La poesía del escritor francés -traducida y publicada por Editorial Anagrama- dispara una serie de interpretaciones sobre la vida y muerte de lo amoroso en nuestra era, donde lo instituido ha volado por los aires y nadie parece entender que se hace con los escombros.
Por Denis Fernández
“¿Y si el cínico, el pesimista, el gran desapegado fuera en el fondo un sentimental?” Esta pregunta, formulada hace años por Alan Pauls en una nota en Radar, postuló la idea de que en la obra de Michel Houellebecq la indiferencia (el vacío, la nada) es “la forma más adecuada a una civilización que –salvo las sardinas en lata– ya no concibe nada de larga duración”. Continuando con esta premisa, surge otra pregunta: ¿hay que estar preparado emocionalmente y liberado de todo preconcepto sobre el amor para profundizar la obra literaria de Houellebecq? El escepticismo que este autor francés profundiza en sus libros –no sólo en su poesía, sino también en sus novelas y ensayos– suele generar un estado de pesadumbre hipnótica en la conciencia del lector. Las partículas elementales, Ampliación del campo de batalla, Sobrevivir o El sentido de la lucha, ponen en cuestión a la soledad como un fin inextricable. Pero si nos despegamos de esa subjetividad, ¿también se puede asimilar a través de un sentido de pertenencia opuesta? Esto es: la necesidad de escapar de ese abismo oscuro.
¿Cómo transformamos la imposibilidad del amor si lo que prevalece en la sociedad es la unión pasajera y volátil, tanto espiritual como carnal? ¿Cómo vivir sin amor, si todo está traspasado por la necesidad de recibirlo? Houellebecq nos pone en relieve el sustrato de amor austero, de parálisis emocional ante las influencias que recibimos del entorno. No es al mundo moderno a quien le habla Houellebecq (denostado como pornógrafo, misógino y racista), sino que le escribe a un mundo antiguo, que ya no existe, al que las palabras y el tiempo le sobraron. Le habla a un mundo de posguerra lastimado, traumado, que se encuentra en un proceso de eliminación de sus tormentos y acepta un nuevo estamento social. Un autor clásico que deviene en una multiplicidad de relatos uniformes y homogéneos, que compara las ruinas de ese mundo antiguo con el establecimiento de un nuevo universo –sarcástico– de amor libre, sin compromiso con el otro.
Es en su poesía donde queda en evidencia su temor a las relaciones, consolidado durante sus experiencias de amor libre. Y así lo manifiesta en el poema Una vida de nada: “Yo no serví jamás a nada ni a nadie; / lástima. Vives mal cuando es para ti mismo”. El poema continúa marcando no sólo su desencanto por las relaciones amorosas, sino que además pronuncia un escenario aún más doloroso: la aceptación de residir en la soledad más absoluta. “Te sientes desgraciado, y sin embargo, importante / Te mueves vagamente, como un bicho minúsculo / Ya apenas eres nada, pero, ¡Qué mal lo pasas!”. El amor como imprudencia. El amor como un estado de alienación donde la inmortalidad se destroza con un golpe certero. Quizás esta exageración de la fatalidad sea solamente su manera de seducir al mundo. Seductores y no seductores. Estos últimos, los que se conforman con nadar en las profundidades, donde las conexiones son un juego sin piedad, donde destrozar el vínculo es parte del amor. El amor como método de destrucción. El amor como simbiosis entre mentes perturbadas. El miedo a pertenecer a los no queridos.
Volvamos, entonces: ¿cómo vivir sin amor si todo lo que vemos está traspasado por la necesidad de recibirlo? Houellebecq lo retrata de la siguiente manera, con su estética apocalíptica y desechable, en el poema El amor, el amor: “He ahí, pensaba yo, el rostro del amor, / el auténtico rostro. / Algunos son seductores, y seducirán siempre, / y el resto sobrevive.” ¿Qué hacen los que sobreviven? Se lamentan. Se escudan en un exilio auto-impuesto al amor. Acá el punto deforme en la poética de Houellebecq: sobrevivir sin buscar el remedio para la soledad. En sus poemas, en sus novelas, el amor es la enfermedad que confunde el destino del hombre: vivir sin amar es encontrar en uno mismo la respuesta para este caos. Pero esa resignación consiste en aislarse y producir un tratado escéptico y racional, la frustración por no sentirse querido. La destrucción como forma de relacionarse. El post-capitalismo como bandera de las emociones rotas. La lejanía y la abstracción humana como prototipo de vínculo.
El reflejo con la literatura de Houellebecq puede ser avasallador. Como recopilador de símbolos, el lector se sumerge en cada estrofa con un determinado padecimiento. Pero, al mismo tiempo, sabiendo que el universo que plantea es destructivo, nuestro proceso de comprensión también puede determinar si nos separamos de ese dolor o lo asimilamos. La realidad del que se somete a la lectura es subjetiva. De manera que ese espejo, si logramos identificarlo como ajeno, puede convertirse en ruina. Hay una intención redundante en la obra de Houellebecq: abrirle los ojos a la humanidad y decirle que el amor no existe, que la resignación y la soledad son nuestras formas modernas para enfrentarnos al destino. El eros y el destino como oasis inalcanzables.
