La voz de Guillermo Beresñak surge desde el cercano oeste del Gran Buenos Aires, con un disco debut lleno de emoción que se hace un lugar entre las grandes obras del rock nacional

Por Victor Najmías

Los argentinos somos particulares individuos. Nosotros, inventores de una mitología propia y ensimismada, dueños de un universo que indefectiblemente gira alrededor nuestro y no al revés, somos aquellos que vivimos en constante pulseada cultural: el país donde todo se define por alteridad radical, tierra de la antinomia donde Boca no es nada sin River, donde Perón es beatificado y llevado a los infiernos más profundos por tipos que viven a dos casas de distancia. Tenemos la iglesia Maradoniana, pensamos que si Gardel no es argento es francés (“mirá si va a ser uruguayo, mirá”). Inventamos la birome, el colectivo y cómo dijo el pelado Cordera, hasta la amistad. Somos a partir del mito vivo y del recuerdo, creemos lo que queremos y tenemos nuestras propias máximas. Al fútbol no nos gana nadie (y no nos vengan a correr con Brasil porque “ese negro” debuto con un pibe y eso lo saben todos), las minas más lindas son las de Rosario y el mejor Rock de Latinoamérica es el que se hace acá, y sobre todo de General Paz para allá, para el Oeste, porque ahí es donde está el agite.

Precisamente desde allí, desde las costas imaginarias de la preciosa Castelar es de donde viene este muchacho, flaco, escuálido, con una pelambre bastante particular, que canta, que hace canciones, que es dueño de una pluma finísima y de melodías de esas que quedan para siempre. Hasta ahora, si no hubiera sido mencionado el dato del barrio preciso que lo cobijó para desarrollar su carrera musical  -desde aquellos primeros pasos con Antú en 2002 hasta hoy- la descripción podría ser fiel reflejo de varios exponentes de la primera línea de solistas de nuestro rock nacional más clásico.

¿Spinetta? No, no es. Aunque comparte esa bendición de los que fueron tocados con la varita, esos que nacieron y su destino fue marcado a fuego con un sello en la frente “Compositor”. ¿García? Tampoco es Charly, pero sin duda fueron ensamblados en la misma fábrica, comparten formación y gusto por la música mal llamada académica y a la hora de sentarse al piano el también. “… tiene manos de marfil y teclados de Taiwán…”. Aaahh, ¡es Fito! Y la respuesta vuelve a ser negativa, aunque los dos tengan por detrás un pasado compartido de futbolista que no fue, y esa no es la única coincidencia: ambos poseen el don de tocar la fibra más íntima en cada canción y son dueños de un humor y una empatía musical tan vasta y rica como amplia en sensaciones, capaces de sacarte una sonrisa andando en bici con el walkman una mañana de Sol y a la vez culpables de más de una lagrima que se escapa y uno disimula antes que se den cuenta el resto de los transeúntes que esperan el subte. Presos del reduccionismo las posibilidades apuntan todas hacia “El Cantante”, pero no es Calamaro, aunque más de una vez se lo vio por ahí cantando “Media Verónica”. Sin embargo hay algo que comparten,  y es el gusto por lo popular, lo cotidiano, desde la lírica este artista es capaz de tomar la imagen más simple, y transformarla en poesía del día a día.

El personaje en cuestión, no es otro que Guillermo Beresñak, quien acaba de editar Sin Moverse su primer disco en solitario publicado por EMI.

Para ilustrar mínimamente el tipo de artista que estamos abordando, no puede dejar de mencionarse que cuenta con una intensa trayectoria musical, desandando el camino de la independencia con varios proyectos como Antú, Yenifer  y su Auto Mágico o Burbujas Amarillas, en los que intervino como músico, compositor, cantante, vocero e ideólogo. Y en más de una oportunidad se pasó al otro lado oficiando de productor y siempre ha cosechado buenaventura: Coiffeur, Juanito El Cantor, El Chavez, Miss Bolivia por mencionar algunos de sus trabajos.

