El pasado lunes la banda australiana del momento se presentó en el Teatro Vorterix con su arsenal de psicodelia y reminiscencias beatle. Un show muy esperado que cumplió casi todas las fantasías.

Por Sebastián Rodríguez Mora

Fotos de Flor Videgain

Van apareciendo todos juntos, sin mucho garbo ni ostentación.  Los plomos de la banda están disfrazados de médicos (guitar, bass, keyboards & drum doctors) y les van dejando lugar a Kevin Parker y compañía, que vienen con esa ligera elegancia hippie chic, de tocar descalzos sobre las suaves alfombras estampadas que también son una institución del rock. No hay apuro, pero están siendo puntuales británicamente. Desde antes, en la pantalla de led atroz –atroz para la vista de alguien que trabaja delante de una pantalla gran parte del día- algo parecido a un medidor de frecuencias grafica un punto verde que apenas tiembla en el centro. Las luces no son precisas y no lo serán en toda la noche, porque la gente que viene a alardear de los cartones que hace un rato se disuelven bajo sus lenguas espera ese ambiente.  Los que no, fuman flores, que en ciertos casos se apagan porque están muy frescas. Hay otros, muchos otros como los hay en todos lados, que recibieron el imperativo categórico de flashearla. Saquémonos de encima un par de silencios pseudoperiodísticos: este show está diseñado para facultades mentales alteradas. Venir puesto le agregó a una gran cantidad de personas la tradición psicodélica que tan bien luce Tame Impala, que tan bien le sienta. Una hora y media para viajar y bailar en el poco espacio vital que un lunes por la noche puede ofrecernos.

Tras meses del anuncio y la consiguiente manija generalizada entre los fanáticos y no tanto, comenzó el show de Tame Impala en Buenos Aires. Antes estuvo el delirio de las últimas entradas, la sorpresiva y benefactora segunda fecha que también se agotó en cuestión de horas, las fotos en Instagram del quinteto delirando una cancha de tenis y varios etcéteras. “Endors Toi” abrió la lista desatando un principio de pogo –sí, pensé en lo mismo: ¿Pogo con Tame Impala? ¿En serio?- para seguir construyendo el mito de Argentina-the-best-crowd-in-the-world. Queremos estar en todos los DVDs en vivo de cada banda que se tome el trabajo de sacar cuentas con el cambio peso-dólar y hacer una gira sudamericana. Por sobre eso, Vorterix suele sonar bajo al principio, quizás ahí esté la sensación de desfase entre agite desmedido y realidad sonora. Hecho el ajuste, Parker asumió el control pelando un talento inesperado con su Rickenbaker estilo Lennon. Es grácil y débil, flaco y estudiadamente pelilargo, con el tic bailantero de sacarse el pelo de la cara. Su pedalera multifacética es el liderazgo melódico para una banda que ama los sintes y los cuelgues instrumentales. Es en esos detalles donde puede identificarse cuando una performance está cerca de la perfección: son cinco músicos en llamas que no tienen que mirarse ni exagerarse para romperla.

Una secuencia desde Innerspeaker, disco debut (“It’s Not Meant To Be”, “Solitude Is A Bliss”), más la enorme “Led Zeppelin”, un homenaje al Page posterior a ZOSO, y ya estamos todos en donde se esperaba, transportados por las proyecciones delirables a todo color. Es importante la falta de luces claras, hace que todo sea espeso, acolchonado y suave. Las escalas de la voz beatle de Parker son sesentosas por excelencia, pero no olvidemos la influencia ¿dance? ¿electrónica? que reactualiza a un primer Pink Floyd y mayormente la etapa Revolver de los Fab Four. Es un equilibrio entre aquel entonces y este hoy de refritos o bandas involuntariamente tributo. Llegó enseguida el rock, amontonado en un momento cumbre de la noche, para que las muchachas y muchachos salten y revoleen con justicia: “Desire Be Desire Go”, “Half Full Glass Of Wine”, “Elephant”. Con ese hit, que esperaban con desesperación los que no conocían mucho más de la discografía, se dio una de las cosas más curiosas que este cronista tuvo oportunidad de ver últimamente: la multitud estuvo todo el tema agazapada esperando por ese ¡yeah! a mitad del compás, y el grito generalizado entró perfecto en tiempo y forma: Argentina-the-best-crowd-in-the-world. Increíble.

Antes o después de eso –algunos detalles se ponen brumosos- Parker terminó de eyectar algunos cerebros jugando con las proyecciones de la pantalla. Resultó ser que ese aparente medidor de frecuencias, lo era. Buscando notas limpias, armando acordes, boludeando sería la palabra correcta, en la pantalla empezaron a dibujarse las formas del registro sonoro: círculos perfectos, estrellas momentáneas que se diluían en vibración, estallidos de electricidad verde que volvían a ese punto verde del principio, a medida que las resonancias de las cuerdas se aplacaban. Puso a todo el Vorterix en silencio, estupidizados todos encontrando la lógica entre sonido e imagen.

Para el final, después de “Mind Mischief” y “Alter Ego, Apocalypse Dreams”. ¿Hay otra forma de irse que no sea con esos dejos de majestuosidad digna del fade out definitivo en “I Am The Walrus”? Después volvieron, obvio, para cerrar con “Feels Like We Only Go Backwards”, pero esa gran canción y su interminable catarata lisérgica de capas sonoras resume la experiencia de Tame Impala en vivo: espíritu bailable e introspección liberadora en un mismo movimiento, o en una misma insólita noche de lunes.

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