Por Enzo Maqueira
Fotos de Martín Benavidez y Florencia Alborcen
El puño en alto, los bigotes, los enormes dientes asomando atrás de su bocaza de macho gay. Una remera negra sin calaveras ni símbolos de paz, ni Satán, ni tipos con caras de malos, ni ninguna de las consignas anacrónicas del rock. Mi remera llevaba la imagen del más grande showman de la historia. En letras amarillas, de lado a lado, una oración que, aunque falsa, en aquel momento me parecía completamente cierta: Freddie Mercury is not dead. Y claro que no estaba muerto. Vivía en mis discos, en los videos que compraba en la Bond Street y, sobre todo, adentro de mi cabeza, donde la silueta en calzas cantaba con la mejor voz de todos los tiempos, el genial compositor, el pianista más afectado desde Liberace, Freddie Mercury, mi primer ídolo, acompañándome en mis primeros pasos por la vida.
Hasta que cumplí dieciséis yo apenas conocía a Queen. Lo mío nunca había sido el rock. Eran los 90 y Guns and Roses, Nirvana, Ramones y todo lo que la música de la época tenía reservado para mi generación me resultaba indiferente. Yo era un chico con gustos musicales particulares y destino de bullying. Los sábados a la noche, cuando mis amigos del colegio salían, prefería quedarme en el departamento escuchando música New Age. Mis viejos iban al cine y yo me pasaba horas tirado en el sillón del living, en la oscuridad, alucinando con el reflejo de las luces de los autos contra las cortinas del ventanal. Ponía un CD tras otro en la compactera y escuchaba mandolinas que parecían llegar desde la vía láctea, pajaritos, el agua que caía desde un manantial. Era la banda de sonido de una adolescencia que pasaba sin haber besado a ninguna chica, con la cara llena de granos, escribiendo los discursos para los actos del colegio y, de vez en cuando, abanderado y mejor compañero. Lo mío no era ir a bailar ni hacer pogo en los recitales; yo escuchaba Vangelis, Kitaro, Enya… y de vez en cuando dejaba la New Age y ponía música clásica o Piazzolla. Así que mientras mis amigos se arriesgaban a rebotar una vez más en la puerta de Pachá o a ser el próximo Walter Bulacio, yo me iba a dormir pensando que el mundo era un lugar hermoso y también un poco triste, y que mi vida siempre iba a ser estar tirado en ese sillón, escuchando esa música mientras, afuera, pasaban los autos.
Hasta que un amigo me grabó un casette con canciones de Queen. El típico compilado de grandes éxitos. Empezaba por la puerta grande: “Bohemian Rapsody”. Galileo, Galileo, Galileo, Figaro. Magnifico. Bismillah! ¿Qué decía esa voz que gritaba tan perfectamente? ¿Por qué razón me estaba llevando de narices a ese rock pesado y ruidoso que me hacía doler los oídos después de prometerme la confesión de un hombre que acaba de matar —pianito, melodía triste, la guitarra llorona de Brian May— cuando su vida has just begun? Me acuerdo que después de escuchar el tema lo puse varias veces más, y que cuando mis viejos volvieron del cine puse la canción para que escucharan la banda “moderna” que había descubierto.
Como pasa cada vez que algo entra en nuestras vidas, a partir de esa noche Queen empezó a aparecer por todos lados. Unas semanas después otro de mis amigos me presentó a una chica que iba a tercer año, un poco menos nerd que yo. Se burlaba de mi música New Age pero respiró aliviada cuando le mostré mi casete de Queen. Con ella conocí la increíble locura de A day at the races, A night at the opera y Jazz; no entendí Hot Space; rescaté un par de temas de The Works. Y mientras me enamoraba de la originalidad de una banda que mezclaba la ópera con el heavy metal, coros, canciones de despedidas, ropa de geisha y bigote de macho, también daba mi primer beso y entraba, por fin, en el tobogán mágico del primer amor.
Poníamos “You take my breath away” cuando nos tirábamos en la cama a pensar nombres para nuestros hijos, y silbábamos el estribillo de “Save me”, y una noche grabamos “Under pressure”, ella cantando las partes de Freddie y yo las de David Bowie. Una vez, en su cuarto, cuando sus padres ya estaban durmiendo, la primera mujer que amé tocó “Love of my life” en su guitarra y yo me acerqué, me bajé el cierre del pantalón y le dije que exactamente eso, que era la primer mujer que amaba. Y le hice un pasacalles que decía “One year of love”, como la canción de A kind of magic, para nuestro primer aniversario.
Me hice cada vez más fanático. Estaba encantado por Freddie Mercury. Después de comprar todos los discos, agoté la existencia de videos de recitales. Me fascinaba verlo sobre el escenario, su forma de pararse frente al micrófono, el modo en que dejaba el vaso de cerveza sobre el piano y se sentaba a tocar la intro de “Seven seas of Rhye”. Me uní a un club de fans de adolescentes cuya principal actividad consistía en juntarse en uno de los últimos Pumper Nic de la calle Florida a envidiar los álbumes de recortes de revistas que traían la presidenta y la vice, dos señoras que nos doblaban —o nos triplicaban— en edad.
El cenit de esas reuniones fue cuando nos convocaron para ver el video del recital de Wembley en la pantalla gigante de un bar de Flores. Levantábamos los brazos para hacer la coreografía de “Radio gaga” y le contestábamos el Deeeeero a Freddie mientras afuera, sobre avenida Rivadavia, los colectivos tocaban bocina. La mayor decepción fue cuando nos llegó el rumor de que Brian May estaba de incógnito en la Argentina y nos pasamos la tarde frente al hotel Sheraton esperando algo que nunca sucedió. Por ese entonces me compré la remera “Freddie Mercury is not dead” y empecé a tocar el piano y cantaba las canciones tratando de no desafinar tanto.
Muchas veces me preguntaron por qué me gustaba Queen. Nunca supe qué responder, pero ahora puedo decir que fue la libertad, la originalidad, esa combinación de lirismo con bufonería. Supongo, también, que Freddie fue un raro pero efectivo guía espiritual. Sin que yo me diera cuenta me estaba enseñando cosas. Me enseñó que no hay una sola forma de ser macho, que el arte empieza con uno mismo, que el amor y la muerte —o el amor y su final— son las dos únicas grandes pasiones por las que vale la pena vivir.
Como era un gran maestro, algunas de sus enseñanzas las adapté hasta deformarlas. Otras se me quedaron pegadas sin darme cuenta y con el tiempo las levanté como bandera: You can be anything you want to be, just turn yourself into anything you think that you could ever be. Puedes ser todo lo que quieras ser, sólo conviértete en eso que crees que podrías ser. Es de Innuendo, el último disco que sacó la banda antes de que Freddie siguiera vivo, para siempre, en la remera que todavía guardo en el mismo cajón del que alguna vez fue mi cuarto, en la casa de mis viejos, a pocos metros del living donde mi sillón ya no está.//∆z
Enzo Maqueira (1977). Es autor de las novelas Electrónica (2014), El impostor (2011) y Ruda macho (2010), y el libro de crónicas y relatos Historias de putas (2008). Fue secretario de redacción de la revista Lea (2001-2005) y es colaborador de la revista Anfibia de periodismo narrativo. Fue uno de los fundadores de la editorial Outsider.
Texto originalmente publicado en la antología Una Remera Rockera