Una lectura del segundo libro de cuentos del escritor rionegrino, ganador del segundo premio de la Fundación El Libro 2018.
La oscuridad nos iguala, al final no somos más que sombras
(poesía de Horacio, del cuento “No más que sombras”)
Por Agustina del Vigo
El mar de los lobos no existe. Podría ser un nombre de la cartografía mundial, pero no lo es. Tampoco se conocen mares que no sean de agua, y esta siempre es salada. Un mar hecho de animales es terreno de la ciencia ficción.
Sin embargo, César Sodero imaginó uno en su segundo libro de cuentos, editado por Alto Pogo en 2019 y ganador del segundo lugar del Premio Literario Fundación El Libro 2018. Hombre originario de Sierra Grande, que además de escritor es guionista y cineasta (Emilia, su primer largometraje, se terminó de filmar este mismo año), tuvo que imaginarse el agua porque jamás la tuvo cerca. En este mar de tinta, historias de hombres y animales se mezclan ante encrucijadas vitales donde ambas especies a veces reman contra la misma corriente, y otras no.
Ya en Sierra Grande (Alto Pogo, 2016), su primer libro, premio del Fondo Nacional de las Artes 2014, el autor puso el foco en las pequeñas desgracias cotidianas, las que también muestran el animal que todos llevamos dentro. El mar de ese libro era la tierra yerma de la sierra. Su prosa entretejía frases breves y poderosas: gritos secos, magnificados por los laberintos que forman las piedras en las montañas.
El mar de los lobos es el hijo pródigo de esa tradición -de ese estilo de autor-, y de la especial tipología de los guiones de cine. Leer un libro de César Sodero es prepararse para rodar una película: recibir instrucciones precisas acerca de dónde y cómo mirar, poder comprenderlas con facilidad para reconstruir rápidamente imágenes de un mundo que no nos pertenece pero que en breve sentiremos propio. El lenguaje es vertiginoso (aunque a veces se rezaga en lapsus poéticos y hermosos): las acciones también. La vida no es más que una gran historia que contar.
“Qué historias nos montamos sobre la vida, qué vida nos montamos con las historias”, es el epígrafe de Philip Roth con el que se abre el libro. A partir de ahí, fantasía y realidad empiezan a fundir sus fronteras. La trinchera donde se explora este pasaje: el origen de la animalidad.
La soledad puede ser uno de sus orígenes, como afirma el padre Mario (en el cuento “Cordero de Dios”), misionero itinerante, a punto de entrar en un rancho al desamparo de Dios, que es también el terreno conquistado por la naturaleza:
“El padre Mario sabía que en esos parajes era fácil transformarse en un animal salvaje. Ya lo había visto. Esa era la razón íntima de los viajes. Tenía que lograr que esa gente no se sintiera sola, que Dios se hiciera presente en sus vidas.”
Ninguna de las estampitas que llevan el padre y sus discípulos podrá prepararlos para las almas feroces que encontrarán en ese rancho. Los enviados del Señor aprenden que los límites del hombre son claramente inferiores a los de Dios y a los de la naturaleza, como también constata Ricardo a bordo del buque pesquero Santa Ana que se bate por sobrevivir a la famosa tormenta perfecta (“Santa Ana”). Al desamparo de Dios y de la naturaleza, a la vida de Ricardo se le suma el del sistema económico: la necesidad de subir a un barco sin saber el oficio porque las cuentas deben pagarse aún si ya no hay dinero.
La naturaleza (así como Dios y la Economía) también castiga a quienes se atreven a indagar en sus misterios. Y en esta contienda, los hombres, desterrados en la ciudad hace siglos, siempre terminan compitiendo en cancha ajena, como constata Ricardo a minutos del desastre:
“¿Qué mirás?
Unos lobos…
Ricardo apoya las manos sobre una ventana y mira hacia afuera. Tarda unos segundo en ver, en medio del fragor y la exuberancia del mar, las aletas y los lomos amarronados de los lobos nadando por estribor.
Son muchos, dice.
Sí, son muchos.
Ricardo cruza la ventana que da a babor y también ve lobos. No tarda en darse cuenta de que los lobos los rodean.
¿Qué hacen?, dice Ricardo mirando a El Tordo.
Ni idea.”
Ese misterio, que aún comparten los animales con los elementos naturales, es quizás el precio que el hombre tuvo que pagar en nombre de la evolución, para crecer ya no al calor del fuego, sino al de los motores y las lámparas de tungsteno.
El mar de los lobos viene también a devolverle a los animales el merecido lugar que se ganaron a lo largo de la historia como opuestos-complementarios del hombre, aunque a veces su presencia sea solo la excusa para recordar un deseo olvidado. O para que salga a la luz la verdadera fuente del salvajismo -de la ya citada animalidad- que en general no viene de los que caminan en sus cuatro patas.
Hace tiempo que fuimos domesticados al fragor de un sistema económico que animaliza. Que día tras día, con la espuma en la boca, enfrenta a los hombres con los de su misma raza, como vienen a ilustrar las palabras feroces que Jorge dirige contra Finn, un joven extranjero que está de visita en su pueblo (“El sueco”):
“Pero no solo las empresas son las culpables de la debacle que se ve en el mundo. También los habitantes de esos países (…) Si pudieran nos pondrían en una jaula y nos llevarían como animales. Nosotros para ellos somos como monos, entendés, hombres de las cavernas.”
La vida de los hombres no es un espectáculo, menos un juego. La de los animales tampoco, como afirma Ortega -el dueño de Juan Domingo, el flamante gallo peronista- antes de dejarlo librar su última riña (“El sapo de bronce”).
Los cuentos de El mar de los lobos nos muestran la estrecha relación que con los años el hombre conserva con la naturaleza, tanto como su principal catarsis como su espejo. También sobre otras realidades posibles, en principio, a partir de su intrigante y hermoso título. Nos lleva a preguntarnos, como hacen los amantes sin encontrar su deseo en una pieza de hotel (“Lágrimas”) o una mujer que camina en la oscuridad de la playa buscando a su perra ciega (“No más que sombras”), cómo se conservan ciertos vínculos en la vida. Cómo enfrentar la realidad que nos toca, sabiendo que al final solo podremos ser a través de las decisiones que nos animemos a tomar.
“Uno siempre se termina encontrando con lo que había sido”, dice el narrador de “El sapo de bronce”. Si el hombre antes de ser hombre fue un animal, el mar antes del agua bien pudo haber sido un mar de lobos. //∆z