En su primer libro el músico se une al ilustrador para darle un nuevo formato a su poética y mostrar una faceta no del todo desconocida de sus obsesiones.
Por Matías Roveta
Ilustraciones por Serafín
“El delito americano es una cosa que vengo escribiendo hace mucho tiempo, pero que nunca tuve intención de publicar. Era más bien un ejercicio personal mío, del cual muchas veces se han nutrido las canciones”, le explicó el Indio Solari a Marcelo Figueras en una entrevista que el escritor y periodista hizo en la casa del cantante y puso al aire en su programa de FM La Patriada en agosto del año pasado. Ya en 1998, en un reportaje con la revista Rolling Stone, Solari hablaba de ese proyecto de novela inconclusa y fragmentada, escrita en forma discontinua a lo largo de décadas en cuadernos separados: “Tengo una cosa eterna, que se llama El delito americano, de donde expurgo parte de lo que sale en la lírica”. Algunas de esas ideas, que el Indio desarrolló casi en paralelo desde el comienzo de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota, le dieron cuerpo narrativo no solo a las canciones de la banda, sino también a publicaciones en medios como Siglo XX, Cerdos y Peces o El Porteño.
Y en 2017 Solari decidió finalmente soltar, en sus propias palabras, “aunque sea una parte” de esos textos. Pero de movida es necesario entender una cuestión: “Vamos a aclarar algo” – profundizó en esa nota con Figueras. “Esto no es El delito americano, sino que son Escenas del delito americano”. En efecto, el libro publicado el año pasado por Random House es simplemente un tramo de la novela madre y tiene su fuerte en las ilustraciones de Serafín que acompañan el relato del Indio.
¿Y cuál es ese pedazo de trama que Solari decidió rescatar para esta obra? La historia funciona en dos planos temporales. Por un lado, en lo que parece un contexto de los ’70, El Peregrino (un alter ego de Solari, retratado con una calvicie inacabada, bigotes descuidados y gafas de sol rojo eléctrico que dan con la estética de el Indio en la etapa under de Patricio Rey) llega a la clínica del Doctor Semasendhi, ubicada bajo tierra en el balneario de Doctor Belmes. Allí, junto con otras figuras destacadas como Tariq Ali, Jerry Rubin o Abbie Hoffman, El Peregrino recibe el “tratamiento” de Semasendhi que tiene como propósito recuperar a estos freaks del “precio que el combate contra el sistema se ha cobrado sobre sus cuerpos y psiquis”, en palabras de Figueras en el prólogo. A los pacientes se los somete a la Mental Grammar Sphere – “una cámara de deprivación sensorial”- junto con altas dosis de LSD y electromagnetismo: este selecto grupo de rebeldes tiene visiones de un futuro posible y ese magma de ensoñaciones distópicas es la segunda línea narrativa que funciona en paralelo con todo lo que pasa en la clínica de Semasendhi.
“Lo que deslumbra a Semasendhi es el hecho de que, una vez flotando en esa oscuridad salina, los freaks no sueñan cosas distintas, sino exactamente lo mismo: visiones de un futuro muy próximo en el cual el imperio dominante cedió poder ante otros feudos”, narra Figueras en ese mismo prólogo. Solari refuerza esta idea en la contratapa del libro: “Un futuro atomizado y cruel, en el cual la ciencia ha dejado de robarle tiempo a la eternidad”. Lo que estos notables observan parece ser la especie de mundo posible que hubiera existido si la amenaza de holocausto nuclear que cuenta “Canción para naufragios” (influenciada por el film El Sacrificio de Andréi Tarkovski) finalmente hubiera terminado ocurriendo: un reino decadente y postapocalíptico (se puede pensar en una suerte de Mad Max urbana y tenebrosa), contaminado por la suelta de un gas coreano radioactivo y en donde Estados Unidos ya no es primera potencia (sólo sobrevive Manhattan, gobernada por un presidente hispano y acechada por un grupo de neonazis denominados Los Gestapo).
Distintos neo feudos pugnan por el poder, entre los que se destacan Rusia con resabios de poder soviético, China convertida al cristianismo de la mano de un sacerdote adicto al LSD y México envuelto en feroces peleas entre terroristas que atacan aeropuertos y guerrilleros marxistas. En Sudamérica el panorama no es mucho mejor. Argentina, Uruguay y Chile se mantienen al margen del caos gracias al funcionamiento de un gobierno tripartito, pero las calles aledañas a la Casa Rosada muestran un tendal de autos y fierros retorcidos, indigentes sin ningún futuro posible y nubes de contaminación cubriendo todo el cielo. Los personajes que pueblan las páginas del libro se funden en miradas desquiciadas y miedo cegador en sus ojos, los humanos casi no son humanos y tienen miembros mecánicos (“Hay mucho híbrido monstruoso entre lo biológico y la chatarra que lo cubre todo”, explica Figueras) y en cada rincón de este escenario demencial hay muerte, traición, explosiones, sexo pútrido y peleas sangrientas.
