Lisandro Alonso logra con Jauja cambiar el rumbo de su filmografía sin perder identidad, entregando el que quizás sea su mejor largometraje hasta la fecha.

Por Martín Escribano

Como ocurre con la primera frase de un buen cuento, el primer plano de Jauja atrapa. Un padre y su hija están sentados sobre el pasto. La imagen parece un cuadro pero está viva. Se los ve juntos: ella, de frente; él, de espaldas. Hay desacuerdo allí, ya desde el comienzo: la hija ve algo que el padre no y viceversa.

El diálogo inicial se da en danés porque tanto el capitán Dinesen (un fantástico, en más de un sentido, Viggo Mortensen) como la joven Ingeborg son extranjeros que han llegado al país para formar parte de un ejército de soldados. Si bien no hay referencias históricas precisas, parecen formar parte de aquella campaña conocida como la Conquista del Desierto. Los enemigos: una tribu indígena conocida como los “Cabeza de coco”.

La acción se pondrá en marcha cuando Ingeborg, la única mujer del campamento, se dé a la fuga con un soldado. Ella irá en busca de su jauja, aquella “tierra mitológica o paraíso terrenal” a la que hacen referencia los créditos iniciales y su padre irá tras ella, es decir, saldrá a buscar la suya. Claro que en los créditos se advierte que los aventureros probablemente se pierdan en el camino.

El que no ha perdido el rumbo, a pesar de apostar por la narración y el diálogo mucho más que en sus obras anteriores, es Lisandro Alonso. Si El ardor de Pablo Fendrik podía definirse como un western misionero, Jauja es, de a ratos, un western patagónico (¿un southern?). Lo cual es todo un suceso en la carrera de Alonso, centrada hasta aquí, más en el mostrar que en el narrar.

Su apuesta por construir un guión junto a Fabián Casas y por contar con un director de fotografía de la talla de Timo Salminen (conocido por trabajar con Aki Kaurismaki) le dio nuevos aires a su cine. Sus inquietudes, sin embargo, son las mismas. En ese sentido, Jauja encuentra su lugar en la filmografía del director de esa película inaugural que fue La libertad y es, al mismo tiempo, una rara avis.

El mérito es tanto suyo como de la primera figura internacional que protagoniza uno de sus films. Jauja no sería la misma sin la expresividad del montaraz Viggo Mortensen, sin su lenguaje corporal atravesado por la desesperación, sin su voz como testimonio de un extravío metafísico.

Como dijo Casas en la función de prensa, el de Alonso se caracteriza por ser un cine en estado de pregunta. Durante el último cuarto de la película, Alonso da un giro de timón que dejará perplejo al espectador y que obligará a hacer una relectura de todo lo ocurrido anteriormente hasta volver a esa primera escena inaugural.

Si es cierto que las grandes obras pueden leerse en clave de sueño, no es menos cierto que todo sueño demanda interpretación. A interpretar, entonces.//z

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