“Quiero volver a los orígenes del cine, a la improvisación, eliminar esa Gestapo que es el guion, para que de cada plano crezca un pedazo de universo”, dijo alguna vez el director español Luis García Berlanga.

Por Matías Buonfrate

No hay introducción en Children of men. Sin placa con fondo negro que explique el contexto. Porque el contexto está vivo y es omnipresente.

Cada plano está construido para ser denso en sí mismo y añadir espesor al mundo de la diégesis. La cultura está en las personas, sus expresiones, su vestimenta, las paredes, los carteles, sus garabatos, las víctimas, los golpes, la ley y el orden. La película puede detenerse en cualquier momento y desde ahí observar los índices que construyen el verosímil. Es un desafío no dejarse llevar por la marea espesa.

Cada plano cuenta. Cada encuadre cuenta una pequeña historia que se enlaza con las demás. Uno de los más efímeros y en apariencia inútiles es el siguiente:

CoM

De camino al trabajo, Teo (Clive Owen) se detiene a comprar un café. En el local, una decena de clientes congelados se entera por televisión de la muerte de Diego Ricardo, último hombre nacido del vientre de una mujer. La persona más joven del mundo ha sido asesinada en Buenos Aires por un fan al que Diego no quiso darle un autógrafo.

Teo sale, café en mano, lo mezcla con un poco de alcohol que saca de una petaca y segundos después una explosión destruye la cafetería. Adentro los clientes todavía lamentaban el deceso prematuro de Baby Diego. Teo voltea para ver a una mujer sucia y ensordecida que se tambalea. Le falta su brazo izquierdo, lo sostiene con su mano derecha. Al llegar a la oficina Teo decide irse, y se asoma a la oficina de su jefe para inventar alguna excusa.

Ahí encontramos este plano de ocho segundos. El Sr. Griffiths sostiene una taza de café, se lleva algo pequeño a la boca. No hay comida en su escritorio, tal vez una pastilla. Envejece unos segundos más y se aproxima a su jubilación en un planeta que no ha visto nuevos humanos en dos décadas. Esa fracción de tiempo, esos ocho segundos, bastaría para que nacieran en el mundo actual treinta y dos bebés. El Sr. Griffiths solo se inquieta porque Teo Faron quiere irse a su casa con una excusa mediocre. Lo protege del exterior su oficina, un habitáculo de seis metros cuadrados con las paredes cubiertas de biblioratos y souvenirs de cricket. Tiene bolas y varios bates colgados de la pared, entre ellos uno pequeño que usa como pisapapeles. Los cuadros y un trofeo modesto sobre el escritorio parecen indicar un pasado como jugador. Tal vez una vida anterior en la India, donde el deporte solía ser popular y masivo.

Sus manos nos hablan de sus afectos. Anillo de matrimonio en el anular izquierdo. Bebe su té de una taza con la foto de su familia. En ella puede leerse “The Griffiths Family”, el extremo de la redundancia. Una foto de él, vestido con el mismo traje y corbata con los que va a la oficina, junto a su esposa y su hijo, fue estampada en la losa. Un regalo del día del padre.

Hace diecinueve años nació el último bebé de la especie. El Sr. Griffiths tenía entonces unos cuarenta años. Tenía un buen trabajo con posibilidades de ascenso. Tan bueno como puede llegar a ser un trabajo, una cuota aceptable de explotación bien paga acompañada de cierta previsibilidad. Tuvo un hijo: forjó una de las que considera la estructura basal de la sociedad. Luego dejaron de nacer nuevas personas. Durante toda la vida de Baby Diego el Sr. Griffiths eligió continuar. Levantarse, enfundarse en su traje, besar a su esposa, pensar qué haría su hijo, pasar el tiempo en la oficina, ver videos de cricket. Hasta los cincuenta tuvo una vida plena en sus propios términos. Luego todo fue un caos. No importa, el Sr. Griffiths lo hizo, cumplió con su deber.

El hombre que sostiene una taza con su propia cara, ¿qué piensa del Estado? ¿Lo interpela la violencia, el dolor, la muerte a su alrededor? Vivió siempre para la posteridad. Le quedan unos veinte años buenos de vida, tal vez no notó que nadie va a pagar su jubilación. El mundo detonó en esquirlas desesperadas: hay decenas de miles de refugiados enjaulados, sectas de arrepentidos que clavan sus rodillas en las veredas, utopistas que buscan un nuevo nacimiento en altamar, multimillonarios encerrados en una ciudadela derrochando lo que queda. Esas vidas astilladas, en ese contexto, parecen coherentes frente a la pasividad del Sr. Griffiths. Ante la ausencia de porvenir, él sostiene la rutina.  De cara al absurdo, elige la constancia maquinal que segrega lo inhumano. Pero frente a la falta de futuro la única demencia es sostener el capitalismo.

El gag es que nunca hay futuro, siempre estamos de cara al final. No hace falta una placa introductoria que nos explique el contexto terminal que nos rodea de forma constante. Pienso cuánto porvenir puedo prever y cuánto tengo del Sr. Griffiths. Es una hipótesis aberrada. Cuanto más preveo y planifico, encuentro más del Sr. Griffiths. Un ánimo a la constancia, a lo que sigue. Sin embargo, cuantas menos probabilidades de supervivencia siento, también aparece el Sr. Griffiths, que me sugiere ampararme en una oficina angosta llena de souvenirs. //∆z