Las calles de los suburbios estaban inundadas de crack y de armas de alto calibre. Los narcotraficantes financistas del Contra en América Latina eran cómplices del gobierno de los Estados Unidos. Los Ángeles no tardó en convertirse en el centro gravitacional de la cultura hip hop. De la mano de Ice-T y de N.W.A, el gangsta rap pasaría a ser el fusil con el que las comunidades negra y latina se enfrentarían a uno de los ataques más atroces de la historia.  

Por Rodrigo López

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El ascenso de la Costa Oeste, el barrio como centro del universo y el fin de la ilusión

Las fiestas en la calle habían regresado bajo una atmósfera ilegal y peligrosa. Mientras los ascendentes y jóvenes Ice Cube y Dr. Dre no creían en las pandillas como solución viable, los suburbios estaban plagados de artillería de alto calibre y toneladas de crack, cortesía de los financistas del Contra y del gobierno de Reagan. Los homicidios entre miembros de pandillas aumentaban sin parar y la decadencia urbana se establecía como la temática de “Boyz N’ Da Hood”, primer single solista de Eazy-E. Ese fue el embrión de N.W.A, banda conformada por los muy talentosos DJ Yella, Arabian Prince, Eazy-E, Ice Cube y Dr. Dre. El Gangsta Rap fue el producto de décadas de abandono en las que el racismo, las constantes recesiones y la inaccesibilidad a los servicios públicos básicos convirtieron al delito y al tráfico de droga en la única posibilidad de ascenso económico y social para miles de jóvenes. La cotidianeidad de South Central era un espejo del West Bronx de los años ’70. Se imponía la sabiduría callejera: de ahí en más, el hip hop se alejaría de la complejidad discursiva para abrazar la ideología en su forma más pura y generar todos los disturbios que fuesen necesarios para visibilizar una situación imposible. El primer disco de N.W.A, Straight Outta Compton (1988), se ajustó a estos principios con un ritmo brutal y amenazante. Representó a millones de personas recortadas del país por el Partido Republicano y corrió el eje del hip hop de lo global a lo local, poniéndole a Compton su propia voz y terminología. Todo ello al mismo tiempo que la nueva administración nacional, la del supuestamente más progresista Biil Clinton, descentralizaba el gasto público para dejar sin recursos ni salida a los que menos tenían.

Millones de dólares iban directo de las arcas del Estado a la masiva financiación de acuerdos extrajudiciales. Cada uno de ellos creados por la persecución y detención ilícita de más de 1500 jóvenes afroamericanos y latinos por día luego del asesinato de Karen Toshima en pleno Westwood Village. Ese hecho aislado, relacionado con una rencilla personal entre miembros de pandillas, fue  muy importante para entender la respuesta por parte del sistema: por primera vez, la violencia del suburbio se hacía presente en los barrios más acomodados. Fue razón suficiente para realizar operativos militares a gran escala y dar aún más libertades de represión a la policía. En ese clima, la venganza parecía ser el paso siguiente. Entre tanta locura y muerte, lo que no le faltaba al FBI era previsibilidad: N.W.A quedó marcada por ese himno llamado “Fuck Tha Police”. Había generado aún más sensaciones ambivalentes dentro del progresismo que se debatía entre el repudio al machismo y la homofobia y el elogio hacia su crudeza narrativa y sus ansias de rebelión. Como siempre, había un error en la lectura: ellos eran todo eso junto, eran la realidad de la calle. Eran los intermediarios entre el mainstream y lo marginal, los representantes de la comunidad negra con todas sus contradicciones, los que decían sin miedo ni tapujos lo que todos querían silenciar.

Necesarios pero humanos a fin de cuentas. El límite de lo material no tardó en hacer estragos y dividir a N.W.A mientras estaban en la cresta de la ola. Ese proceso doloroso llevó a Ice Cube a mudarse a la Costa Este y a abrazarse con la Nación del Islam. Su debut solista, Amerikkka’s Most Wanted, es la expresión más ambiciosa hasta el día de la fecha del innovador “nacionalismo gangsta”. Cube atacó sin piedad a la idea de la limosna vendida como progreso y al progreso solamente visto desde la ventana en la lejanía. Casi como una profecía auto-cumplida, poco tiempo después llegarían la brutal golpiza por parte de un contingente de la Policía de Los Ángeles a Rodney King y el uso político de la grieta entre las comunidades negra y coreana en South Central. Estos dos elementos le permitieron al ex N.W.A redoblar la apuesta con la brutalidad elemental de Death Certificate y terminar con una ráfaga mortal de AK-47 con la era de los derechos civiles. Las balas fueron “It Takes” como baile de la muerte y “Us” como reproche a la indolencia y el materialismo de los propios.

