En su primera novela, editada por Milena Caserola, Nicolás Mavrakis propone el particular diario íntimo de un programador encargado de entender qué queremos y cómo se hace para modificarlo. Un relato sobre el control que subyace a todo poder.
Por Sebastián Rodríguez Mora
1 . En tres cuentos de No alimenten al troll (Tamarisco, 2012) Nicolás Mavrakis adelanta la temática que domina esta novela: la tecnología que permite controlar lo que dicen y se dice (“Fireman”), la tecnología que permite controlar la tecnología ajena y hacerla propia –un software que traspase la pantalla y controle lo que se piensa- (“No alimenten al troll”), la tecnología que es también un discurso artillado para sosegar a balazos los cuerpos que controlan el contenido mental de los medios masivos (“Hay que matar a Tinelli”). En síntesis, el control. No el poder, eso viene después. El empoderamiento del siglo XXI está subordinado al control. La revolución es hoy un acto de ordenamiento estético y discursivo, imperceptible, de pequeñas y decisivas modificaciones al comportamiento humano. La mayor derrota de los proyectos revolucionarios durante el corto siglo pasado de Hobsbawm provino de la suposición de que tomar el poder con las manos prometía indefectiblemente el control de los contenidos mentales. Pero nunca habrá nuevo orden sin acceso irrestricto.
2 . El programador es el escritor de nuestra era, o al menos esa parece ser una afirmación dentro de la laberíntica trinchera argumental de El recurso humano (Milena Caserola, 2014). La prosa del programador consigue lo que hasta entonces el marketing editorial había logrado con éxito dispar: modificar el mundo de los consumos económico-culturales, instalar lentes de interpretación aparentemente inabarcables delante de los ojos que la evolución sólo pudo diseñar analógicos. Los patrones de comportamiento resumidos en una única y finita hoja de código, capaz de definir por comprensión la digresión infinita de toda combinación genética relativa a lo homo sapiens sapiens (oh, idealismo alemán). Ya Michel Houllebecq abría el tercer milenio dedicando Las partículas elementales al ser humano, en vistas de su programada y benéfica extinción gracias a los avances científicos en materia del genoma. En un futuro no muy lejano, seremos algo estudiable como un gliptodonte o un alga marcada en la piedra a metros bajo la superficie terrestre. El código futuro se escribe de a poco, en teclados lejos de la luz del sol bajo el control de las corporaciones invisibles.
3 . A una de ellas o a todas responde el protagonista de El recurso humano. Sus conquistas amorosas y sus conquistas laborales son trazadas en un doble. De un lado el ¿diario? de un trío amoroso entre él, su pareja y el trabajo, representado por la seductora e inverosímil representante de las corporaciones que le encargan trabajos importantísimos sobre neuromarketing. Sorprende al desprevenido la idea de exponer el contenido del diario desde el final hacia atrás, comenzando por la última y derrotada entrada, en la que una se fue de la casa y la otra no responde luego de haber tomado el poder de su comportamiento –ahora sí, porque habría allí otra afirmación acerca del deseo, lo oculto que gobierna desde que conocemos la palabra Freud- a fuerza de noches de total entrega en departamentos con sábanas de satén negro y espejos en el techo. Mavrakis acierta en usar un dispositivo poco común en la literatura pero ampliamente extendido en la vida humana: recordar el amor empezando por el final, casi siempre amargo, seco y desolador. Sin embargo, este diario al revés se parece más al trabajo terapéutico de un robot demasiado humano que siente por primera vez algo parecido a la angustia.
4 . El otro lado de ese doble antes mencionado es el laboral. Llamativamente es el que muestra algún signo de humanidad en el narrador, alguien un poco más cercano al mundo que en apariencia nos rodea cuando levantamos la vista de la novela. El trabajo es el único que sí avanza, en un tono por momentos apocalíptico y por otros positivista, aunque la mayoría de las veces se trate de ambas cosas a la vez: «Padecían un fetichismo ya no por la mercancía, sino por la ceremonia del comercio. […] Este era el paso final. La meta definitiva. La formación originaria de una nueva generación de consumidores con la capacidad de convertir en acto la verbalización torpe pero profunda del “mamá comprame”.» El pavor por el dominio del consumo masivo que puede ejercerse, las afirmaciones desesperanzadoras para el republicano idealista medio, el definitivo final de la individualidad privada, en fin, nuestra era del control repasada en memorables párrafos sostienen la historia simple del tipo que se coge a otra mina que no es su mujer.
5 . En sí, quizás el argumento de El recurso humano sea propio de un cuarto cuento sobre el control, pero ampliado. Esa saga es una forma absolutamente nueva de relacionar la literatura y lo digital. Mavrakis, gran lector de sus contemporáneos, retoma el giro autobiográfico de la novela argentina –que respira con dificultad y muestra síntomas de necrosis- proponiendo otro locutor del presente y el futuro. Es probable que este programador semiangustiado, esclavo y anémico nunca exista, pero tampoco existe ninguna de las Redes Invisibles de Sebastián Robles, uno de los mejores libros que apareció en 2014. Ambos afirman con la resonancia propia de la certeza, aunque el método, el código que teclean sea distinto. Ambos merecen la lectura.
6 . El control y el poder se entrelazan indisociables pero cada tramo de cable por el que viajan nace por separado. Una novela sobre el verdadero poder tal vez nos explique sin marismas digitales por qué todavía, en la sociedad del control, seguimos hablando de la libertad.//∆z