Hasta allí, lo único que puede rastrearse como hilo argumentativo. Porque, es necesario aclararlo, esto no es un libro con introducción, nudo y desenlace. Se trata más bien de visiones fragmentadas e inconclusas sobre un mundo alejado del “optimismo científico y tecnológico”. Figueras amplía: “El relato de estas visiones no nos ahorra incertidumbres. Simplemente lanza al lector en medio de la acción, como náufrago que estrella su nave en un planeta desconocido”. La noción de buenos y malos no existe (todos son cómplices en este juego mortal), los personajes aparecen y desaparecen, los tiempos parecen no ser lineales y el contexto temporal es desconocido. Esto no podría ser definido como una novela, quizá la etiqueta que mejor lo resuma es la de novela gráfica. ¿Es un cómic? Solari siempre fue fan del género: en El Hombre Ilustrado, la periodista Gloria Guerrero cuenta cómo el cantante siempre fue ávido lector del cómic francés y de Robert Crumb. De hecho, el propio Solari le pidió a Serafín que tuviera como referencia a Enki Bilal y a Moebius a la hora de crear las ilustraciones de Escenas del delito americano, y al mismo tiempo se puede pensar en el gran número de referencias al cómic en la obra de Los Redondos: los títulos-viñeta de Gulp! (1985) y ¡Bang! ¡Bang!.. Estás liquidado (1989), las onomatopeyas en las letras (“¡Me estoy por ahogar, me voy a pique! ¡Glú, glú!”) o los personajes de historieta como Zippo o el Zumba. Pero, dicho esto, ¿Escenas del delito americano es un cómic? El mismo Solari se lo explicó a Figueras en esa misma entrevista: “Le aclaré (a Serafín) que no iba a ser una historieta, porque la historieta depende de los globos. Esto se parece más a los libros infantiles, en donde ya hay un relato e ilustrado. Es como un libro ilustrado, como un texto ilustrado”.
En definitiva, ¿qué suma Escenas del delito americano a la obra de el Indio? Más que intentar seguir una trama, el lector puede usar este libro para extraer rasgos del pensamiento de Solari, porque a lo largo de las páginas están bien expuestas y desarrolladas varias de sus recurrentes obsesiones. En primer lugar, el uso del LSD como rasgo de una contracultura y no como un medio escapista. “Yo soy de la psicodelia. Me cuesta hablar de eso porque no es sopa, no es tomarse unos productos, unas pepis. Es aventurarse en tierra desconocida, una búsqueda, una experiencia que borra la barrera entre el interior y el exterior, esa tormenta eléctrica en el neocórtex…”, le decía a la revista Rolling Stone en junio de 2008 y en tiempos de Porco Rex (2008), su segundo disco solista, en el que asumió como alter ego en los créditos del álbum el nombre de Monsieur Sandoz en un homenaje al laboratorio en el que Albert Hofmann logró sintetizar el ácido lisérgico. Como se dijo, el científico es uno de los pacientes en la clínica de Semasendhi y los frasquitos de LSD que se usan para la terapia tienen la etiqueta que dice Sandoz.
Pero hay mucho más. “La autoridad miente. La autoridad opera en tu cerebro. Lo hace mintiendo por entre los labios de los funcionarios en todos los sobornos. Te mienten los directores de las agencias de noticias y de las agencias de publicidad. Todos los días las pequeñas mentiras institucionales en las noticias de la Red devoran nuestro estado de ánimo”, se relata en el segmento titulado El Monstruo de Panamá, que es una especie de agente de un servicio de inteligencia de Estados Unidos que incurre en atentados terroristas para sembrar pánico: denunciar pliegues oscuros del sistema (políticos inescrupulosos o medios de comunicación que esconden la verdad) fue siempre una especialidad de Solari, por no mencionar esa referencia directa a la línea de “Ya nadie va a escuchar tu remera”, entendida como guiño al público y espacio de resistencia.
Además, visiones de la Guerra fría (eso que ya estaba presente en himnos como “Queso Ruso”), la idea del (ahora viejo y derrotado) Imperio norteamericano denominado como “Nueva Roma”, la fijación por toda una fauna de personajes marginales a los que no se los juzga y se los retrata con una mezcla de sordidez y fascinación, y varias referencias a las letras de sus canciones: ahora queda claro que “un test para ir al espacio” de “Preso en mi ciudad” hablaba de un trip lisérgico, que el gas coreano de “Masacre en el puticlub” se terminó traduciendo en una realidad fatal y que –cuando todo está por colapsar ante el final inminente de una situación tortuosa- es mejor gritar “¡todos a los botes!”.
Solari se aventuró por primera vez en un terreno experimental y alejado de sus canciones para crear una obra extraña y oscura que ejerce algún tipo de atracción inquietante. En lugar de tratar de leer Escenas del delito americano como un libro con pretensión de escritor, lo mejor que puede hacer el fan es buscar en él la idea de profundizar ideas o conceptos que siempre cruzaron el pensamiento del autor. O simplemente dejar volar la imaginación y -citando de nuevo a Figueras- sumergirse en “estas Escenas como si el libro fuese una Mental Grammar Sphere: un sitio aislado del mundo o un mundo otro”. Puede valorarse el gesto de un artista que se animó a jugar un poco más, para desafiar a su público y ofrecer una faceta nueva que, así y todo, termina resultando familiar y no del todo desconocida. No es una obra determinante ni mucho menos algo para poner a la altura de sus discos. Es simplemente algo distinto, una chispa más de su cerebro loco. //∆z