Francofonía, el último filme del director ruso Alexandre Sokurov, es un exquisito homenaje al icónico museo francés y a la cultura europea, pero también una sutil e irónica revisión sobre el espíritu bélico del Viejo Continente.

Por Agustín Argento

“Las olas del océano pegan tan fuerte como la historia”. Con esa frase, leída por el propio director de Fausto (2011), empieza este documental ficcionado que, a priori, parece ser una oda al Museo del Louvre, emplazado en el corazón de París sobre lo que fuera uno de los palacios reales y uno de los máximos emblemas de la cultura occidental. Sólo un artista del tamaño de Sokurov puede, en 87 minutos, recrear tres o cuatro mundos a la vez, que se emparentan y se alejan con completa naturalidad.

Así, el realizador se interna en las mil y una incursiones bélicas en las que Europa se embarcó para llenar sus salones con cuadros, esculturas, estatuas y monumentos que van desde la Antigua Babilonia hasta la Piedra Rosetta, y a las que se suman un sinfín de deidades romanas y griegas. El Louvre, de esta forma, pasa a ser tan solo un ejemplo de lo que son el British Museum y la National Gallery (Londres), el Museo del Prado (Madrid) o Die Museuminseln (Berlín).

Para ello, el realizador de la trilogía sobre Hitler (Moloch, de 1999), Lenin (Taurus, de 2000), e Hirohito (El Sol, de 2004) se hace eco, con el brillo propio de un genio, de la Francia ocupada por los nazis en 1940 y en la relación entre el director francés del museo por aquel entonces, Jacques Jaujard, y el interventor alemán, Franz Wolff-Metternich. Estos dos personajes son interpretados por Louis-Do de Lencquesaing y Benjamin Utzerah, respectivamente. Entre ambos funcionarios se crea una relación de confianza-desconfianza. El republicano Jaujard ve con malos ojos a su invasor, pero a medida que el tiempo avanza, se da cuenta de que Wolff-Metternich está más preocupado por salvaguardar el acervo cultural del Louvre que por seguir las órdenes de Berlín.

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Un oasis, se podría decir, en tiempos en los que la barbarie de la guerra se instalaba en las puertas de San Petersburgo, ciudad natal del realizador, quien, con imágenes y fotografías muestra con crudeza y pesar la muerte de los miles de rusos que perecieron por el sitio alemán, además de la destrucción del imponente Museo Hermitage, retratado con hermosura en aquella inolvidable película titulada El Arca Rusa (2002), grabada en una sola toma y acompañada por un hipnótico texto escrito, al igual que en Francofonía, por el propio Sokurov.

El dilema de la guerra y el egocentrismo europeo dicen presente a lo largo y ancho de este filme. El Louvre es recorrido por una reconocible figura de La República con el nombre de Mariane (Johanna Korthals Altes), quien repite ante el hartazgo “Libertad, Igualdad, Fraternidad” y hace un contrapunto con Napoleón (Vincent Nemeth). El Emperador fue uno de los máximos responsables de las invasiones para la captura de arte, llegando a robar el telón del teatro de la ciudad alemana de Bayreuth, construido para representar las obras de su ilustre habitante Richard Wagner.

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“Los europeos somos los únicos que retrataron sus rostros”, escribe con sorna el director, y hace un contrapunto con el alma rusa. Son siglos de escritores, historiadores y políticos que refutan aquel “somos rusos” de Sokurov. Pero, como si fuera una provocación, el realizador pone imágenes de Tolstoi y Chejov muertos, a quienes no puede “despertar de su profundo sueño”.

Francofonía es una obra de arte con tantos mensajes y vericuetos que merece más de una mirada. Es una película que está a la altura de un director censurado por los soviéticos y reconocido en el mundo entero. Su estética hace de este filme una pieza única y su texto es de una profundidad digna de unas imágenes que tienen un significado propio. Tal vez no sea el cine entretenimiento que se busca para un sábado a la noche, pero sin dudas se trata de una obra que llena los ojos, los oídos y, como si fuera poco, la mente y la memoria.//∆z