Los pedidos de boicot no tardaron en llegar: censura explícita y sobredosis de moralina por parte de los exterminadores de siempre. Pero detrás de todo ese ruido, el millón de unidades pre-vendidas expresaba algo más profundo: ser gangsta era ser duro porque la vida es ni más ni menos que un campo de batalla. Y había que criticar a las generaciones pasadas porque la actualidad mostraba que no se había ganado nada. Como hijo de una generación en la que la educación de grado era vista como una utopía, Ice Cube encarnaba a la perfección el miedo histórico de una comunidad de ser erradicada de la faz de la tierra. A su favor, hasta el más neutral podía ver que los intentos no habían sido pocos. Mientras los medios y dirigentes culpaban a Rodney King por el solo hecho de haber sido víctima de la brutalidad policíaca, en los barrios bajos de Los Ángeles aumentaban las redadas violentas, los asesinatos raciales y las detenciones ilegales. Todo quedaba preparado para la explosión definitiva luego de las muertes de Latasha Harlins y Henry Peco.

El reloj corría sin parar. La absolución de los pocos oficiales acusados por atacar a Rodney King aceleró la tregua de pandillas y direccionó todos los reclamos hacia el pedido de justicia social.  Quedaba claro: los jóvenes marginados de la ciudad de las estrellas ya no le tenían miedo a la muerte para cobrarse la vida de algún uniformado. La situación extremadamente tensa tenía al Jefe de la Policía, el casi retirado Derryl Gates, asistiendo a un evento de la Heritage Foundation, una organización supremacista que buscaba recaudar fondos para el Partido Republicano mientras las calles lentamente empezaban a prenderse fuego, guiadas por el hipnotismo apocalíptico y guerrillero de “Fuck Tha Police”.

En tan solo doce horas, las dimensiones de la catástrofe se hicieron imposibles tanto de medir como de controlar. Nuevamente, los saqueos eran redistributivos y la violencia era un acto de venganza contra tanta injusticia. Y, en uno de los giros pan posmodernistas más interesantes de la historia contemporánea, los estereotipos clásicos de los medios y la policía fallaron más que groseramente: millones de televidentes descubrieron gracias a la transmisión en directo de los saqueos que los suburbios de Los Ángeles eran el hogar de cientos de miles de inmigrantes latinos. Los ocupantes aún más invisibilizados de otra urbe construida a medida de las elites blancas. Todos ellos con una representación clara en Cypress Hill, uno de los primeros conjuntos latinos de hip hop, que con su álbum debut homónimo había (también) anticipado todo lo que estaba por venir. Desde lo profundo de South Gate, Sen Dog, Mellow Man Ace, DJ Muggs y B-Real pusieron bajo los grandes focos la dura realidad del latino en los Estados Unidos. Llevaron El Barrio al mainstream y sentaron las bases para un nuevo mundo. ¿Cómo no caer rendido ante el realismo salvaje de “How Could I Just Kill A Man”? El spanglish como afirmación de identidad, el orgullo latino como resistencia, el inevitable sometimiento al empleo precario (si es que lo había) para sobrevivir, la paranoia constante y la certeza de que la tecnología estaba en manos de los hombres de azul solo para empujar a toda la comunidad hacia el abismo.

Las deportaciones por ser latino y pobre se pusieron en marcha. Estos otros hijos de la furia y el fuego quedaron en la mira de una administración que ya había convertido a Los Ángeles en zona de guerra. Los tanques acechaban cada uno de los accesos, los servicios básicos estaban cortados para los suburbios y el Presidente George Bush echaba más nafta al fuego: envió al FBI, a las S.W.A.T y a la Policía Fronteriza escudándose en la siempre conveniente comparación con la imagen (lavada por ellos mismos) del movimiento de los derechos civiles de los años ’60. La repentina y lógica unidad entre las comunidades negra y surcoreana tomó muy mal parado al G.O.P y la Heritage Foundation pidió que se terminase con todos los servicios públicos. Pero, nuevamente, la realidad estaba allí para no ser ignorada: la Great Society había desaparecido hacía décadas de la mano de Nixon, Reagan y Bush. De sus restos reemergió la cultura underground, la de los nuevos “incendios del progreso” para llevar los planteos de las calles a las altas esferas del poder.

