El Centro Cultural Zaguán Sur festejo su aniversario con un festival de cuatro días de duración y con numerosos artistas por jornada. Aquí un breve relato de la larga noche del viernes.

Por Claudio Kobelt

Fotos por Gisela Arevalos

¿Cuántas veces entramos por esa puerta negra y pesada y adentro todo cambiaba, y era siempre mágico, nocturno? ¿Cuántas veces nuestros pies levitaron sobre esas baldosas negras y blancas con una sonrisa firme en el corazón? Cuántos amigos, cuánta música, cuántas ferias, cuántas birras, cuántas empanadas… el Zaguán Sur, también conocido como el Zas, se transformó con el tiempo y los eventos en un espacio único y vibrante, sin el cual muchos de nuestros shows favoritos serían distintos. Como una manera de festejar un año más en su vida, la gente del Zaguán organizó este Festival de cautro días de duración, al que tuve la suerte de asistir en su segunda jornada. Seis artistas por noche. Poetas, solistas, grupos, amigos, músicos, camaradería. El comentario que circula entre los presentes, ese que habla del Zaguán como la casa de todos, es palpable, evidente, innegable.

De entrada, Luis Aranosky estrella su cabeza contras las paredes de ladrillo del lugar, al grito desafiante de “a ver cuál duele más”. Así empieza la noche. El poeta rebota de lado a lado, con el grito como impulso y también queja de dolor. Protege su cabeza con un casco, sí, pero esos topetazos son impresionantes, ya dolorosos de percibir, bravísimas embestidas que Aranosky enfrenta con furia y con placer. Instantes después, se despacha con algunos poemas de su autoría (poesía combativa argentina como él mismo se define, y muy bien definido está), agradece el espacio, el brindado esa noche y el que permanece siempre, e invita al escenario a tocar a su banda Cachito Rock (el escenario ahora es en el piso, y en el escenario no hay nada, y esto irá mutando a lo largo de la noche). Cachito es un conjunto duro y macizo, como una oscura y sucia mezcla de punk y rockabilly, de hard rock e incorreción, cuero negro sobre rojo, puro rocanrol. Con un baterista histriónico, que toca de pie, mientras realiza una marcada coreografía y golpes brutales, la banda escupe rock en la cara de los presentes, y Aranosky, criatura salvaje y peligrosa, de temer y de querer, lidera ese conjunto con una prestancia sin par. Así pasa el primer artista de la velada, y llega el turno de Shaman y su guitarra embrujada.

Su voz profunda y sincera, que a veces se quiebra de verdades, ilumina de negro el espacio, volviéndose a veces todo lo que hay. Su música, folclórica, cancionera, hipnótica, interna, nos guía y conmueve como en hechizo. “Vamos a cantar algo bien triste así lloran” anuncia, y arranca con “Nos vemos volando”. Cuando llega el momento, Shaman usa ese particular canto gutural que convierte a su garganta en un instrumento único y sin fronteras. Para cerrar, “La Niebla” dispara en los presentes tormentas sensoriales sin calma. Tras unos pocos temas, Shaman se retira del piso/escenario entre un vendaval de aplausos y da paso al regreso de  Aranosky, quien lee tres poemas, uno de ellos dedicado a Batato Barea. En el último, se suma Sergio Dawi, ex saxofonista de Los Redonditos de Ricota que improvisa mientras el poeta recita. Aranosky deja el escenario, y comienza formalmente el show del saxofonista.

Enfundado en un mameluco blanco y con una linterna parpadeante atada a su frente, Dawi ejecuta un mantra de sonidos inabarcables y bellamente caóticos. El show consta del mítico músico con su saxo, mientras dispara pistas y videos sobre los que irá tocando universos enteros, enormes e imposibles. Las imágenes rotan en pantalla, y Dawi grita que le apaguen la luz, entonces todo se oscurece, salvo él y su silueta recortada en la proyección. Su música es tan urbana como cósmica, tan triste como desesperada, todo guiado por un gran sentimiento de búsqueda y experimentación. Se crea un clima místico, nervioso, zarpado de flash. El público baila en trance profundo, sin resistir la tentación, dejándose llevar. De fondo, imágenes de tribus y habitantes del África dialogan a la perfección con lo que suena. Esos sonidos son el transporte hacía cualquier mundo posible, El saxo grita, aúlla, plantea, como un discurso etéreo, y parece ser el único que puede domarlo, y a su vez dejarlo ser. Tocando entre la gente, caminando, recorriendo, termina el mágico e inolvidable show de Sergio Dawi. La siguiente banda toma el escenario por asalto: se trata de Sr. Tomate.

Pero mientras arman, Aranosky recita un poema dedicado a Gamexane, ex TTM fallecido en el 2011. Ahora sí, la alegría sin fin del tomate inicia. La trompeta brilla en la oscuridad, y la voz de Poli sigue siendo una delicia indescifrable e intensa. El comienzo con “La Tempestad” ya pone a los asistentes en guardia de baile y ritmo frenético. Sigue “En la pieza de un amigo” y la fiesta estalla. Los cuerpos saltan y rebotan la energía sin par. Poli hincha su garganta y canta con el alma afuera, a la vista, en llamas. Sr. Tomate es un carnaval de colores que se vive con el cuerpo entero, el pogo no cesa y la multitud ruge y danza cada canción de principio a fin. Calor y celebración. “Se fueron al carajo”, grita alguien desde el público, agotado de tanto bailar. Pasan “Poco Espacio”, “Camioneta” y “La pared”. Tonadas enérgicas y ruteras, salvajes, llenas de alegría y sentimientos. El cierre con “Aire Caliente” y “Ay Amor” deja a los concurrentes pidiendo más y más.  Como dice la letra de “Camioneta”: “esta camioneta lleva sangre que está inquieta”… Así son los Señores Tomate: transportes de sangre inquieta y contagiosa, de ritmo y melancolía, de poesía y baile. De canciones calientes de locura y amor.

Vuelve Aranosky y recita uno de sus poemas, que deja a buena parte del público en silencio, detenido. Se despide del festival, y da comienzo al show de Proyecto Gómez. El verdadero set de un hombre orquesta: Mientras deja la guitarra sonando en un loop, corre a la batería, toca  y canta, o toca el bajo mientras dispara pistas y baila. Un ritmo fuerte y punzante, que tiene en Cornelius una gran referencia. Música electrónica con elementos acústicos y con un solo hombre como componente humano. Más que interesante propuesta y un set breve pero intenso.

Luego, llegan Los Espíritus y su boggie del infierno. La voz de Maxi Prietto es dulce y aguardentosa, breve, de versos justos, mientras que con su guitarra parece hablar, llorar, gritar. Con un beat candente y poseído, como música de fondo para hechizos vudú con el diablo bailando a un costado, Los Espíritus lanzan canciones como conjuros, de esos que todos ponen el pecho por recibir. El telón se cierra, y el grupo continúa tocando detrás “Me echaron del bar”, mientras el baile y el grito del público se mantienen fresco como al comenzar.

La velada termina, salimos a la calle, y el sol ya está aquí. Es de día y la certeza de la luz nos impacta, nos invade, como la prueba viva de un lugar único, de un espacio con tanto vivido y mucho más por vivir. La segunda noche del FestiZas fue solo otra demostración de que esas paredes rojas y esas canciones sonando son la casa de la que nos vamos, pero a la que siempre deseamos volver.