Woody Allen, el más popular de los cineastas de culto, ya tiene su propio documental. Ciento diez minutos de muchas preguntas y algunas respuestas del hombre que inventó un método para hacer reír a través de la angustia que representa estar vivos.
Por Ángeles Benedetti
“I don’t want to achieve immortality through my work,
I want to achieve it through not dying.”
Allan Stewart Königsberg es director de cine, guionista, actor, músico, humorista, escritor y Woody Allen.
Woody Allen es un par de lentes de marco grueso, una máquina de escribir antigua, un clarinete, un disco de jazz y un puñado de letras blancas sobre un fondo negro que abren la puerta hacia ese otro mundo en el que nos sentimos extrañamente cómodos (o confortablemente incómodos).
Sus historias son aquellas por las que transitamos mientras intentamos lidiar con todo lo que no entendemos de la vida, son esos interrogantes diarios que encuentran en la risa meritoria una respuesta más convincente que en el “si sucede, conviene” y todas sus variantes new age. Es que en sus películas la cotidianeidad, lo desconocido y el trabajo psicológico que las personas hacemos para convivir con ambas caras de la misma moneda son las piezas de un todo gestáltico, que es mucho más que la suma de las partes.
Entonces, por estos motivos y varios más, lo que el señor Robert B. Weide acaba de hacer con Woody Allen, el documental no es más ni menos que justicia. No se trata sólo de una gran selección de fragmentos de su obra intercalados con entrevistas a personajes que van desde la señora madre Konigsberg (de la que hallamos incontables referencias en la filmografía de su hijo) hasta Larry David, sino que es el fiel reflejo de un hombre que, a los 77 años, está en el mejor momento de su vida.
Si bien El documental no ofrece demasiadas sorpresas a los seguidores de Woody, siempre es bueno revivir escenas que hablan por sí mismas del hombre detrás de la cámara, como un pequeño Alvy Singer preocupado y disperso porque el universo se está expandiendo o explicándole a Annie Hall que la vida se divide entre lo horrible y lo miserable (esta última categoría incluye a cada uno de nosotros). Sin embargo, esta vez es Allan el Woody que está del otro lado de la cámara recorriendo las calles de Midwood, su barrio natal en Brooklyn; confiándole a la platea que la diosa mundana Diane Keaton es la persona que más lo hizo reír en su vida; y mostrando, como un tesoro de lata, la máquina de escribir Olympia de 40 dólares con la que comenzó su carrera redactando chistes para el New York Post y en la que, aún hoy, escribe los guiones de sus películas (claro que ayudado de papelitos que representan una alternativa más rústica al copy-paste). Más allá de Woody que, al igual que los Rolling Stones, es “un parque temático de sí mismo“, hay imágenes de monólogos viejos, filmaciones del detrás de cámara de varias de sus películas, testimonios de actores, productores y familiares, y una cronología de la transición entre sus primeras comedias y todo lo que le siguió a Manhattan.
Por lo visto, Woody tiene cuerda para rato. Y esto es una buena noticia porque es quien nos enseñó que las grandes cuestiones e interrogantes de la vida no siempre tienen que estar rodeadas de un halo de solemnidad insoportable, sino que la risa también puede ser un camino para pensar. Uno mucho más placentero.
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