La propuesta estatal de los Bloods y de los Crips, surgida de los debates en la plaza pública, era muy seria: realizar fuertes inversiones en la infraestructura de los barrios marginales, construir fábricas para que haya trabajo en reemplazo de los planes sociales, mejorar el sistema de iluminación, otorgar préstamos accesibles para que la comunidad cree negocios que la impulsen y repartir en las escuelas libros y programas de aprendizaje renovados. El Presidente, como era de esperarse, hizo oídos sordos y ojos ciegos. La propuesta oficial fueron los superficiales “Mil Puntos de Luz”, es decir, más neoliberalismo extremo acompañado por una campaña para sabotear la tregua pandillera con operaciones de desinformación caracterizadas por el clasismo y el racismo. El acoso fascista a los promotores de la paz y los intentos de generar disturbios en las fiestas barriales llevaron al arresto de un mediador vital como DeWayne Holmes, acusado falsamente de robar diez dólares de una tienda. La respuesta generacional hacia el poder fue la paz absoluta, algo que acompañaba a las estadísticas: el delito juvenil estaba en sus cifras más bajas desde tiempos inmemoriales. Pero como es costumbre en la tierra de la injusticia, a la humanidad se la ataca con inhumanidad: la discusión por la aplicación de la pena de muerte a los trece años se hizo nacional y la “Ley STEP” penó la sola pertenencia a cualquier pandilla con diez años de prisión y generó una dudosa base de datos en la que la mayoría de los listados eran negros.

El premio por aplicar esta ley mutiladora y por decretar un toque de queda que ayudase a limpiar las calles de toda minoría eran millones de dólares por parte del Estado. Por solo hablar de un caso, en Chicago se produjeron casi 50.000 arrestos sin cargo alguno de jóvenes negros y latinos, que en su mayoría terminarían siendo liberados luego de una estadía terrofífica en la comisaría. La inversión comenzó a ir únicamente hacia el obsoleto sistema penitenciario con el apoyo del gobierno de Bill Clinton y los ataques se concentraron una vez más en el hip hop. Los planetas chocaron por enésima vez cuando se publicó “Cop Killer” de la banda de hardcore hip hop y metalcore Body Count, liderada por Ice-T. La N.R.A y casi todos los departamentos de policía a nivel nacional pidieron un boicot a una canción que no hacía más que describir la brutalidad policial en contra de los negros y los latinos, así como expresar la furia por parte de ambas comunidades frente a la injusticia. No hay apología del delito si se describe la realidad, una olla de presión que Amnistía Internacional destapó cuando aterrizó en Los Ángeles y descubrió flagrantes violaciones a los Derechos Humanos en la policía local y estatal. El pedido de reforma policíaca se hizo masivo y “Cop Killer” fue usada por el gobierno como chivo expiatorio, como anti-cuerpo, para salvar un sistema podrido que se sostenía todo lo que describía y encarnaba la letra.

Del proceso de desinversión en la cultura negra liderado por Time Warner, a quienes Ice-T abandonó denunciando que solamente usaban a los negros para lucrar con su control y lavado, a la “Million Man March” liderada por Louis Farrakah, no hay demasiada distancia. Si bien esta movilización fue histórica en cuanto a convocatoria y a que se basó solamente en el orgullo de ser negro, no encontraría agentes del cambio en el poder blanco como sí lo había hecho la marcha de 1963. Con lo único que se encontraron todos sus asistentes fue con edificios vacíos de contenido y con una esencia tan retrógrada como racista. De esta fuerte semilla que planteaba un cambio personal ante un estado que no hacía más que ignorar y reprimir, emergieron dos preguntas: ¿Qué significaba verdaderamente pertenecer a la cultura hip hop? ¿Cómo lograr salir vivos de la encrucijada entre lo comercial y lo representativo? En ese cruce tan importante entre militancia y mercado nos encontramos con la vibrante, festiva y política escena de la Costa Oeste de comienzos de los años ’90. Con The Chronic de Dr. Dre y Doggystyle de Snoop Dogg como emblemas de una era en la que la identidad de consumo masivo se identificó como nunca con la cultura negra suburbana.

