¿Quién dijo que el grindcore de Napalm Death es solamente muerte y destrucción? También parece que hay ingenio y originalidad por descubrir.

Por Santiago Farrell

No recuerdo específicamente cuándo fue la primera vez, pero sí las circunstancias: en el depto de una antigua amistad, posiblemente a la noche, probablemente bajo la influencia de alguna sustancia narcótica. La amistad en cuestión, un devoto fanático del metal más ruidoso posible, lo puso como muestra de las posturas extremas a las que se suele llegar en esa escena. No hubo manera de evitarlo, no paré de reírme durante todo el disco.

Pero la verdadera sorpresa vino cuando, meses después, bajé Scum, el disco debut de Napalm Death, y ya en casa, sobrio y careta, lo puse de nuevo, por diversión pero también en cierta forma para refutarlo musicalmente, para confirmar una vez más que «a mí esas cosas no me gustan», que «metal sí pero el clásico, el Metallica thrash, el Megadeth de Rust in Peace, con grandes solos y eso». Sorpresa: nada que ver. Los 33 minutos de Scum, repartidos en 28 módicos temas, eran incluso mejores en plenas facultades mentales. Alegría, y también un cierto conflicto de identidad. ¿No me suponía, acaso, un tipo más bien «melódico»?

Es así que empezó un camino de autoconocimiento. Camino que fue más bien un círculo, porque era escuchar cualquier disco «parecido» (no hay nada igual a esto), asquearme, olvidar Scum, escuchar cosas «melódicas», acordarme de nuevo y volver a disfrutar ese placer cada vez menos culposo. Inentendible.

O no tanto, porque resulta que Scum es un disco muy especial. Investigando un poco, descubro que al álbum se le atribuye la creación del grindcore, un género extremista del metal. Pero al igual que lo que sucedió con bandas como Ramones o The Jesus and Mary Chain, Scum trasciende las etiquetas de género con una fórmula muy sencilla: intensificar, extremar. Sólo que a esa altura, las cosas ya iban bastante rápido; entonces Scum directamente va volando, a la velocidad del rayo. Los temas son ridículamente cortos: el más largo del lado B dura minuto y medio, y la gran mayoría consiste en flashes de apenas segundos, compilados minúsculos de distorsión, gritos incomprensibles y un pulso ultrasónico. Hasta ahí, nada nuevo para el siglo XXI. Pero Scum no sólo es el primero; también es único por ciertas casualidades que lo protegen de ser uno más del montón.

En primer lugar, la pésima calidad de la grabación. Otras bandas (e incluso otros discos de Napalm Death) utilizan el estudio para poner bien al frente elementos como la distorsión y los gritos satánicos en el afán de, bueno, ser diabólicos y eso. Nada de eso ocurre en Scum, que claramente da los primeros y torpes pasos del pionero. Cuando al baterista le pinta, estalla en lluvias de platos y tachos que tapan todo. Los bajos se reducen a una especie de ruido blanco que aparece muy ocasionalmente. La distorsión de la guitarra (más aguda y plana en el lado A, más granular y grave en el B) suena tan empastada que pierde el carácter agresivo, al igual que la voz, siempre condenada al fondo de la ¿mezcla? O sea, se trata de un disco que por más violento que pretenda ser, no tiene la ecualización para herir oídos, realidad que le ha valido el desdén de más de un fanático del metal extremo. Y mi amor.

En segundo lugar, están las circunstancias de la grabación. Resulta que la banda que grabó el lado A en 1986 consistía en un trío de adolescentes que había sustituido a otros y grabado un par de demos, trío del que sólo quedó el baterista a la hora de grabar el lado B al año siguiente. No es un dato menor: el pase de una mitad a la otra reemplaza viola y voz y asegura el cambio mínimo necesario para que la novedad no devenga en monotonía, lo que funciona de maravillas. No tengo preferencias, pero es cierto que Lee Dorian, cantante del lado B, tiene un mayor inventario vocal (particularmente, ese gemido a lo Gollum prendiéndose fuego que tira a veces) y que la distorsión de motor de pileta del violero del lado A, Justin Broadrick, me encanta apenas un poquito más.

Todo esto nos lleva a la vuelta de tuerca final que convierte a este discazo en una obra maestra, si es que todavía me siguen. Sin la agresividad de todo lo posterior, Scum triunfa por la implacable maestría de la economía de recursos y el desafío de hacer todo a una velocidad ridícula por la velocidad en sí, factores que terminan moldeando un enfoque experimental y humorístico. Por ejemplo, en cincuenta y ocho segundos, “Polluted Minds” arranca con un rulo salvaje fusionado directamente con la estrofa y a una voz a lo taxista-en-horario-pico, seguida por un solo de bajo-ruido blanco, otro instantáneo de guitarra y acople apenas audible y una estrofa final terminada por el cantante Nick Bullen con lo que parece una parodia de Fito Páez. “The Kill”, que dura menos de la mitad, comienza con un riff tocado con una bordeadora, lo aplasta con una tormenta ridícula de tambores y procede a incinerarse con una estampida de platos, tachos y rugidos de vikingo enfurecido (prestando atención, se oye de fondo el riff de la viola todavía más rápido que en la intro).

La(s) banda(s) separa(n) todo en pistas con títulos de humor súper apocalíptico (“Human Garbage”, “Pseudo Youth”, “Divine Death”), pero en ningún momento se recala en estructuras convencionales, como estribillos, estrofas, puentes, etc. Simplemente no hay tiempo, en un sentido literal. Scum elimina la percepción temporal, el flujo tradicional de un disco; tritura la línea entre los temas y transforma todo en una masa de instantes. Es colmo del posmodernismo: no hay relato ni unidad ontológica alguna, todo se reduce al consumo de momentos y a la espera al salto a la siguiente secuencia. Ni siquiera existe la menor pretensión de mensaje porque resulta imposible distinguir qué cuerno están cantando en ningún momento, si bien hay letras. Así, incluso temas más largos, como los 2:38 de “Scum”, no tienen más peso o importancia que, digamos, los veintitrés segundos de “Parasites”, donde un pedo de bajo y unas veinte palabras de letra cantadas por alguien que parece estar atragantándose dan paso a un solo incandescente y brevísimo. Priman lo absolutamente inmediato y el mero entretenimiento, tal como en la era digital, sólo que como quince años antes de que todos tuviéramos Internet. Todo esto aniquila cualquier posibilidad de monotonía y trasciende las limitaciones del metal. Es una de las estrategias musicales más inteligentes que escuché en mi vida.

Párrafo aparte merece “You Suffer”, cierre del lado A, el primer hit de Napalm Death y la conjugación más extrema de este enfoque tan adelantado a su tiempo. El tema figura en el Libro Guinness de los Récords como el más corto de la historia (1,316 segundos; o sea, en circunstancias ideales se lo puede reproducir 4103 veces en una hora) con letra (!) y un mensaje concreto («Sufrís, pero ¿por qué?»). Una especie de perversión metálica de los experimentos de John Cage con la noción de música, “You Suffer” encapsula todo lo que hace glorioso a Scum y su performance es número fijo en los shows de la banda, o al menos debería serlo.

Obviamente, la fórmula del éxito no tenía ni la más mínima posibilidad de funcionar de nuevo, pero quién nos quita lo bailado. Me enorgullezco de haber comprendido la grandeza de Scum y he aquí mi elogio de la escoria. Salud, Napalm Death, y gracias por demoler mis prejuicios.//z

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