La segunda fecha del Festival de Invierno en La Usina del Arte tuvo como protagonistas a Surfistas del Sistema, Humo del Cairo y Massacre: un fuego alrededor del que se reunieron, en una noche fría, más de mil conflictuaditos amontonados por el viento.

Por Ángeles Benedetti

Fotos de Florencia Videgain

En uno de esos jueves que ilustran tan bien la llegada de agosto a Buenos Aires, cuando es el viento el que empuja los cuerpos por el microcentro, el Festival de Invierno organizado por el sello Geiser Discos ofreció, por segunda noche consecutiva, varios motivos para estar cerquita del río. Es que la Usina del Arte, ese súper espacio cultural del barrio de La Boca que supo ser la vieja usina Don Pedro de Mendoza, recibió nuevamente al público rockero para demostrar que en ese edificio se sigue generando energía. Como en 1912, pero distinto.

Apenas pasadas las 20 hs., la Sala de Cámara inaugurada en el mes de julio y originalmente diseñada para orquestas de cámara recibió a Surfistas del Sistema, el trío integrado por Francisco Frione, Gonzalo Martínez Oriz y Rodrigo Monte. Con un ajustado set de 20 minutos, presentaron las canciones de su debutante disco homónimo (grabado a mediados de 2012) como una sucesión de atardeceres en la playa, que antecedió a la psicodelia noctámbula de Humo del Cairo.

Así, con tanto cigarrillo apretado en los bolsillos y tanta seda meticulosamente doblada en billeteras de distintos colores y texturas, empezó el show libre de humo de la topadora del Cairo. Pero el humo siempre fue un signo del fuego y, a pesar de su ausencia, lo que se desató frente a nosotros fue un incendio que derritió todo a plena luz: Juan Manuel Díaz, Federico Castrogovianni y Gustavo Bianchi alternaron sus papeles de verdugos y testigos de un desastre poderoso, imparable. Lenta pero incesantemente, como dentro de una espiral, todo se fue cubriendo con una lava caliente y espesa que ensució el escenario impecable y las cómodas butacas, tiñiendo aún más el pelo de esa coloradita que aprovechó la primera parada del viaje para hacer una reverencia a los músicos y comenzar su espectáculo personal de espaldas al público.

Promediando la lista integrada por canciones de sus dos discos (Humo del Cairo y Vol. II), la demoledora “El Alba” nos llevó a dar una vuelta más sobre esas “carretas de humo donde se pierde la vista” a las que se sube sin pensar en que lo que siempre cuesta, al fin y al cabo, es bajar.

Un piso más abajo y después de un par de horas de cola voluntaria, el público de Massacre se adueñaba del Auditorio con capacidad para 1.500 personas. En la platea, una chica perteneciente a la organización y claramente superada por la convocatoria, aportaba la cuota bizarra de la fecha ordenando a los gritos gente que ya estaba ordenada. Sobre el piso del escenario, algunas muñecas tan muertas como aquella de la Canción de las muñecas (Massacre Palestina, 1987) oficiaban de presagio material de todo eso que vendría minutos después. Las luces se apagaron, el ambiente se volvió azul y apareció la banda; Pablo, Charly, Bochi, Fico y un Walas con sombrerito que saludó y los dejó solos para hacer una versión instrumental de Resurrección, la última canción de su undécimo álbum El Mamut (2007), ese que los catapultó a la Primera A del rock nacional y al merecidísimo cierre de este tipo de festivales.

En vísperas del lanzamiento de Aerial 13, la versión contemporánea de uno de sus discos de culto grabado en 1998, no faltaron las esperadas “Ascensión”, “Angélica”, “Te leo al revés”, “Minicubics”, “Laika se va”, y ese himno cruel y exorcizante que borronea las fronteras personales, esas que delimitan donde termina un yo y empieza otro: “Te arrepiento”.

Hay una constante en los recitales de Massacre que se mantiene a lo largo del tiempo, es esa especie de euforia emocional que se transmite de un conflictuadito a otro por medio de un ritual de iniciación tácito, inexplicable, infinito. Al fin y al cabo de eso se trata la música y todo lo que tiene la función vital de darle sentido al resto de las cosas; de la comunión, la identificación en el no pertenecer (pero al final sí), de esa potencialidad para ser revolución. Depende de todos que no sea, como dice Walas, “una revuelta más”.