A partir de algunas imágenes, una lectura de la obra de Leonardo Favio. 

Por Gabriel Reymann

¿Cuál es la duración de una imagen en términos cinematográficos?

¿Puede una imagen ser un continuo de una hora de duración, sin argucias de la índole de un travelling?

El discurrir del tiempo tiene caminos misteriosos. Cuando el sentido común asume que la continuidad de una imagen y su fluir pueden darse a través de secuencias extensas, sin –aparentes– cortes y edición, puede estar fallando.

Éste es el Romance del Aniceto y la Francisca… es un largometraje pensado en términos pictóricos; sin caer en la heterodoxia de un montaje salvaje, su articulación obedece más a la concatenación de planos fijos que al transcurrir tradicional de una película. La (soberbia) fotografía de Juan Jose Stagnaro exhibe un rigor técnico digno de lo mejor de esa disciplina, pero los resultados finales no dejan de evocar las composiciones de la pintura.

No es arriesgado intentar una taxonomía de esas imágenes articulada en base a los cuerpos. Interviene poco el pueblo, el ambiente físico en el relato de la historia. Son en verdad los vehículos físicos los significantes plenos de la historia.

El contacto visual. Pasan siete minutos de la película sin que personaje alguno emita diálogo de su boca. Gran parte del éxito de ese riesgo, es mérito tanto de la potencia actoral de los protagonistas como del trabajo de la cámara (que es testigo desde sus posicionamientos y movimientos, pero también oficiando de mediadora entre los intérpretes, uniendo literalmente distancias físicas mediante paneos). Particularmente destacable dentro del lenguaje gestual, las miradas son portadoras de curiosidad y deseo; sea a través de la candidez de la Francisca o la confidencia viril del Aniceto. En el caso de Lucía, al deseo se lo apuntala con perfidia.

El delineador en sus pestañas no hace más que reforzar el gesto.

El quietismo

Es recurrente en la filmografía de Favio la diseminación de iconografía religiosa en las habitaciones de los protagonistas; ellos dialogan en silencio con sus santos. Tan solo mediante desplazamientos y el otear de la cámara por el ambiente, siempre hay un detenimiento en los íconos y la imaginería religiosa.

Las composiciones pictóricas son el significante de esa pasión también. Son el código pertinente para articular esas imágenes de la Pasión.

La experiencia interior.

La des-individuación

Especial detenimiento arroja la cámara sobre los cuerpos desnudos en (re)unión. No hay interés alguno en provocar excitación alguna en el espectador; no lo había en 1967, no lo hay en 2019.

Sea en el encuentro de Aniceto con la Francisca (el correspondiente), o bien en el del encuentro de Aniceto con Lucía (el ílegitimo) lo que se ve son cuerpos en reposo, casi extenuados. Pero donde en el primer caso se lee entrega, en el segundo se lee tedio.

El secretismo

Víctima de los cambios es la Francisca. Porque pasa del recogimiento cuasi-religioso al silencio de la espera de lo que nunca vendrá. Su mirada no deja de buscar en el fuera de cuadro (el cielo nocturno, el exterior de la casa) la respuesta de ese amor no enteramente correspondido.

Pero Aniceto también se muestra demudado en más de una ocasión. La mirada extraviada a veces, fiera otras, indica la comprensión del desprecio a sí mismo y a la Lucía respectivamente. El engañador engañado.

El entendimiento.

El desgarro

El silencio y la expectativa de la Francisca deviene aceptación de la traición recibida. En ese abrazo a ese símbolo fálico que es su gallo de riña –llamándolo compadre, no menos–, Aniceto se realiza de la vileza de sus actos: lo que ha perdido efectivamente y lo que en verdad jamás tuvo. Es también otro tipo de encuentro de los cuerpos, a su manera, y el último acto de reconciliación posible. //∆z

Lo que debes, cómo puedes quedártelo.