Por Sebastián Robles
2
Habíamos escuchado muchas leyendas sobre Cemento, que era el lugar donde tocaban algunas bandas que empezaban a gustarnos, pero hasta entonces nunca nos habíamos animado a ir. En realidad, ni siquiera se nos había cruzado por la cabeza esa posibilidad, hasta que Hernán la mencionó.
–Somos pendejos –dijo Diego.
–Mi primo es amigo del hijo de un conocido de Chabán –dijo Hernán–. Pero igual no pasa nada.
El viaje desde Villa Ballester era la primera odisea. Fuimos a la casa de Juan, el primo de Hernán, que vivía en Almagro y tenía dos o tres años más que nosotros, y nos quedamos esperando a que se haga la hora. Escuchamos un disco de Sumo y tomamos un poco de cerveza. Yo dejé el vaso por la mitad, porque no me gustaba.
–¿Se arma quilombo en la puerta? –preguntó Diego.
–De vez en cuando –dijo el primo de Hernán.
Llegamos en un taxi, asustados. En la puerta se había juntado una pequeña multitud de gente. Remeras negras, algún punkie de vez en cuando. Aunque éramos los menores, había un par más de nuestra edad. Eso nos alivió bastante. La policía pasaba a cada rato, nos miraba, pero no hacía nada. Entramos a los empujones, media hora después. Adentro hubo una corrida. Alguien se había agarrado a trompadas. Un hombre se subió al escenario.
–Pajeritos –dijo el hombre al micrófono–. ¿Qué hacen, pajeritos, acá?
–¿Quién es el boludo ese? –preguntó Rodrigo.
–Es Chabán, el dueño –dijo el primo de Hernán.
Era como si nos hablara a nosotros. Lo escuchamos un rato sin entender lo que decía, mientras la gente iba llegando. Después pensé que nos hablaba a todos, a los que le prestábamos atención y a los que no, a los pajeros y a los que no. Parecía enojado. A mí me quedó la sensación de que dijo que teníamos una vida de mierda, lo cual era bastante cierto, pero no entendí del todo. En algún momento empezaron a volar los escupitajos. En lugar de esquivarlos, él seguía ahí parado, hablándonos. Como si le gustara.
–Es un artista –dijo Hernán.
Pensé que eso explicaba las cosas. Miré a mi alrededor. Cemento era una mezcla de boliche y galpón. Chabán había empezado en los ochenta, con muy poca plata, y esto era la continuación de ese reviente, sólo que ya no habían veinte gatos locos sino mil, dos mil, quién sabe cuántos. Pero el lugar seguía igual.
Después de un rato, Chabán se fue a las puteadas. El recital venía retrasado. La gente seguía llegando. Hacía calor. Nos quedamos los cinco apretados, cerca del escenario. Los plomos iban y venían. Un grupo de chicas se apretaba cerca nuestro. Tenían nuestra misma edad, y los ojos delineados. Una con remera de Soundgarden, otra de Pearl Jam. Entonces se apagó la luz. Salieron Los Brujos al escenario.
Fin de semana salvaje
destapando botellas.
Fin de semana salvaje
con el cerebro pisado.
El pogo nos empujó de un lado a otro. Sentí que alguien me agarraba de la mano. Miré de costado. Era la chica de la remera de Pearl Jam, medio petisa, flaca, ahogada entre la multitud. Nos miramos.
–¿Estás bien? –le pregunté.
Ella dijo que no. La ayudé a salir a un costado. Vimos el recital hasta el final. Después se encendió la luz.
–Me separé de mis amigas –dijo.
A mí me había pasado lo mismo, pero a ninguno de los dos le importó.
3
Existían desde mucho antes, pero explotaron a comienzos de los noventa, cuando los recitales se multiplicaron por todas partes. Lo bueno era que, a diferencia de los pantalones chupines y las camisas a cuadros, las remeras le gritaban al mundo tu preferencia por una banda o estilo de música, sin que hiciera falta ninguna decodificación. Mi vieja las odiaba porque se estiraban, encogían o se les borraba el estampado en el primer lavado. Yo lo aceptaba como parte del asunto. Si destiñe, es rock. Si encoge, es rock.
La primera remera de una banda que yo tuve fue una de Iron Maiden, comprada en Villa Gesell, con mi nombre estampado debajo. Yo tenía once, doce años, y nunca había escuchado a Maiden, pero me gustaba Eddie porque parecía escapado de alguna película de terror. En poco tiempo la remera encogió casi hasta dejarme el ombligo al aire, así que la dejé de usar. Después me volví más riguroso. Entendí que la remera me definía ante los ojos de los demás, así que tardé un tiempo en elegir la segunda, que resultó ser de Pearl Jam. La compré en un local de Munro donde los vendedores tenían un par de años más que yo y escuchaban la Rock & Pop, mientras mi vieja esperaba en la puerta. Cuando vio el estampado –una foto de Eddie Vedder en blanco y negro– y tocó la tela dijo:
–Es una calidad de mierda.
Y yo dejé de hablarle por un par de cuadras.
Si la noche en que fui a Cemento por primera vez no la llevaba puesta, era porque los planes habían sido otros. Tenía una de Ufo Jeans. Va a pensar que soy un pelotudo, pensé. La chica con la que me había escapado del pogo llevaba una remera de Pearl Jam.
–Está buena –dije señalándosela.
El estampado era de buena calidad. Los colores se veían firmes y no parecía haber encogido nada. Incluso el diseño era mejor. En la mía, fabricada en algún taller de Once, se veía una foto mal recortada de alguna revista. Acá estaban el logo de Pearl Jam en el pecho, y la lista de temas de Ten en la espalda.
–¿Es importada? –pregunté.
Ella dudó antes de responder.
–Creo que sí –dijo al final.
La multitud nos arrastró hasta la salida. Nos quedamos conversando mientras esperábamos a nuestros amigos, apoyados contra el capot de un auto estacionado. Me dijo que se llamaba Vero. Tenía el pelo castaño atado. Ojos grandes. Estaba en cuarto, igual que yo. Hablaba poco, sonreía de vez en cuando. Era la primera vez que veía a Los Brujos. Vivía en capital. Después de un rato aparecieron sus amigas. Antes de que se fuera, le pregunté dónde había comprado la remera. Ella me anotó su número de teléfono en un boleto de tren.
–Llamame –dijo– y te paso la dirección del lugar.
Mucho después me confesó que su remera era prestada. Una amiga se la dio porque ella no tenía ninguna, y estaban yendo al recital.//∆z
Sebastián Robles nació en Villa Ballester, provincia de Buenos Aires, en 1979. Publicó la novela Los años felices (Pánico el Pánico, 2011), el libro de relatos Las redes invisibles (Momofuku, 2014) y participó en diversas antologías de cuentos. Es escritor fantasma y community manager. Es uno de los editores de Revista Paco.
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