En una nueva columna, la escritora uruguaya analiza El agente topo. La película chilena dirigida por Maite Alberdi nominada a mejor largometraje documental en nueva entrega de los Oscars.
Por Carolina Bello
No sabemos qué hacer con la paradoja del futuro que son los viejos. Siempre inútil y tierna; arrugada y sabia.
Son los viejos, o adultos mayores, si preferimos el eufemismo, quienes nos recuerdan que con buena o mala suerte, seremos así. Eso es lo que nos promete el después.
La piel que cuelga mansa como el estar de un elefante, la memoria como un paredón acribillado. Lentitud, olores, sondas, sillas de rueda ocupando el lugar de los huesos. El final de la vida, el último tramo, nos devuelve a la escenografía de la indefensión primaria, pero ahora en cuerpos que no pueden correr, ni esconderse.
Dentro de las lógicas del uso, las personas también tienen vida útil. Cuando se apagan, cuando dejan de funcionar, las guardan en los depósitos que las sociedades contemporáneas tienen previstos para almacenar a los seres vivientes que ya no sirven.
Aquello que Foucault llamaba formas de reclusión duras y blandas: el hospital psiquiátrico, el centro de rehabilitación, la casa de salud -también llamada hogar de ancianos, en su acepción más dulce; y residencial, en su significante más ambiguo-.
De las películas que abordaron el universo anciano, siempre me han llamado más la atención aquellas que además se ocupan de un parásito degenerativo: la pérdida de memoria o el Alzheimer. Será porque en las personas mayores con esa afección, cristaliza un futuro que se empieza a comer a sí mismo: pues no es posible pensarse sin memoria y no es posible construir al otro sin ella.
“Pusimos al abuelo en una casa de salud” es una expresión naturalizada. Nos autoconcedemos la potestad de poner a una persona y convertirla, desde ese momento y para siempre, en una cosa que todavía respira y se almacena.
El futuro viejo
De todo esto y de la soledad del mundo viejo, se ocupa con una honestidad a ultranza, la película chilena El agente topo, dirigida por Maite Alberdi, que competirá en los Oscar por el premio a mejor largometraje documental.
Contratapa del DVD antes de seguir: una empresa de detectives hace un casting de viejos para infiltrar a uno en una casa de salud. Su misión, a pedido de la clienta del servicio, es informar y constatar qué tan bien tratan a su madre internada dentro de la institución.
Lejos de signar al argumento con un tono solemne, o de direccionar con flechas luminosas la decodificación moral que debería hacerse, la película apuesta por una narración que, homenajeando a la cámara temblorosa del documental, no necesita agregar adimentos estilísticos, ni paratextos. Esa realidad que construye, es lo suficientemente poderosa en su precariedad.
Una precariedad que muestra el detrás de escena que la humanidad se ha reservado para la visita mensual (eventualmente): a los viejos y viejas que han sido alojados por sus familias en casas de salud y abandonados a la suerte de funcionarios y funcionarias que ejercen el rol de cuidarlos sin cariño filial, ni recuerdos.
Excepto los del protagonista, jamás aparecerán en la película los sujetos omitidos: las familias. Personajes evocados que pocas veces llaman y nunca se hacen presente en el lugar.
Las escenas, en las que a veces la cámara se permite mostrar a los técnicos que estarían filmando un documental dentro de la ficción, son frescos sepia, tiernos y desolados, de aquello que la película quiere contar: cómo se inventa la soledad en el futuro viejo.
Esa simulación de documental opera mucho más allá del guiño de comicidad que supone ver a los técnicos sosteniendo micrófonos mientras transcurre una escena que se nos plantea como ficción: es la forma que elige la película para darle aquella popular, aunque imposible, noción de realidad que toda pieza del género propone.
Como toda obra de arte, más allá del goce estético que la película plantea sin olvidarse jamás del cine, cumple una función modeladora y, por ello mismo, rupturista: su pequeña representación de viejos y viejas chilenos conviviendo aislados, es el todo de una sociedad moderna que funciona con la lógica del otro oculto que existe y, por ello, molesta en la conciencia.
Las personas mayores en esta representación, son esos personajes entrañables, frágiles y reprochables, parte de un engranaje moderno y depredador que los ha dejado de necesitar. No campea, ni en la película ni en los tiempos modernos, el lugar privilegiado del viejo como referente sabio que hay que cuidar a ultranza, como sí en otros tramos de la historia del mundo.
Sin embargo, dentro del microclima de esa casa de salud, es el infiltrado -un hombre sano, elegante, ágil y astuto- quien opera como el elegido. Un Neo geríatrico que se filtra en un sistema del que puede dar testimonio, pero a su vez formar parte.
Ante él van apareciendo los personajes que, por más breve que sean sus intervenciones, es tan solvente el guion y las actuaciones sin actuar de las ancianas con las que interactúa, que la historia se construye sola, sin bastones.
Con la modestia cinematográfica de América Latina, y con la grandeza de una tradición narrativa consolidada, la película plantea el abandono, la soledad, el anhelo por el cariño negado de las familia, la conciencia de la decrepitud; la resignación de conformarse con haber vivido y haber sido olvidados, pero, sobre todo, la solitaria solidaridad de quienes se saben parte de la misma escena degradada.
Mientras miraba a Sergio Charmy, este infiltrado de 87 años recorrer los pasillos de la casa de salud, me acordaba de Daniel Blake, aquel anciano británico que luchaba frente a una burocratización tecnológica que lo dejó afuera de las mismas obligaciones que el Estado le imponía cumplir. Me acordaba del hijo de la novia, del viejo de Nebraska subido al último camión; de la pareja paralizada de Amour en un apartamento de París; de los viejos en el bingo de Better Call Saul levantando sus fichas al cielo, con la ilusión de los cohetes.
Mientras miraba El Agente Topo, pensaba también en cada vez que paso por la puerta de una casa de salud y veo alguno prendido a la ventana como única posibilidad de movimiento. Yo siempre los saludo al pasar y mientras me alejo, los ojos se me quedan ahí, clavados en la magra noción del presente, en la esquiva idea del futuro.//∆z