es un viaje extraordinario para comprender la naturaleza poderosa de una mente abocada a expandir la experiencia, vivida o imaginada, aunque no importa distinguir una de otra. Quedarse en la anécdota siempre es un fracaso, parece decirnos. 

Pero vayamos un poco hacia atrás. Explica Fresán: “La génesis puntual de este libro surgió dos agostos atrás. Me quedé solo en mi casa en Barcelona porque mi pareja (Ana) y mi hijo (Daniel) se fueron a México un mes. Hacía mucho calor como cada vez hace más calor en verano, no se podía salir demasiado. Para mí la opción estaba muy clara: me convertía en una idiota de Netflix o escribía un libro. La idea en principio era que el libro fuera breve y que fuera solo la parte central. Lo que me interesó, en un sentido práctico, era no tener que buscar bibliografía ni documentarme mucho, tuve que acudir a mi propia memoria y a ciertos episodios Based on a True Story, como se dice. En principio iba a ser ese momento mío que pasó pero a todo el mundo le parece lo más inverosímil del libro: estuve dos años fingiendo que iba al colegio misteriosamente sin que se dieran cuenta y leyendo en un centro comercial. Leyendo como nunca iba a leer en la vida. Literalmente literatura de evasión, porque yo leía ficción evadiéndome de mi opresiva no ficción de entonces. Cuando empecé a hacer eso me di cuenta de que faltaba el pasado del personaje y como yo siempre trabajo en módulos de tres me faltaba el futuro definitivo. Y así se armó. La primera versión, que tenía 550 páginas, la escribí en un mes. Evidentemente era un libro que estaba al acecho sin que yo fuera muy consciente de eso. Fue un parto sin dolor y con mucha diversión.”

La obra literaria de Fresán es un continuo que muestra una solidez y constancia admirables: novelas siempre estructuradas como trípticos, un manejo atractivo del caos temporal, cuentos que son novelas comprimidas, la mente de los escritores como espacio a conocer y reconocer, el humor bajo la forma de los juegos de palabra y chistes que cada lector decidirá su grado de efectividad, la prosa como una seña particular irremplazable, la música como el otro terreno que provee el grado de fantasía y elevación necesaria y la certeza de que nadie, absolutamente nadie, puede escribir sobre lo que le interesa de esa manera tan particular. Hay un espacio que solo le pertenece a Fresán y lo reconquista con cada libro que publica. De ahí que cada texto nuevo haga pensar en los previos. Cuenta: “El estilo de los elementos es un libro que conecta con Historia argentina en más de un sentido. Ahí está el chiste de la foto de solapa donde yo estoy con el lápiz de la portada y en Historia argentina yo ya estaba con una lapicera Montblanc, y con mucho más pelo, hay que decirlo (risas). Pero estoy un poco desconcertado porque para mí era un libro muy personal y privado e íntimo y lleno de guiños para mí mismo y gente que me conocía, con la parte de Buenos Aires (aunque no se diga que es Buenos Aires) para porteños y la parte de Caracas para caraqueños y la parte de Barcelona para berceloneses, y sin embargo el libro está teniendo un tránsito muy agradable y simpático. La gente se engancha mucho. Aquí salió el libro y se reimprimió a los tres días. Salió una primera edición de 3.500 ejemplares, que es una edición grande para un autor de mi calaña y un libro de ese tipo, y salieron mil más. Y ahí está y a la gente le gusta. Ha tenido buenos padrinos: Leila Guerriero lo leyó y se entusiasmó muchísimo, y Enrique Vila-Matas también. Estoy desconcertado y contento, haciendo hincapié en contento.”

El estilo de los elementos es la nueva obra de Fresán y es la oportunidad para dialogar con un autor que hace de la felicidad en la escritura una ética impresionante de productividad, generosidad y entrega a un destino elegido: el de lector que escribe. En un mundo perdido, desorientado y en derrumbe constante, hay alguien que sabe lo que quiere y lo sostiene. No es poca cosa. Más bien todo lo contrario. 