¿Qué es puntualmente lo que libera esta cadena de elogios hacia Beresñak?  Sus canciones. Clásicas, modernas, frescas, indestructibles, llenas de imágenes, lírica, poesía y climas, poderosas, capaces de emocionar. Están relacionadas profundamente con la raíz más clásica del rock argentino, casi de sangre azul, y a la vez son temas que miran hacia el futuro, buscando siempre un porvenir creado, generado y merecido por el autor. Temáticas clásicas son las abordadas en cada uno de los trece tracks que conforman este álbum, un trabajo integral y disfrutable de principio a fin.

Sintetizadores, viento de Mini Moog y un piano Rhodes avisan que se desata la tormenta, la canción que titula la placa abre el juego musical e interpretativo, campo en el que Guillermo se mueve con soltura y apenas pasado el minuto y medio de música la batería se desboca y la banda arrasa a paso firme conjugándose de manera perfecta con el cantautor.  En la campaña de prensa que acompañó el lanzamiento de la placa, Beresñak bromeaba sobre la instrumentación de la misma y sobre la puesta en escena en el vivo mencionando una supuesta “venganza de los tecladistas”. Sin duda, esta referencia era pensada y disparada a partir de canciones como “Melancolía”, donde paradójicamente el estribillo cuenta “…no me puedo dejar de mover…”.

En “Quiero saber”, el juego de voces masculino-femenino remite a la dupla Spinetta/Cosceri, y de ahí a la “Orilla”, que lejos de parecerse a la tranquilidad donde el agua llega hecha espuma, es más bien una catarata de verba poética cargada de belleza natural. “Como burbujas de jabón por el aire flotemos…”, es la recomendación de “Abrazáme”. Un pequeño paseo por la “Soledad”, y en el track donde el disco se parte en dos mitades iguales nos encontramos con la Calamariana “Hemos sido tan felices”. Calamariana desde la concepción bipolar poética de la misma: “…hemos sido tan felices que no te quiero volver a ver…”. Algo como “… no me mientas no me digas la verdad…”.

El disco empieza a tomar la recta final y nos encontramos con “Por los días del Sol”, una canción tan perfecta que no tiene sentido verter demasiadas palabras sobre ella. Así transitamos el pináculo del álbum con “Fluir”: si la música se pudiera agarrar, si se pudiera tocar, es la canción que más de un rockero pondría en una caja forrada con papel de regalo cubierto de mariposas y un moño violeta, y la dejaría en la puerta de la casa de esa chica que lo abandonó pero que uno todavía ama. Sin lugar ni tiempo para descansar o secarse las lágrimas se pega “Vuélvete”, y su estribillo obliga a pensar en sinónimos para la palabra Perfecto, y ese párrafo donde jugábamos a encontrar diferencias y coincidencias entre los cuatro más grandes del rock nacional y el novel Beresñak cobra cada vez más sentido.

Nacida en el jardín de los presentes del rock de la América de más al sur, “Vuelve a suceder” arranca negándose a sí misma y a este presente. “Nada de lo que sueñas va a pasar, deja ya de soñarlo…”. Por suerte el rock es tan rock que rompe con su propia profecía y se hace realidad un tema desgarrador, luminoso, mágico, donde Guillermo hace gala de todas sus dotes de cantante, de compositor, con la banda a tracción invisible, la interpretación cruda jugándose la vida,  y la canción que el más inspirado y rabioso Paéz le envidia a Beresñak. Y así desde la cima, el disco se va apagando como el Sol cuando baja en las tardes de domingo, lento y con su propia melodía. “La luz” y “Sonrisa de cristal”, las encargadas de cerrar esta obra.

Un disco, un artista y un futuro promisorio, sólido, con temas para identificarse y llevarlos encima, para disfrutar y quedarse tranquilo, con los ojos cerrados y los auriculares puestos, sin moverse. El rock argentino está a salvo.

VerMás desdeVídeos relacionadosComentariosCompartirSendFavoritoTwitterFacebook