Doblegarse en la grieta
Hay una película francesa que pone en cuestión estas nuevas formas de amor, corridas del ideal común, y revaloriza esta nostalgia del amor duradero: Mon Roi, estrenada en el año 2015, protagonizada por Vincent Cassel y Emmanuelle Bercot. Un drama que cuenta la historia de un amor deforme y destructivo, estereotipo de la década que corre. Un amor que juega al desencanto, imponiendo el poder de una persona sobre otra. En Mon Roi, el personaje que interpreta Cassel manipula con promesas a una mujer hasta hundirla en la más oscura depresión. Un personaje que entra y sale de su vida sin piedad, dejando a su merced la reciprocidad del vínculo, con las oscilaciones de un electrocardiograma vivo como símbolo de este tipo de parejas dañinas. ¿Cuál es el resultado? Tal como plantea Houellebecq: corazones que, tras sufrir una decepción amorosa, se repliegan en sí mismos, solitarios e invencibles, y soportan la soledad –involuntaria– impuesta por ese tipo de lazo. Acá reaparece la idea del autor francés: el amor como un estado insuficiente para sobrevivir.
En esta nueva era de la comunicación global, las relaciones personales cambiaron el modo de pertenencia, cobraron nuevas formas. La cercanía directa entre las personas, la cantidad de flujo sexual que flota en el aire, y la facilidad de acceder a un caudal de información desconsiderado hizo que el matrimonio haya evolucionado conforme a la evolución de la noción de amor y pacto social. Hoy, la pareja puede funcionar como un espacio donde la manipulación y las contradicciones destruyen todo. Justamente, es esa antigua concepción del amor lo que trajo esa destrucción con sus metódicos lineamientos sobre fidelidad, lealtad y sinceramiento, sentó, quizás de manera equivocada, las bases de lo que hoy comprendemos como “amor”. En otras palabras: el sopor del dolor. Si incorporamos las ideas de este autor a nuestro prontuario de relaciones, ¿quién, o qué, rompió la idea antigua de los lazos duraderos? No fue la modernidad, sino que la evolución –esta globalización tecnológica, muchas veces radioactiva– deschavó la verdadera intención de las personas, ser de todos y nunca de sí mismos. La idea de la apertura a conocer gente constantemente, tan compleja como erotizante, rompió los cánones impuestos de la reproducción; convirtió a las personas en síndromes desalmados. Y estas manifestaciones terminaron por desfragmentar la realidad y mostrar cada una de sus partes. ¿Por qué el mundo antiguo es quién tiene la culpa? Porque censuró, sin que nadie se diera cuenta, la posibilidad de ser de uno mismo. Puso por encima de todo orden moral el respeto por el vínculo amoroso. Reservó para unos pocos el acto natural de no reproducirse. Fomentó la responsabilidad sobre la familia y sobre las parejas para mantenerlos a todos unidos. Pero resultó todo lo contrario: terminamos rendidos frente a la necesidad de escaparnos de lo que más nos duele. El amor salvaje perdió su identidad para someternos a un estado analgésico en el que el sexo deformado es prioridad –Tinder mediante- por encima de los lazos reales.
En el final del poema El amor, el amor, Houellebecq resuelve su abatimiento: “No teman amigos, su pérdida es mínima: / el amor no existe en ninguna parte. / Sólo es una broma cruel de la que ustedes son víctimas, / Una jugada de experto”. Así, el retorno a un estado de soledad, por encima del matrimonio, de la pareja, de la familia como conductora social, seduce a la humanidad no sólo por el abanico de posibilidades que ofrece para estrechar lazos efímeros sin compromiso, sino también por el espacio de nostalgia que genera. Nostalgia por ese amor ideal, duradero, del que sabemos no formamos parte. “No existe ni el destino ni la fidelidad, / sólo cuerpos que se atraen / sin sentir ningún apego ni, desde luego, piedad, / uno juega, y después destroza”. Es una realidad: vivimos involucrándonos con entusiasmo desconociendo que todo puede terminarse muy pronto, que lo empezado, así como nació, puede morir sin preámbulos. Houellebecq asegura que “el amor no existe en ninguna parte”. ¿Será que, tal como dijo Alan Pauls, el cínico, el pesimista, el gran desapegado, es en el fondo un sentimental? ¿Habrá sufrido Houellebecq por amor? ¿Su escepticismo será consecuencia de una ruptura que afectó su permeabilidad sentimental? Toda posibilidad puede ser si se contempla al amor desde una estrecha butaca en un cine porno donde dos jubilados cascados miran una película sin argumento.//∆z