La banda platense tuvo, al fin, luego de veinte años de trayectoria, su consagración en el mítico estadio ubicado en Avenida Corrientes y Bouchard. Dos noches en la Luna para ratificar un presente que los coloca un escalón más arriba en cuanto a masividad y les presenta nuevos desafíos. Son más experimentales, más ajustados a la hora de tocar y menos desprolijos. Ya no son sólo el mascarón de proa de una generación de bandas indie. Crónica de una celebración del fuego autogestivo.
El Mató ya es un leitmotiv. Una marca registrada. La banda sonora de una generación. Un grafiti marcado a fuego en las mentes de cientos de jóvenes, y no tanto, que empezaron a ver bandas de rock luego de la tragedia de Cromañón en 2004. El llamado rock post cromañón que describe el periodista Nicolás Igarzábal en su libro Más o menos bien (Gourmet Musical).
Cultores de un sonido propio —una amalgama entre el noise, el college rock y el punk— el cual se fue enriqueciendo de múltiples capas en el último lustro luego de la salida de La Síntesis O´Konnor (2017) —disco grabado en los míticos estudios Sonic Ranch, en medio del desierto texano, que los catapultó a la masividad— este año alcanzaron una cumbre más. Luego de girar por todo el mundo, de participar en festivales multitudinarios, pegaron la última figurita en el álbum que les faltaba: tocar en el estadio Luna Park. Allí donde se rumoreaba que sus dueños anteriores, evangelistas, no querían que tocasen por el rechazo que les generaba su nombre que alude al homicidio de un integrante de las fuerzas de seguridad. Ante esto lo único que hizo El Mató fue reírse y seguir adelante. Seguir tocando, porque no tienen otro modo de concebir su música y su arte. La autogestión para ellos no es tan sólo un modo de hacer canciones sino un estilo de vida.
“De chico, por ejemplo, odiaba un montón de cosas del rock en general, no me sentía identificado para nada. En realidad, me sentía identificado con muy pocas cosas y era medio un outsider. Y ahora no, más allá de que nos seguimos sintiendo un poco outsiders de la gran masa”, le decía Santiago Motorizado a este medio hace seis años, ante la salida de La Síntesis O´Konnor (2017).
Hoy encuentran la masividad.
***
Es domingo. La última de las dos noches en la Luna de El Mató. En las afueras del Estadio, ya se respiraba clima recitalero. Se vendían remeras no oficiales de la banda a cinco mil, seis mil pesos. Mientras tanto, alrededor, algunas personas revolvían los tachos de basura y comían sobras de pizzas que encontraban. En un país con más de 100% de inflación interanual, con 40% de pobreza, la maquinaria de consumo y venta de recitales parece no detenerse ante nada ni nadie.
Cerca de las 21, las personas ya se agolpan en el interior del Estadio. Dos pantallas rodean el escenario principal en donde se ven los rostros pixelados de los músicos en blanco y negro. Un cartel informa: “Encontrá el merch oficial”. En las plateas, un barbudo come nachos. Otro, de buzo azúl adidas, lleva también una bandeja de nachos y una cerveza.
En una mirada panorámica, se puede ver como abunda la ropa oscura, deportiva, casual. No hay cantitos de previa de recital, no hay banderas ni pancartas. Ni un cartel. Pareciera como si la timidez intimista característica de la banda también se hubiera incorporado a su público o viceversa.
Banda y público, como suele pasar, fueron creciendo a la par.
El campo comienza a llenarse.
Suenan canciones que, tal vez, eligió la banda para musicalizar la antesala. Suena Janis Joplin, Frank Sinatra con “Fly me to the moon” y el tema que bailan John Travolta y Uma Thurman en Pulp Fiction.
Cultura pop por todas partes para esperar a una banda cuyo nombre surgió del diálogo mal traducido de una película.
***
El comienzo del show evidencia la fascinación analógica de la banda: lo primero que vemos es una lluvia en blanco y negro como la de aquellos televisores de tubo cuando no funcionaban. Luego, la banda despliega una lenta versión de “El magnetismo” aggiornada a estos tiempos, como todos sus clásicos, superponiendo nuevas capas de sintetizadores, teclas y percusión. Después, el track 1 de Super Terror (2023), su flamante disco que profundizó su viaje sonoro. El pogo se desata.
—”Muy buenas noches para todos y todas”, saluda Santiago Barrionuevo, voz y bajo de El Mató, el referente tímido de una generación cargada de nostalgia. “Oh, vamos El Mató”, devuelve el público y se rockeriza. Luego el pogo se quintuplica con “La noche eterna”, del disco anterior.
“Esta vez voy a hacer lo inesperado”, canta Santi en una voz desgarrada que recientemente se viralizó luego de cantar un cover de Cristian Castro en un ciclo de streaming. La piel se eriza. Las emociones están a flor de piel. La canción siempre es la misma: del under al mainstream pero bajo un mismo código.
Temas como “Las luces” ratifican que El Mató es algo más que una bola de ruido. Su sonido creció en los últimos tiempos a fuerza de experimentación dentro del estudio, horas de vuelo en festivales foráneos y la sumatoria de capas sonoras por medio de sintes, programaciones y percusión que los acercan, por momentos, al tecno pop, al synth pop y a la world music de los ochentas. De hecho esa es la década que aparece con mayor preponderancia en sus más recientes canciones como “Tantas Cosas Buenas”. Inclusive los temas de la primera época, la trilogía de los EPs, suenan más robustos, como “Amigo Piedra”. Hay más arreglos y cambios en la batería, bases y guitarras.
Así se lucen, como de costumbre, el dúo de guitarras Niño Elefante (Gustavo Monsalvo) y Pantro Puto (Manuel Sánchez Viamonte) junto con la batería machacante de Doctora Muerte (Willy Ruíz Díaz) junto con los teclados de Chatrán Chatrán (Agustín Spasoff).
“En la fiesta que te prometí”. “Hay una luz que arrasa con todo”. “Todo el mundo es más joven que yo”. “Se que es lo peor pero esta es la mejor versión de mi”. El Mató linkea con bandas como Los Redondos que tienen la capacidad de sintetizar en pocas palabras un mantra epocal, un síntoma o un sentimiento popular. Postales de un mundo muerto que no termina de renacer.
El cierre, con “Chica de oro” y “Mi próximo movimiento”, le da mecha a los últimos pogos furiosos que celebran los de la vieja guardia y deja afuera a algunos que se sumaron en los últimos tiempos con los discos más recientes. El Mató se encuentra en ese momento bisagra, donde se evidencia que el público se va renovando y se entremezclan edades, generaciones y recorridos.
La última canción, con su estribillo característico (“Ahora estoy encima de mi casa con un rifle”, canta todo el estadio a los gritos) quedó como una suerte de radiografía del 2001 y, al mismo tiempo, se resignifica para también funcionar como narrativa de un presente zombie.
***
A la salida del estadio, un joven camina feliz con una docena de empanadas bajo el brazo. Apura el paso. Usa auriculares gigantes, más grandes que su cara, parecidos a dos pequeñas hormas de queso Gouda. Relojea una persona que está durmiendo en el piso. Sigue caminando. Lo ignora. La caja se bambolea como el dilema de los argentinos, el dilema de hasta qué punto seguir con un consumo desenfrenado o, más bien, replegarse y pensar en cómo involucrarse un poco más para evitar el desastre.
Mientras tanto El Mató intenta dar algunas claves en sus canciones. //∆z