Una visita a una fábrica abandonada y la historia de tres adolescentes de pueblo se cruzan en esta novela gráfica de la historietista e ilustradora mendocina.
Por Agustina del Vigo
Abrir El Pozo (Maten al Mensajero, 2017), de Lauri Fernández, es como abrir una ventana después de la lluvia: el paisaje brilla. Las ilustraciones de cada viñeta son una explosión de colores. El libro compila dos novelas que son, en realidad, la misma. La primera es la versión gráfica del texto que anida en la segunda parte del libro. Son varios puntos de vista para una sola historia: la premisa fundamental para contar lo que no puede ser contado.
Al comenzar la primera parte, la novela gráfica, se intuye que algo bueno va a pasar. Las primeras viñetas muestran colores vivos que delimitan siluetas y paisajes. Los tonos pasteles que transmiten calidez, luz y vida van ratificando las primeras sensaciones, y, al avanzar, el sol va menguando en la paleta del artista y las ilustraciones mimetizan sus colores al ritmo de la tragedia. Como le sucede a una de sus protagonistas, que comienza a tener visiones durante el sueño, al principio cuesta creer. Al final del arcoíris no aguardaba el oro sino un agujero negro. No parecía posible, y sin embargo la autora se las arregla para delinear un camino idílico hacia el horror.
La historia es la de tres adolescentes que viven en un pueblo. Cada cual tiene un rol determinado: el chico inteligente e impopular, la chica simpática pero no lo suficientemente linda, el chico al que todos respetan y aspiran ser y al que la chica más linda de la escuela también quiere.
Como en toda novela de iniciación, todo empieza con una primera vez, una visita a una fábrica abandonada que contiene una única fantasía: buscar el peligro y las emociones que nunca les ofrecerá la vida en el pueblo. En la novela gráfica los colores vivos y alegres contrastan con las miserias que sienten los personajes: la desilusión por no ser deseada, la envidia por quien es querido y admirado por todos, la soledad de una niña hostigada en el seno de una familia fragmentada. El pozo se transforma, así, en un agujero simbólico.
En la versión en prosa la autora limpia su paleta de colores y la llena de adjetivos y comparaciones. El resultado no es menos hermoso: “la mesita enclenque al lado del sofá”, “sus manos tensas como garras”, “el dios oscuro de la casa”. La poesía se encarga de describir los lugares y las cosas con la precisión con la que un sabueso busca una presa. Y Lauri Fernández da en el blanco. “Gaby brilla”, escribe refiriéndose a una de las protagonistas, y no hace falta ningún otro elemento para saber exactamente cómo se siente el personaje y qué sienten los demás al verlo. La novela se va construyendo así sobre párrafos pequeños, condensados y empoderados con imágenes visuales y sensoriales.
El Pozo habla de un problema que es individual pero colectivo a la vez. También del tiempo: los dos segundos fatales en los que todo puede cambiar. En la realidad, una circunstancia: un agujero en el suelo, escenario de la tragedia. Para los protagonistas se transformará en el motivo para huir, el abandono (y la incomprensión) de la responsabilidad. Podría leerse esta novela como una gran alegoría de “la huida”, esa que desata un mundo posible y pesadillesco que a todos, en algún momento, con más o menos gravedad, nos toca transitar. Los protagonistas de El Pozo huyen de los límites, del amor (para también escapar del dolor), del compromiso, de la mirada de los otros. De la propia mirada. Pero para eso primero tienen que tomar algunas decisiones, y el acto de elegir se transforma en una quimera, un monstruo imaginario con cola de dragón y vientre de cabra. Y, entre lo que sucede y el cómo se lidia con eso, está el deseo de no romper la rutina, el statu quo que arrastra y mantiene a flote como el río a los peces y a la mugre, las buenas formas que hay que mantener, aunque el precio sea alto y casi siempre personal. Gaby, una de las protagonistas, tiene un sueño luego de la tragedia, y el padre le pregunta:
-¿Soñaste algo feo?
Qué contestar, sin sonar absurda. (…) Contar que vino esa cosa a buscarla…
¿para seguir alimentando chistes sobre su pubertad, sobre su creatividad delirante, para
ser aún más incomprendida? La conciencia lo invade todo. El saberse incapaz de dar
una explicación razonable a los oídos adultos. Mientras huye de una mirada directa, Gabi
mueve el mentón, afirmando.
Ernesto puede advertir que hay un secreto. Que algo no cuadra en esa respuesta muda.
Que debería seguir indagando. Debería, si el reloj mañana no sonara a las seis (…)
Murmura un “buenas noches” y deja la luz del velador encendida. Aún así, siente la
punzada de culpa cuando cierra la puerta.
El pozo hunde a sus lectores en tragedias conocidas, universales, más o menos personales.
La angustia de ser niño o adolescente y no saber qué hacer con las emociones -en la mayoría de los casos y a esa edad, más sufridas que simplemente experimentadas-, ni cómo gestionar los vínculos sociales cuando estos dejan de ser solo los primarios. Mamá y papá también se vuelven extraños con el correr de los años, una idea que solo asoma en el horizonte luego de enfrentar un buen grado de angustia y derribar alguna que otra barrera personal. Sin embargo, no solo los jóvenes estarán por siempre perdidos: el mundo adulto no es tierra firme tampoco para los más grandes. La trama ofrece cimbronazos para todos. Nadie está a salvo del paso del tiempo pero sobre todo nadie está a salvo de nadie. El juez que blande su martillo invisible sobre ambos mundos por igual es único y pertenece a la misma raza. “El hombre, lobo del hombre” (dijo una vez Thomas Hobbes) parece ser el corolario de esta novela que, más allá de las letras o dibujos, aborda quizás el único gran tema que perpetúa la vida en sociedad: soy menos lo que pienso que lo que piensan los demás de mí.
En esta búsqueda de un arca menos perdida que impuesta vale todo siempre que se pueda, como hacía Indiana Jones, seguir recuperando el sombrero. Los adultos enseñarán a sus hijos lo que una vez les fue enseñado. Las astucias para continuar siendo parte de la comunidad implican saberes de los “bajos fondos”, que todos aplican pero de los que nadie habla. La mentira, la incriminación infundada, el silencio coartado (coartado- adj. Dicho de un esclavo: Que pactaba su rescate con su dueño), la vida y la muerte: todo pasará por el yugo de la opinión pública, como dicta el derecho consuetudinario, mucho más eficaz y visible en esas maquetas de ciudad que son los pueblos.
Lauri Fernández, en El Pozo, cuestiona la existencia de esos dos mundos que separan a los adultos y a los niños, en los que unos saben y están a salvo y otros no. “El alma puede sufrir tanto como el cuerpo”, dice uno de los personajes de la película Héctor, en busca de la felicidad (2014), del director británico Peter Chelsom. Aunque el principal agujero de esta novela es de tierra, a medida que se avanza en la lectura se descubre toda una constelación de agujeros negros unidos por la amistad, el amor, el miedo y por la necesidad (y la consecuencia) de vivir en un determinado tipo de sociedad. “Te equivocás, Susana, te equivocás en confiar en la gente”, le dice a su esposa el padre de Jeremías, otro de los adolescentes protagonistas en esta novela gráfica.
¿Será momento de cuestionar a Hobbes? En principio, Lauri Fernández nos invita a pasear por su galaxia de microtragedias, a asomar la nariz en la oscuridad que hay detrás de todas esas puertas entornadas. //∆z