En La valija de Benavídez el costado menos luminoso del arte plástico es el disparador para la pregunta eterna por los límites éticos de una obra.
Por Omar Sisterna
En la actualidad la idea de galería de arte está lejos de la búsqueda y promoción de artistas visuales como inversión. Basta con recorrer algunos barrios porteños para encontrar una abundante oferta de galerías medio pelo que, en lugar de promover, están pensadas para ganar plata como sea, o, al menos, para no perderla. En este circuito el artista tiene que pagar para exponer, y si hay ventas el galerista se queda con un porcentaje. La asimetría es clara: el galerista gana siempre en detrimento del artista. Esta mirada frívola y especuladora sobre el comercio en el arte está presente en la trama de La valija de Benavidez, el film de Laura Casabé que se estrenó a principios de 2017 y que está basado en el cuento “La pesada valija de Benavides” de Samanta Schweblin.
Se trata de la historia de Pablo Benavidez, un artista plástico que vive bajo la sombra de su padre, un reconocido artista ya fallecido. Una noche Pablo tiene una discusión intensa con su pareja y decide armar la valija y salir a buscar desesperadamente un refugio donde pasar la noche. Llega al consultorio que su psiquiatra – el Dr. Corrales, además coleccionista de arte -, tiene en una de las habitaciones de su mansión. Benavidez duerme allí, y al día siguiente Corrales se muestra interesado en retenerlo porque descubre lo que él, su paciente, trae en la valija.
En el interior de la mansión el clima comienza a enrarecerse. A lo largo de 80 minutos, en un thriller que transcurre en muy pocas locaciones y en una línea temporal relativamente corta, los toques de ciencia ficción ayudan a construir el escenario para que la casa devenga en un siniestro laboratorio de artistas que el psiquiatra, junto a su marchante, llevan adelante. La residencia alberga a artistas plásticos que, bajo un extraño tratamiento, son incentivados a producir obras de arte para la comercialización: un verdadero criadero de cerdos con aires cool.
Las escenas se suceden en una constante ironía que refleja ese mundillo de las exposiciones de arte repletas de pose y gente snob. Todo llega a su culminación en la última escena, la vernissage donde se presenta la obra que Benavidez esconde en su valija. El efecto sorpresa que se produce sobre el final es el gran acierto de Casabé, que, en una fusión entre comedia negra y elementos reales y fantásticos, deja entrever una posible reflexión sobre los límites del arte. El desenlace es aterrador, pero, lejos de ser juzgado, Benavidez obtiene su esperado reconocimiento como artista.
La problemática de lo ético en los límites del arte surge como debate frente a obras que ponen en jaque el valor de la vida misma. Basta con recordar a Kevin Carter, el fotógrafo que recibió el premio Pulitzer por su captura de un niño desnutrido que agonizaba ante la mirada de un buitre al acecho. Lo mismo ocurre con la muestra itinerante Human Bodies, la exhibición de cuerpos humanos conservados bajo una técnica científica que guarda similitud con obras como The Physical Impossibility of Death in the Mind of Someone Living, de Damien Hirst.
¿Hasta dónde puede considerarse que algo sea arte? A partir de Marcel Duchamp con su crítica a la institucionalidad y el fetichismo de las obras de arte tenemos, desde principios del siglo XX, un debate en constante actualización. Lo cierto es que en un clima de extrañeza, La valija de Benavidez abre interrogantes y permite que, una vez involucrada la apreciación en el arte, las respuestas que podamos esbozar queden encerradas en su propio laberinto. //∆z