Foto: Alfredo Garófano (Gentileza Penguin Random House)

En esta obra expandís cosas de tus libros anteriores. 

Todos mis libros están conectados y eso es lo que más me divierte como lector de cierto tipo de autor. Desde Vonnegut o Salinger o Nabokov o Cheever. Son mis escritores tutelares. Entonces, si me divierte como lector me divierte como escritor. 

Es un libro donde abordás a las generaciones previa a la dictadura y la forma en la que los hijos evalúan a sus padres y madres. 

Sí, generaciones y degeneraciones. Pero todos mis libros tratan de leer y escribir, de acordarse y olvidarse en un movimiento de diástole y sístole. Inevitablemente cuando decidís acordarte de algo decidís olvidar otra cosa. Ese recuerdo comienza a ser sutil o drásticamente manipulado. Y luego están las relaciones paternofiliales. Eso está siempre en mis libros.  Acá por ahí está enfocado con una lámpara muy potente parecida a la que usan en las películas cuando interrogan a un sospechoso. Pero no es un libro con sed de venganza ni hambre de revancha bajo ningún punto de vista. Digo, cuento con material abundante para escribir un libro feroz pero hubiera sido un libro muy diferente. Lo veo todo como si fuera una película de Wes Anderson. El protagonista no soy yo ni los padres que aparecen son mis padres. Y así con todos los personajes. Son composiciones: por ahí aparecen pedazos de Rodolfo Walsh, Quino, Oesterheld, Paco Porrúa, entre otros. Y todo eso narrado con la voz de Claudio López Lamadrid, quien fue mi editor aquí. Está la época en la novela con toda esa especie de afán catalogador de distintas cosas argentinas que es un guiño a Moby Dick, a cómo está armado con todas esas partes ensayísticas. Todo fue encajando de una manera suave y sencilla, que es como me gusta que se armen los libros.

También está ese elemento formativo en la novela de cómo se educaban los chicos antes de internet, antes de todo esto que estamos viviendo.

En cuantos a las carencias o excesos de esa época para mí funcionaron de una manera completamente nutricia. No sería el que soy si no me hubieran pasado ese tipo de cosas. Y hay otra cosa: cumplí 60 años, este es mi libro número 13 y ocurre que el pasado es cada vez más grande y el futuro es cada vez más breve. Entonces, inevitablemente, el pasado se convierte en algo más importante de lo que puede llegar a ser el puro presente o el futuro. Es interesante el tema de las generaciones porque antes estaban las diferencias, pero me parece que había una mayor conexión. Eran vagones diferentes de un mismo tren, pero estaban enganchadas. Los libros infantojuveniles que leía yo eran los mismos que habían leído mis abuelos. Eso se rompió un poco con la especificación y separación de esa literatura. Se pierde el pasado común de lecturas. 

Foto: Alfredo Garófano (Gentileza Penguin Random House)

Hacia el interior del armado del texto, ¿Cómo pensás esta fuerza del estilo tuyo y los momentos donde se cuentan cosas fuertes a nivel de la trama?

No soy muy consciente ahí. Defiendo un cierto grado de intuición y dejarme llevar yo también. Ejerzo un cierto control, pero no me gusta convertir el oficio en una ciencia exacta ni ser consciente de mis trucos. Sin embargo, mis libros incluyen su propia crítica, su propia condena, se ríe de sus tics y sus taras, de sus juegos de palabras y retruécanos tontos. Hay una consciencia autolectora de mí mismo. Pero es lo que gusta en Proust o Nabokov. Erróneamente se llama metaficción pero esta desde el comienzo de los tiempos. Fue muy feliz para mí volver a habitar la cabeza de un chico y un adolescente en el personaje principal de este libro y descubrir, además, que uno sigue teniendo cabeza de chico y de adolescente. 