Este reduccionismo llevó a que MTV le abra las puertas a la Black Culture en un intento de cooptación demasiado evidente: si lo que importaba era ser gangsta y cool, la escena de la Costa Oeste con Death Row a la cabeza era lo que debía ser difundido. Es cierto que Dre y Snoop eran cool, eso es parte de su naturaleza y atractivo. Pero su cruce entre el hardcore hip hop, el G-Funk y el pop más clásico no tapaban que sus letras, tal como lo habían hecho las de N.W.A en su momento, pintaban un cuadro desolador de la cara más pobre y conflictiva de Los Ángeles. Los máximos exponentes del cinturón soleado configuraron la estética post-gangsta y también se expusieron a una persecución en la que se buscó atomizar y liquidar al movimiento político y social post-1992 de la mano del empaquetamiento en la categoría “URBANO”. Donde The Chronic y Doggystyle  hablaban de la dicotomía de guerra entre el barrio marginal y los suburbios, la calle y la tecnología y el primer contra el cuarto mundo, la industria liderada por los mismos de siempre veía un producto lavable y descartable. El éxito comercial del rap hizo que muchas cejas se levantasen dentro de la comunidad, pues era evidente que esta nueva y falsa libertad tras las revueltas se adaptaba por completo a la cultura blanca. Sin ir más lejos, la construcción retórica de lo “URBANO” se basaba en lo peor de la limosna integracionista y en la desigualdad estructural del segregacionismo.

Como una línea dorada paralela, emergía la figura de Tupac Shakur. Tupac nunca renegó del estilo más festivo y playero del G-Funk, pero a través de su compleja y desgarradora lírica consiguió desnudar todas las falacias intencionales de un sistema en el que las oportunidades no existían para los negros. Tupac dejó en claro que había vida más allá de esa zanahoria llamada “conquista del mercado”. Nadie mejor para colocarse en el centro del ring que un hijo de la generación revolucionaria para, en un solo movimiento, combatir el fetiche de la “cultura urbana” e intentar convencer a su propia comunidad de que la posibilidad de un futuro mejor no estaba en el retorno a la guerra de pandillas.

Los asesinatos de Tupac Shakur y The Notorious B.I.G fueron el pico más absurdo y doloroso de una era en la que la cooptación y la ambición volvían a tomar poco a poco el timón de la cultura hip hop. Las peleas entre bandos y artistas se multiplicaron al punto de replicar el estereotipo del gangster salvaje. El sinuoso y traicionero Sean “Diddy” Combs, cabeza de Bad Boy Records y enemigo jurado de Tupac, quedó muy convenientemente entronizado (su relación con su muerte es innegable). Fue el nuevo referente de un movimiento que se amoldaba a gusto de una industria blanca. La somnoliente y apestosa era del “Bling-Bling” iniciaba un nuevo siglo en el que la idea de un Nuevo Orden Mundial se instalaba a fuerza de balas y en el que los ideales y militancia pantera pregonados por Tupac quedaban aplastados por un futuro en el que la claustrofobia, el terror doméstico y la inquietud por la propia supervivencia se convertirían en elementos clave. Pero a pesar de todo, la cultura siempre se mantenía a flote: al ritmo del hip hop más alternativo y radical, encarnado en la oscuridad y dureza de Goodie Mob, OutKast, Wu-Tang Clan y Mobb Deep, se empezaban a divisar las nuevas adicciones que se expandían como plaga, el ascenso imparable de los Black-Ops en el Tercer Mundo, la conformidad social motorizada por la Internet, los implantes como posibilidad de control panóptico y los renovados campos de concentración globales.

 

 

Las teorías conspirativas se dispararon de forma incontrolable, aunque detrás de todas las habituales exageraciones de este tipo de enunciados, resonaban las sabias y duras palabras de CeeLo Green: “Somos el enemigo, si no nos preparamos, va a ser una masacre”. Tampoco había que sorprenderse, ya que hablamos de una continuidad de más de tres décadas: la ley marcial ya existía en los guetos, el crack se había desperdigado por cada uno de sus rincones y la guerra contra la juventud era uno de los primeros hechos globalizados del “nuevo mundo”. La colonización de la cultura era un hecho que destrozó la pluralidad de voces y las posibilidades reales al son de la “Telecommunications Act”. Dentro de un panorama tan complejo y confuso, el Neo-Soul fue una de las mejores noticias para la comunidad, pues le permitió a las artistas negras, con la brillante y aguerrida Lauryn Hill al comando, recuperar ese lugar central que habían conseguido dos décadas atrás en la era MTV. Lo utilizaron para disparar contra el machismo y el racismo desde un lugar muy diferente y en directo conflicto con el discurso tradicionalista tanto negro como blanco. La traición era un hecho y la cultura hip hop estaba otra vez en peligro de extinción, pero la respuesta a este desafío no iba a ser la imaginada por quienes ya se jactaban de un golpe de knock-out irreversible.//∆z