Estuvimos en el festival de música que reúne una vez por año a varios de los mejores artistas de la escena independiente nacional. Crónica e imágenes de una jornada agitada en la ciudad de Córdoba.
Por Mateo Mórtola
Fotos por Josefina Blattmann
En el Facebook del festival La Nueva Generación hay muchos comentarios negativos. “No lo recomiendo”, “pésimo”, “DESASTRE”. Remarcan que el sonido se cortó muchas veces, que la cola para sacar los tickets de comida y bebida era larguísima, que la otra cola para pedir la comida y la bebida era peor, que se mezclaban los sonidos de los escenarios, etcétera. Todo eso es válido y es cierto: se espera que un festival que recibe alrededor de 8 mil personas pueda dar abasto de una manera eficiente, que pueda ofrecer un sonido infalible, y que la disposición de los espacios sea la más apropiada. Pero hay una realidad que cubre todo lo que sucede en La Nueva Generación y que, por suerte para sus organizadores, todavía no es excusa: es el único gran festival independiente del país.
Todos sabemos muy bien que ya casi no nos queda un espacio, ni físico ni virtual, de vacío publicitario: en forma de tipografías sans-serif y discurso believe in yourself, el capital se ha apropiado de casi todos los espacios donde la cultura alternativa solía desplegarse. Teatros con nombres de bancos, espacios públicos solventados por corporaciones y, obviamente, megafestivales organizados por los dueños de la comunicación, marcan la agenda no solo de la cultura mainstream sino también, y cada vez con mayor astucia, de gran parte del under o del “indie” nacional.
Por eso, un festival que se hace desde hace cuatro años afuera de Buenos Aires, desprovisto del sponsorship de megaempresas o del patrocinio turbio del gobierno municipal de turno, que edición a edición crece en asistencia, en cantidad y talla de artistas y en el diseño en sí mismo de la experiencia tangible (foodtrucks, skate, merchandising, arte en vivo), merece una atención, un respeto y una consideración más que especial. La Nueva Generación se constituye año a año como el festival que nuclea a los músicos —y sus públicos— que, más allá de las distintas maneras y los distintos resultados, se les están plantando a los dinosaurios de la industria musical. Es el festival donde toda esta nueva ola de artistas quiere estar; por algo los Bandalos Chinos, aún estando de gira por México, compartieron en su Instagram: “nos encantaría estar ahí”.
Es que en La Nueva Generación 2018 desfilaron muchos de los más grandes talentos de la escena independiente nacional. Otra cosa buena: podemos hablar de escena nacional sin pudor, sin estar realizando el porteñismo culposo y soberbio de nacionalizar algo que sucede dentro de la General Paz. Platenses, cordobeses, mendocinos, santafesinos, marplatenses y rosarinos que ya no necesitan instalarse en Buenos Aires (aunque muchos efectivamente lo hagan) para subirse a un gran escenario o para alcanzar un palo de reproducciones en Spotify. En una época donde, si algo estamos viviendo, es una suerte de des-democratización del mundo entero, presenciar un festival de música que efectivamente democratiza, aunque sea una parte de la cultura alternativa, es una experiencia poderosa.
Más allá de los desperfectos en el sonido, que afectaron principalmente al no-muy-nueva-generación Emmanuel Horvilleur en el comienzo de su show, o del desfasaje de horarios, que retrasó todo casi una hora, La Nueva Generación fue un festival demoledor, de esos que logran generar un clima particular y cierta sensación de hito. Durante la tarde, los prolijísimos Un Planeta —una banda injustamente ubicada siempre en horarios tempranos—, con canciones de sus últimos dos discos, DES (2017) y Refugio (2014), aportaron las melodías, las guitarras y la voz cálida de Gastón Le. Mientras esa expresión más clásica, guitarrera con chorus y reverb, se dio en el escenario Club Paraguay también con las presentaciones que siguieron (los locales Telescopios y Salvapantallas, los porteños Conociendo Rusia y su tradición cancionera eminentemente nacional y, más tarde, los también locales, Hipnótica), los dos escenarios principales vibraron con ritmos y sonidos más combativos o, aunque sea, distintos al cuatro cuartos y el gear tradicional. Ca7riel, una de las revelaciones del año, sacudió al público con sus rapeos desde muy temprano; Morbo y Mambo dio, nuevamente, una clase de psicodelia y groove instrumental que terminó en un viaje intenso de sintes y trompetas. Aunque no parecía ser tan difícil, Sara Hebe, apenas después de los marplatenses, hizo que todos agitaran sus pañuelos verdes. Luego, el dúo Valdés, gracias al magnetismo de su frontman Pancho Valdés (el mejor falsetto desde el Ale Sergi de Sin Restricciones), logró convertir la tarde cordobesa en el after del balneario en el que más nos hubiera gustado estar.
Entre la caída de la tarde y la ya entrada noche, pasaron los Indios, con esa gracia por momentos stone que Joaquín Vitola y compañía le imprimen a su repertorio cruzado por el pop babasónico y la trova rosarina. El gran Erlend Oye, después de haberse paseado con total soltura por el campo durante horas, se subió al escenario pequeño junto a tres amigos y ofrecieron un set acústico que conmovió con el contrapunto de la simpleza y la enormidad de algunos de los temas, como “Intentions”, uno de los himnos del indie internacional de esta década, originalmente de su proyecto The Whitest Boy Alive. En ese mismo escenario se subieron también la intensidad y el carisma de Marilina Bertoldi, el oficio de Francisca & Les Exploradores —a quien se lo ve mucho más cómodo y confiado en su tierra natal— y, hacia el final, los potentes Lo’ Pibitos, que crecen show a show a base de un toque perfectamente ensayado y beats sólidos.
Por otro lado, en la alta noche de los dos escenarios principales se dieron los cuatro platos fuertes del festival: El Kuelgue, Nathy Peluso, Los Espíritus y Louta. De todos ellos, el verdadero impacto lo dio la argentino-española, Nathy. Sí, Louta, Los Espíritus y El Kuelgue dieron grandes shows, como nos tienen acostumbrados, pero —tal vez precisamente por eso, por no estar acostumbrados— lo de Nathy Peluso fue especial. La precisión de sus músicos, la adoración que produce ella en su público, gracias a sus movimientos, su ropa, sus letras, su forma de cantar y rapear tan engimática, de a ratos conscientemente tosca, casi que tanguera, y de a ratos suelta y fluida, con influencia —obvio— de Amy Winehouse, pero siempre cautivante, atraparon a todo el festival. Al costado del escenario se los veía a los de Perras, a Louta, a los de Conociendo Rusia, a los de Francisca, en fin, a casi todos los que habían tocado o faltaba que toquen, acercándose al espacio entre Nathy y la valla, ahí abajo, junto a los fotógrafos, para verla de bien cerca. Todas las remeras que decían “me diste corashe”, en alusión a uno de sus principales hits, cobraron todo el sentido del mundo durante la intervención de la Nathy Peluso.
El festival terminó bien entrada la madrugada. El centro del hipódromo de Córdoba empezaba a liberarse de gente: lo que se revelaba ahora era, como siempre, la basura y los restos de la marea humana. Pero lo que sobrevolaba por encima del piso, en el espacio intangible que hay entre el pico del pasto más alto hasta la punta de la estructura del escenario, era la convicción de que ahí había pasado algo. Lo que había pasado, que está pasando en Córdoba desde hace cuatro años, es raro, y es mejor atraparlo e inmortalizarlo antes de que otros lo hagan por nosotros. //∆z