Pajaritos, bravos muchachitos es el cuarto disco de estudio del Indio Solari y también es otra excusa más para hablar de aquello que nos quema: la pasión más grande del mundo.

Por Ángeles Benedetti

I

Muchos dicen que cuanto más conocen a la gente, más quieren a su perro. Yo digo que cuanta más música conozco, más me gustan los Redondos.

Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota, la banda que tuvo un nombre largo mucho tiempo antes de que eso –también- se pusiera de moda, llegó a mi vida como un tesoro a los once años. Corría 1998 cuando un primo de mi mamá me regaló Cordero atado (1993) y tuvieron que pasar varios meses más para que, con la discografía en mano y grabada por mi padrino melómano, descubriera que existía un Lobo suelto. Será por eso que, aun hoy, después de haber escuchado de ida y de vuelta todos los discos de los Redondos, el sonido de “¡Es hora de levantarse, querido! (¿dormiste bien?)” me estremece como si me recorriera por dentro, toda, por donde me pasa la sangre y otras cosas que no queremos saber. Además, en “Perdiendo el tiempo” el Indio canta mi nombre, y eso es un privilegio que no muchos tenemos: “Ángeles, yo ya no puedo partir…” Y yo tampoco puedo, Indio.

En abril de 2000 usaba una campera azul que me identificaba como egresada y mi papá iba a River a ver a mi banda preferida. Quizás para justificarse por no llevarme a pesar de mi insistencia insoportable me prestó un libro biográfico que jamás le devolví en el que escriben Horacio González, Enrique Symns y Carlos Polimeni, entre otros, y que el Indio recomienda no leer. Entre sus páginas, pude corroborar que lo que él decía que pasaba en los shows de los Redondos era verdad, supe que a Bulacio lo mató la policía, y leí la palabra “concha” escrita e impresa en papel. En un recital, a una chica le habían tocado la “concha”.

Ese mismo año salió Momo Sampler (2000) y así, por primera vez, compré un disco original de los Redondos y no cualquiera: el del escapulario artesanal numerado, el último, mi preferido. Después de Momo Sampler nada volvió a ser igual, yo había encontrado el sonido que más me gustaba, estaba fascinada con ese arte dark, inconfundible, de Rocambole y los Redondos se separarían al cabo de unos pocos meses.

A los trece, empecé primer año del secundario con la mochila de Oktubre, que me costó 13 pesos en el único local “jipi” que aun hoy resiste en la Gran Galería Devoto, y ese otoño en un campamento en Córdoba me enamoré del primer músico de mi vida, un baterista al que escuché tocar “El pibe de los astilleros” desde adentro de la ducha. Con él, los siguientes meses de amor platónico e inocente, los pasamos hablando sobre los Redondos, lo que uno sabía, lo que el otro no, lo que construimos con palabras: el tesoro, ahora, era compartido.

El final es sabido: en noviembre de 2001 Skay y Poli anunciaron la separación y nosotros, desamparados, “allí, y para siempre, aprendimos que ciertos fuegos no se encienden frotando dos palitos”, pero tampoco se apagan. Nunca.

II

Como un ex novio dolido, Skay rehizo su vida rápido y presentó en 2002 A través del Mar de los Sargazos. El Indio, en cambio, nos hizo esperar más pero sin dudas valió la pena: El tesoro de los inocentes (2004) es un disco único y revelador, en el que Solari termina de surcar el camino iniciado en Luzbelito (1996), acentuado en Último bondi a Finisterre (2008) y marcado para siempre en esa joya muchas veces olvidada que es Momo Sampler. Quizás varios lo dejen de lado porque el final es demasiado triste como para considerarlo parte de la historia, ¿no?
Al Tesoro le siguieron Porco Rex (2007) y El perfume de la tempestad (2010), y por mi parte cumplí la fantasía de escuchar las canciones de los Redondos en vivo primero en Tandil, después en La Plata, otra vez en Tandil, después en Junín… conocí lugares, viajé con distintas personas, compartí el infierno con todos; me di cuenta que el infierno es de todos. Es que el infierno de las canciones del Indio cobija la realidad de los que viven en quintas de Parque Leloir, a los de Villa Urquiza y a los de la 1-11-14; lo hizo suficientemente cómodo para que quepamos todos y ahí nos quemamos en un ardor agradable, cantando en el único idioma que conocemos, ese que llevamos lo más cerca posible del corazón.

El 11 de diciembre de 2013 cumplí 26 años y salió a la venta Pajaritos, bravos muchachitos, el cuarto disco de estudio del Indio con los Fundamentalistas del Aire Acondicionado. Al igual que la música y las letras, las ilustraciones que completan la obra fueron hechas por El Fisgón Ciego, el seudónimo que Solari se adueñó esta vez, como anteriormente hizo con Caballo Loco, Monsieur Sandoz y Artista Invitado. Los Fundamentalistas no son los Redondos, pero son una de las mejores banda del país para ver en vivo, con el “sonido pornográfico” de Baltasar Comotto demoliendo hipódromos y autódromos a su paso.

En Pajaritos, bravos muchachitos pareciera que el Indio se anima a hablar de amor de otra manera, más franca, sin tantas metáforas ricoteras; como lo hacen los adultos (“deseando, al final, hacer la revolución con una canción de amor”). Solari también sabe que lo mejor hay que dejarlo para el final, por eso, en La pajarita pechiblanca, el tema que cierra el disco,la música fue compuesta e interpretada por los ex-Redondos Sergio Dawi, Daniel “Semilla” Bucciarelli y Walter Sidotti ¿La gran ausente? La guitarra, por supuesto, ya que ni Skay ni nadie la toca para esta pajarita.

Usé miles de letras y todo esto es en vano. Muchos hemos tratado de poner en palabras lo que esta música significa para los hombres y las mujeres que nacimos de este lado del mundo redondo y de ricota, pero nunca alcanza. Es que para ese gran igualador sociocultural que son los Redondos, quizás haya que acudir a la sabiduría popular y reconocer que, al fin y al cabo, “es un sentimiento, no se explica, se lleva bien adentro”.

[youtube]Ihttp://www.youtube.com/watch?v=2W3KxzK4crc[/youtube]