En la noche del último sábado se presentaron Fútbol, Franco Salvador y la Riki Riki Tave y su Banda Misteriosa en Sonora Club Bar.
Por Gabriel Feldman
Fotos por Mimi Cappellini
El sábado ya terminó, el cielo no se enteró y la madrugada del domingo asomó mientras estuvimos en las cuatro paredes de Sonora, un segundo piso que descansa en la calle Cabrera al 5500. Arriba del escenario, después de resolver problemas técnicos y completar el equipo –Federico Terranova llegó justito, directo para empezar– Fútbol está terminando su presentación. La Gallina (2011) en su máxima expresión: “Taciturno”, “Barquillero”, “El Ciego”, “Río Colorado”, “Ceferino”, “San Martín”. Somos pocos, y qué importa: los que estamos más pegados al escenario nos hacemos sentir. Cuando el trío arranca es imposible no contagiarse, extender el brazo al aire con el puño cerrado y llenarse la boca con el estribillo de turno. La variante es imitar los acordes de Juan Pablo Gambarini en el aire, que a medida que toca pareciera cargar una barra de stamina sobre su cabeza para después explotar definitivamente; o también pasearse por un set de batería invisible – hi hat, tambor y crash – emulando los movimientos de Santiago Douton.
Con La Gallina (2011), por sus letras descriptivas más extensas, hoy más que nunca Fútbol es la representación de la vieja tradición de transmitir historias oralmente. Ya tenían una fauna de personajes variopintos –gauchos, pastores y malandras– a los que agregaron nuevos. Historias cortas muy contagiosas, con un sonido vibrante como telón de fondo. En la Edad Media hubiera sido igual, pero en vez del escenario y conectados a amplificadores, estarían estos tres forajidos, yendo de aldea en aldea, con un laúd, un tambor y un violín, tal vez con un grupo de osos atrás, contando el relato del ciego que ve a los niños y al fuego, o el del pastor con destino trágico, el del caballo color ámbar o la leyenda del río rojo como la sangre, entre tantos otros. Serían conocidas sus historias a lo largo y ancho del mundo. Hombres, mujeres, ancianos y niños las corearían una y otra vez. Alborotarían a los campesinos, creando el descontrol en los hijos del señor. Y esas latitudes ya no serían las mismas definitivamente. Es probable también que el obispo de la aldea considerara muchos de sus relatos inadecuados y contra la moral católica, portadores del demonio y con vestigios de paganismo. Morirían en la hoguera muy probablemente, consumidos por el fuego, el método predilecto de la civilización piadosa. Pero habrían sembrado el caos, el desconcierto, la incertidumbre y mil dedos queriendo tocar los acordes prohibidos.
En Palermo no hay fuego y la única figura representativa de la iglesia es un afiche maltratado en la calle, ofreciéndonos la cara sonriente del nuevo pontífice argento. Cuanto mucho, hubo olor a plástico quemado, pero nada más. Una hora antes, cuando Franco Salvador y Los Crudos –Miguel Pagliarulo en batería y Magic Martiarena en bajo– habían subido al escenario, mientras arrancaban con “Se queda”, podía percibirse del lado izquierdo cierto aroma irregular. ¿Algún plug, algún equipo? Se veía a uno de los encargados paseándose con una linternita examinando uno por uno para ver cuál era el que tenía el problema. No eran los retornos, ni los amplis, ni los otros parlantes del suelo. Tal vez alguna zapatilla marca pistola que aguantó los trapos como podía. El olor se fue disipando, la cosa siguió y algunos ni enterados, concentrados en las versiones más potentes que ofrece el trío en vivo.
Cortando la seguidilla de shows con Pez, envalentonados con la salida de su nuevo disco, Nueva era viejas mañas, Franco aprovechó la noche para repasar mayoría de canciones de su último disco solista, La Cruda Realidad (2012). Había que aprovechar la oportunidad porque las fechas con Los Crudos son bastante esporádicas.
No estaríamos errados en decir que la influencia musical de éste proyecto proviene de la raíz de los tríos de rock y blues de los setenta, pero sus discos además siempre tienen presente un teclado gentil como colchón melódico, o se acercan a la canción acústica como un recurso natural de alguien que compone mayoritariamente con una criolla en su casa. En ese sentido, en vivo no hubo lugar para las sutilezas. Con el motor de “Nada”, canción aislada que sirve como termómetro general, incluso la interpretación de “Qué esperas vos de mi” se contagió y se hizo más pesada. Nunca mejor puesto el mote de rock duro, palo-headbanging-y a la bolsa. Y, entre las más nuevas, “Lejos del sol y nunca tan lejos de esta tierra”, “Seis efímeras contradicciones” y “Tinitus”, como representantes de Hago lo que quiero y quiero lo que hago (2008). El cierre definitivo llegó con la seguidilla de las tres más gráficas del último disco: “Cruda Realidad”, “La luz” y “Todo lo esencial”.
Más temprano aún, pasadas las 23 horas, Riki Riki Tave y la Banda Misteriosa había hecho lo propio. Primero con “Casi”, un clásico de Llorando en Corea (2011) para después adentrarnos en Dormido Cayendo, su nuevo disco de estudio. Mucho sonido y muy fuerte: no era el mejor ambiente para que la Riki pueda dar muestra de sus canciones más enredadas y su enérgico contenido poético. Si no encuentran el balance adecuado, cada arreglo reclama protagonismo, haciendo que el resultado general sea una serie de onomatopeyas que no llegan a conectarse del todo. Se fueron acomodando de a poco y de la mano del despliegue escénico de Juanjo Harervack, su voz, bailando, subiendo y bajando del escenario con un megáfono, despertando a la audiencia, dejaron una buena impresión. Sobre todo en los que se amucharon a bailar en el centro de la pista.
Más tarde, cuando Fútbol ya estaba cerrando su noche, invitaron a Juanjo para que suba a cantar. Y Harervack salió a la cancha nuevamente –casi literalmente–, con pantalones negros, una remera manga larga negra con la “1”y su apellido en la espalda confeccionado en letra imprenta con cinta aisladora plateada, guantes de trabajo haciendo las veces de los de arquero y la banda de capitán blanca con una “C” azul en el brazo derecho. Lev Yashin, la araña negra. Hay equipo con la araña al arco, en las voces, para desquitarse con “500 submarinos”. “¿No te sabés otra Juanjo?” bromeó Douton, y la sin igual “¡Eh Gaucho!” también con el acompañamiento del cantante. Gamba gastando los trastes en el filo del escenario, con Master of Reality en el pecho, y La Araña tejiendo su telaraña con el cable del micrófono mientras se movía enérgicamente, mezcla entre Sandro, el Bondo y Cedric Bixler-Zavala. Acá puede haber algo a futuro.
Al bajarse, dos goles arriba y el arco en cero, legó el brazalete al wing derecho, el 7 bravo, Gambarini y dejó que los Fútbol dieran por finalizada la noche con su formación habitual y otro de sus relatos para prenderlos (y prendernos) fuego, “Siete horas escabiando”, antes que en los parlantes de Sonora vaticinaran el inminente arribo de una fiesta reggeatonera en la madrugada de la ciudad. Y cuando en los parlantes ya cala hondo el reggaetón, uno ya sabe que es hora de irse.