Algunas ideas sobre el séptimo disco del músico, junto a su banda Los Fakires.

Por Matías Roveta

El cine ofició siempre como influencia en la obra de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota. A fines de los ’70, el Indio Solari y Guillermo Beilinson escribieron la película Ciclo de cielo sobre viento y, a la hora de armar la banda de sonido para el film, Guillermo convocó a su hermano guitarrista para que le pusiera música a los textos y a las voces con eco del Indio: una suerte de “folklore universal bien raro” o “música incidental”, según Solari en su libro de memorias Recuerdos que mienten un poco (2019), que dio nacimiento a la dupla creativa entre el Indio y Skay.

Más adelante y ya con Los Redondos consolidados como banda de rock, se permitieron homenajear la música de Maurice Jarre en Lawrence de Arabia (1962) en la emblemática melodía de saxo que toca Willy Crook en “La bestia pop”. El Indio –cinéfilo que reconoció entre sus influencias a Werner Herzog, Ingmar Bergman o Akira Kurosawa en el booklet de El ruiseñor, el amor y la muerte (2018)- también usó como inspiración Sacrificio (1986) de Andréi Tarkovski para escribir la letra de “Canción para naufragios” y pintar ese mundo hostil en plena Guerra Fría con la posibilidad latente de un holocausto nuclear, y además pobló la letra de “Ji, ji, ji” con términos como “film” o “montaje final” para recrear la sensación de película paranoica que vive en su cabeza el adicto a la cocaína.

Pero también puede pensarse en el efecto cinematográfico de algunas canciones de Los Redondos: la escena de ruptura amorosa con el amanecer en el horizonte del Río de la Plata mientras Ángeles se sube al ferry para cruzar el charco y dejar a su amado con la mirada derrotada en “Perdiendo el tiempo”, o el caos sonoro de “¡Esto es to-to-todo amigos!” que –según el Indio en su libro- musicaliza un mundo apocalíptico en donde bien podría tener lugar la Blade Runner del subdesarrollo.

Y en El corazón del laberinto, Skay apela a un efecto parecido apenas se abre el disco con la maravillosa “El sueño de la calle Nueva York”: es posible sentir la humedad que crece debajo de los adoquines o el vapor de las chimeneas de las fábricas en el clima misterioso que tiene la canción, con sus arreglos de vientos jazzeros (a cargo de Hugo Lobo) y una base de sintetizadores gélidos para una historia sobre esa calle de Berisso que es tierra de bares, prostíbulos y trabajadores del frigorífico.

Skay reivindica el poder de la prosa urbana de Javier Martínez de Manal (“Avellaneda blues”) y en la mitad del track toca un solo de guitarra procesado que suena como el grito de un robot enjaulado, para dar vida a una de sus mejores canciones de toda su obra solista, que funcionaría perfectamente bien como banda de sonido para algún policial negro.

En apenas poco más de media hora, Skay resume en su séptimo disco en solitario buena parte de su imaginario musical y cultural, al tiempo que da indicios de un carácter más moderno para su estilo de rock basado en la guitarra y con tracción a sangre. Luego de esa mezcla de trompetas y trombones con base electrónica del primer tema del álbum, enseguida es posible individualizar un riff icónico y fraseado (es imposible no pensar en Skay enfundando su Gibson SG roja para seguir buscando nuevas melodías adherentes con su guitarra) que se abre paso entre las programaciones futuristas y –atención- las texturas, un concepto musical más asociado al estilo del Indio Solari: otro punto alto de la obra con “El ojo testigo” que “todo lo ve”, según la letra”, ilustrado por Rocambole en el arte de tapa del disco. Junto a esa búsqueda de actualizar y renovar su sonido clásico, Skay también reconoce algunas de sus viejas influencias y allí crece con fuerza “Late”, que cruza la agresividad de un post punk tempestuoso con climas de teclados que remiten a Medio Oriente y un solo de guitarra hipnótico e ideal para encantar serpientes; también, la cita a la música celta con “El valor del encanto” (con letra de Cristal Belén Fernández del Hogar Juanito), que abre con un colchón de cuerdas sintetizadas de carácter épico que podrían sonar en la cortina de Game of Thrones y que están acompañadas de varios fraseos resplandecientes de guitarra.

Durante los meses previos a la gestación de En el corazón del laberinto, Los Fakires sufrieron la baja del guitarrista Oscar Reyna (Skay tuvo que convocar a Richard Coleman para el show de Cosquín de este año) y es un placer saber que cada parte de guitarra del disco corrió a cargo de Skay: es un álbum en donde reluce el conocido rol de orquestador del guitarrista, algo que brilló durante toda la carrera de Los Redondos.

En “Tam-tam”, por ejemplo, se escuchan al comienzo unos acordes western y luego Skay dispara punteos disonantes para crear una atmósfera de psicodelia oscura (el tam-tam de los tambores como mantra ominoso) y remata la faena con un solo memorable que remite a la primera época de Patricio Rey, y en la mencionada “El ojo testigo” Skay suma al riff principal algunos arpegios brillosos en las zonas de luz y también power chords en los momentos de intensidad, logrando un equilibrio perfecto entre la tensión-distensión. Para sumar aún más matices, el guitarrista también incorpora violas acústicas (un rasgo que empezó a cobrar fuerza desde La luna hueca de 2013) en “Plumas de cóndor al viento”, con sus rasgueos suaves en la intro que dan paso a un torbellino eléctrico y varios solos inspirados.

En esa canción Skay ofrece su mejor interpretación vocal en todo el disco –cada vez más consolidado como una mezcla de Tom Waits y personaje de cómic- y da muestras de su formación en la cultura rock al hablar de una de sus ideas madre: la libertad. “Cuando despierta un volcán, manda señales de humo / Señales de libertad, plumas de cóndor al viento”, canta el guitarrista en una letra que parece hablar de la búsqueda individual como motor de cambio y mejora en medio del caos (la referencia a Babel). Esos rasgos generacionales, de parte de un artista que vivió en comunas en los ’70 y abrazó las ideas contraculturales del hippismo y la psicodelia, también aparecen en “Esdrújulas en órbita”, una canción que remite a los Clash (hay más punk rock en “La cueva de San Andrés”) en sonido y en espíritu: “Los hipócritas, los burócratas, muy amigos ellos son / Todos bailan al unísono en la ronda del terror (…) Los fanáticos, los políticos, los mediáticos, quieren más y más”, desgrana con su voz grave Skay.

Antes de esa canción y cerca del cierre, el violero ofrece el mejor momento del disco con “Las flores del tiempo”, que es pura orfebrería con la guitarra acústica y la voz sentida de Skay, que canta sobre el paso del tiempo y sobre cómo los viejos errores del pasado se arrastran como una carga pesada: “Se quedó solo en la estación, mirando cómo se alejaba el tren / Quiso volver el tiempo atrás”. Es una tentación caer en la nostalgia y pensar en un tiro por elevación al final amargo de Los Redondos, pero Skay en realidad ya lleva editados en solitario casi la misma cantidad de discos que con su banda anterior y está mirando de lleno al futuro: “Castillos de arena que el mar se llevó / De aquel mundo no queda nada”, canta como posible respuesta en “La estatua de sal”. Lo que empezó como una embarcación a la deriva sobre aguas desconocidas con A través del mar de los sargazos (2002), hoy se convirtió en ese tren que se aleja de la estación a toda velocidad con paso firme y rumbo definido. //∆z