El descubrimiento de las ciudades que hace el personaje no solo es territorial, sino también del orden del lenguaje: Land tiene que volver a aprender a comunicarse.

Eso es así. Por eso es extraño que ahora todos los lugares se parecen bastante. A menos, claro, que te vayas al extremo oriente o el mundo musulmán. Y lo que termina siendo turísticamente interesante es el idioma. Y sobre todo cuando viajás por países donde el idioma es español y las cosas se llaman de manera diferente. 

Recién comentabas que cumpliste 60 años. ¿Se evoluciona en la lectura luego de seguir leyendo como el primer día?

Esta es una edad de mucha relectura. Cuando no encontrás nada interesante agarrás un libro que leíste hace treinta años y el libro creció y cambió con vos. Soy un lector que escribe y de algún modo uno sigue escribiendo para poder seguir leyendo. Todo escritor va a tener una lectura quizás máas profesional, ves otras cosas y lees de una manera más clínica. Nada me alegra y gratifica más, cada vez me sucede menos, que al leerlo borra y encadena y rinde por completo mi parte de escritor y leo nada más que como un lector. Cada vez es más difícil. Por eso uno relee. Vuelvo a leer Pálido fuego de Nabokov y el agradecimiento está intacto y se intensifica.

Foto: Alfredo Garófano (Gentileza Penguin Random House)

Después de 13 libros, ¿considerás que la lectura y la escritura siguen siendo temas infinitos?

Bueno, yo tengo 60 años. Ya estoy un poco jugado. No creo que abrace la posibilidad de empezar a escribir novelas románticas (risas). Si tuviese talento lo haría, pero no es el caso. Igual no me quejo: tener un mundo propio es un privilegio que se me concede. Y al que le gusta estará, y al que no le gusta seguirá protestando. Y está todo bien. 

¿Qué significa para vos tener 60 años?

A veces sentís un poco de vértigo. Sobre todo cuando tenés un hijo porque es un recordatorio constante del paso del tiempo. No podés darte el lujo de sentirte Peter Pan. Pero lo llevo bien y estoy contento. Es lo que hay. Si hay mucha suerte hay veinte años buenos por delante. Además, yo nací clínicamente muerto así que empecé por el final. Ya sé cómo es eso porque ya estuve. No me asusta demasiado. No me puedo quejar. Con la edad, por otra parte, te das cuenta cómo varía la percepción de uno por los otros, varía mucho. Me doy cuenta que la generación anterior a la mía, que me veía como un pequeño monstruo, están ahora en otra. Mi generación también está en otra y la generación siguiente de jóvenes me agradecen mucho mi faceta evangélica porque por algo que escribí conocieron a cierto artista. Y mis libros son así: están llenos de guiños y señales apuntando a cierto rincón o a determinado techo. Me gusta haberlo hecho así. Nunca quise ser gurú de nadie pero a mí hubo gente que me ayudó en ese sentido. 

Hacés un trabajo tremendo con la memoria en tus novelas y el modo en el que la memoria a veces falla y se reactiva. ¿Tu memoria tiene bien claro la diferencia entre una anécdota real y una inventada o ficcionalizada?

El modo en el que uno cuenta la anécdota es cómo sucedió. Pero me parece que está bien que así sea: nunca va a ser perfecta, nunca va a ser precisa o exacta. Creo que cualquier persona hace eso, no solo los escritores. Cualquiera se autoedita de algún modo. Y eso distingue a la especie humana de cualquier otra de este planeta: la idea de leerse y releerse, de escribirse y reescribirse. Es así. La historia, los acontecimientos, están llenos de adornos. Es parte de la historia de la humanidad. 

¿Cómo te llevás con la palabra “obra”?

Me llevo bien con esa palabra. Todo es mejorable. Pero me gusta y me reconozco en el género fresaniano. //∆z   

Foto: Alfredo Garófano (Gentileza Penguin Random House)