Presentamos un cuento de Sierra Grande, primer libro de Sodero editado por Alto Pogo
Cuando Gonzalo se enteró de que sus viejos se iban a Buenos Aires, vino a casa a decirme que durante una semana íbamos a tener un bulo para llevar minas.
Tenemos que aprovecharlo, hay que sacarle el jugo.
¿Pero a quién llevamos?
No importa, a cualquiera. Lo importante es que esta semana tenemos que coger. Como sea, dijo.
Así que el primer día que estuvimos solos nos juntamos en su casa a planificar a quién podíamos llevar. Gonzalo anotaba posibles candidatas en un cuaderno. Las que tenían fama de ser fáciles. Las que no buscaban novio. Las chicas a las que solo había que invitarlas a tomar mate. Entonces se nos ocurrió llamar a Enriqueta, una compañera del colegio. Enriqueta vivía en el barrio La Loma, en una casa de bloques sin revocar y techo de chapa. Esa precariedad nos hacía sentir seguros.
Pablo y el Colo fueron a buscar a Enriqueta. No era lejos. No iban a tardar en volver. A la media hora escuchamos voces en el frente de la casa. Bajé el volumen del televisor. La puerta de la cocina se abrió. Escuché la voz de Enriqueta y la de Pablo y las sillas que se movían.
¿Estás bien?, dijo Pablo.
Con Gonzalo nos acercamos a ver qué pasaba. Enriqueta estaba sentada con la cara entre las manos. Pablo le acariciaba la espalda. El Colo, susurrando, nos dijo que el padre se había intentado suicidar y estaba internado grave. Nos sorprendió. Pero más nos sorprendió que Pablo, mientras le decía que no se preocupara que su papá se iba a poner bien, empezó a caminar con Enriqueta hacia una de las habitaciones. Cuando estaban entrando, Pablo se dio vuelta, nos guiñó un ojo, y cerró la puerta. El Colo se acercó y trató de mirar por la cerradura.
Después voy yo, dijo el Colo, susurrando, mientras se sacaba el pantalón.
Gonzalo también empezó a desvestirse. Me saqué la remera mientras veía en la tele una cortina de humo sobre unos edificios. Atentado, decía el zócalo. Gonzalo me hizo una seña. Me acerqué tratando de no hacer ruido. Apoyé la oreja sobre la puerta, se escuchaba la cama golpear contra la pared y la voz de Enriqueta. Después hubo un silencio hasta que Pablo abrió la puerta.
¿Qué hacen acá?, dijo y fue a sentarse al living.
Me toca a mí, dijo Gonzalo, y entró.
Con el Colo nos acercamos a Pablo que estaba en bolas y con el forro puesto. Le pregunté qué había pasado.
La mina no para de hablar.
¿De qué habla?
De su papá, de que no entiende por qué hizo lo que hizo, de que tiene miedo de quedarse sola…
Qué bajón.
Sí, cualquiera.
¿Y está buena?, dije.
Qué va a estar buena si parece un Kohinoor, dijo el Colo.
Nos reímos.
¿Y eso?, dijo Pablo señalando la pantalla donde se veían edificios destruidos y gente muerta en la calle.
No sé, hubo un atentado, dije.
¿Otra vez?
Sí, eso parece.
Entonces salió Gonzalo.
¿Ya está?
Me miró, levantó los hombros y se encerró en el baño.
Voy yo, le dije a los chicos.
Enriqueta estaba acostada en la cama, desnuda, con las piernas abiertas. Me acerqué a la mesa de luz donde estaban los forros. Mientras abría uno, me di cuenta de que Enriqueta estaba llorando. Me saqué el calzoncillo. Sin mirarme empezó a hablar:
Mi papá se sentía el hombre más poderoso del mundo.
Vi el contorno de la ropa interior que el sol había dibujado sobre la piel y muchos granos sobre la pelvis mal depilada. Cerré los ojos. Traté de imaginarla como una actriz porno mientras me tocaba la pija con una mano. De a poco se fue poniendo dura. Me puse el forro rápido y me senté al lado de Enriqueta que seguía hablando.
Pero cuando se quedó sin nada se puso triste, dijo abstraída.
Nos quedamos callados. Yo me seguía tocando. Ella me miró a los ojos. De alguna manera nos encontramos.
Vení, dijo.
Me acosté sobre ella. No supe qué hacer.
Metela, dale.
Empujé despacio. Enriqueta frunció las cejas.
Sí, sí, así, dijo.
Cerré los ojos y empecé a moverme con ganas. Enriqueta me tomó la cara con las manos.
¿Tu papá trabajó en la mina?
¿Cómo?, dije, y la miré.
¿Tu papá no trabajaba en la mina con mi viejo?
Me quedé quieto. No entendía o no quería entender de qué me estaba hablando.
No sé. Puede ser. Ahí se conocían todos.
¿Él qué hacía?
No tenía ganas de hablar. Empecé a empujar sin perder de vista que yo estaba encima para coger. No estaba ahí para hacer de psicólogo ni de amigo. Pero ella seguía hablando. Con una mano le tape la boca y le dije al oído:
Shhh… basta. No hablés más. Quiero que grites. Que grites como las putas de las películas. No que hables. ¿Entendés?
Sabía que detrás de la puerta todos estaban escuchando. Empezó a gritar. Al principio con timidez pero después desaforada. Me asusté.
Pará, pará, dije. Tanto no. Un poco.
Tenía los ojos llorosos. Me abrazó. Me pidió que la mirara, que la cogiera pero que la mirara.
No, no, dije.
Mirame.
Shhh… callate.
Enriqueta volvió a hablar del padre. Quise taparle la boca con la mano pero ella hablaba cada vez más fuerte, casi a los gritos. Empecé a bombear con fuerza. Enriqueta se tapó la cara con las manos y se puso a llorar.
Pará por favor, pará, dijo.
Eso fue peor. Fue como echarle nafta al fuego. Sentí un odio que nunca antes había sentido, como un vómito, unas ganas irresistibles de hacerle mal, de lastimarla, de descargar mi bronca.
¿Querés que pare, querés que pare?
Sí, sí, por favor.
No, no, no… No voy a parar, ¿entendés? Quédate así, dale, así, así, dije mientras sentía cómo mi transpiración empapaba el cuerpo frío de Enriqueta que lloraba desconsolada.
Basta, por favor, ¡basta!, ¡basta!
Detrás de mí escuché la voz del Colo.
Pará, dejá de joder.
¡Salí de acá!, dije girando apenas la cabeza.
Entonces entró Gonzalo y me empujó. Caí junto a la cama.
¿Estás loco?, dijo.
Miré a Enriqueta acurrucada contra el respaldo. Me paré. No sabía qué hacer. Gonzalo me miraba extrañado. Salí de la habitación. Me di vuelta. Enriqueta me miró. Quise disculparme pero en ese momento el Colo le pidió a Gonzalo que saliera.
Ahora me toca a mí, dijo, y cerró la puerta.//∆z