Camila Fabbri en su nuevo libro retrata las esquirlas que dejó la tragedia de Cromañón.

Por Ariel Duarte

El día que apagaron la luz, de Camila Fabbri, es un libro que rápidamente se lo puede catalogar como esos que se “devoran” en un par de horas pero que dejan “sabor a poco”. Los libros que se “devoran” pero de los cuales se “esperaba más” constituyen casi un género en sí mismos. Dejan la duda de si gustaron mucho, sólo engancharon o si eran simplemente livianos.

En el caso de la autora de Los accidentes (2015), su tono narrativo tiene la capacidad de condensar en poco espacio y con dominancia, lo minucioso, lo recóndito. Detalles que parecen superficiales, ignotos, estériles, pero que sirven para achatar la brecha con el lector. Es una prosa habilidosa en acercar, generar confinidad, una voz que toca, siente, acompaña, escucha y que se construye sobre retazos de una imparcialidad impoluta para bajar la guardia y después herir, herir y poner de frente el horror y lo trágico con ese mismo prisma magnético con el que se venía mirando. Entre risas, complicidad, y amistad, Fabbri incrusta esquirlas de pánico de manera cotidiana entre metáforas y elementos fantásticos. Contar lo cotidiano para transformarlo en sórdido. Bajar la guardia y conectar el cross.

En un registro coral y ecléctico que fluctúa entre la crónica, la ficción y el relato testimonial, lejos del recorte periodístico y de la investigación que aporta datos duros, la también dramaturga y actriz, se para en un lugar donde pone en práctica el proceso de escritura como un proceso cognitivo determinado por la memoria de largo plazo enlazada por un dolor colectivo.

Por un lado, aparecen entre los tópicos que rodean al libro, el retrato generacional con todos los guiños a esa época: el fotolog, la rebeldía, los rituales, los lugares de pertenencia, las tribus, la identidad, el vagabundeo, la autoridad, el nickname, el culto a la esquina y, por supuesto, el rock chabón.

Particularmente todo el folclore que pregonó el rock chabón se presenta de forma meticulosa en los pasajes del libro, pregnado en esos jóvenes y en particular en esa joven Fabbri que era rolinga y tenía quince años. El rock chabón tomaba como epicentro de sus sentimientos y su ethos el barrio, la patria pequeña de la infancia y la juventud y su paisaje transformado por la pobreza, la desocupación, la delincuencia y el tráfico de drogas, todas las novedades de la década de los noventa. Podía cantar casi idílicamente al barrio montándose en la misma trama de esquinas, gregarismos barriales, cervezas y porros. Es este el catalizador de El día que apagaron la luz , el lugar donde se para la escritora para dar rienda al relato.

Es preciso destacar otro rasgo del rock chabón que también se cuela mucho en la novela vinculado al fútbol y resuena como un factor determinante. Si el rock chabón se acercaba al fútbol debido a las prácticas de sus seguidores, y si define sus temáticas a partir de la escucha selectiva de estos, es porque otra de las características de sus características es que la actividad del público es tan o más importante que la que ofrecen las bandas. El protagonismo es dividido y desplazado por la aparición de un nuevo actor en el espectáculo: el “aguante”, retratado con pinceladas elegantes por Fabbri. Rasgo que de la misma manera lo hacen las hinchadas de fútbol en relación con su equipo. Siguen a las bandas en sus viajes y en los festivales locales, presentando banderas, bengalas, vestimentas y coros en una contra escena que crea un piso mínimo de público y fervor para la actuación del conjunto que está en el escenario.

Fabbri entrevistó a viejos amigos y amigas que estuvieron la noche del 30 de Diciembre en Cromañón. La voz de la autora se corre y entran los testimonios para trazar un entramado coral que converge siempre en el mismo vértice común: el recuerdo sucio, fragmentario. Una fotografía incompleta, defectuosa, escasa, sin nitidez de lo que pasó esa noche. Esa ingenuidad se transforma en protagonista y acapara cada testimonio de los sobrevivientes: ser jóvenes y no entender qué era lo que estaba pasando, contra qué estaban luchando cuando decidían ir a un recital de rock porque un chico o chica de quince años nunca pensaría en la muerte. A partir de ese momento, empezaron a pensarla. Crecer de un tirón, arrancarse de raíz, colisionar con ese giro insospechado, perder la credulidad.

Más allá del retrato generacional con todos sus tópicos y condimentos, El día que apagaron la luz resulta atractiva, interesante y devorable porque es funcional en darle un marco de perspectiva y “después” a todos esos años en los que esos jóvenes crecieron viviendo junto al peligro, con la luz apagada.//∆z