En El absoluto –editada por Literatura Random House– se condensan seis generaciones de una familia enloquecida y genial que torció el rumbo del universo. Napoleón, Lenin, Rasputín y Madame Blavatsky se dan cita en las páginas de esta novela desbordada.
Por Juan Alberto Crasci
El absoluto es una pieza atípica dentro de la narrativa argentina contemporánea. Con aproximadamente seiscientas páginas –entre novelas que a cuentagotas superan las ciento cincuenta– y una apuesta narrativa a priori arriesgada que combina historia, política, misticismo, filosofía, música y ciencia, la novela se la juega por completo por asombrar, mientras Guebel, libro tras libro, se encarga de crear una obra personal y a la vez universal, alejada de las corrientes de moda de la literatura.
La narración de las vidas de seis generaciones de genios –Frantisek Deliuskin, Andrei Deliuskin, Esaú Deliuskin, Alexander Scriabin, Sebastián Deliuskin y la voz narradora– que con sus actos torcieron el rumbo del Universo puede funcionar como un breve resumen de la novela. Cabe aclarar que en esta familia se reúnen las mentes más brillantes de los últimos doscientos años del planeta, y está compuesta por aventureros, músicos experimentales, revolucionarios e inventores de máquinas del tiempo. Pero la narración queda presa de la tensión existente entre ficción e Historia dentro de los márgenes de la obra. La Historia –con mayúsculas– se vuelve justificación de la novela dejando poco espacio para el –paradójicamente– enorme vuelo ficcional existente en las casi 600 páginas del libro. Parece contradictorio, pero la Historia asfixia a la ficción, que se articula, como un mecanismo de relojería, en cada uno de los apartados de la novela. El desfile de personajes históricos funciona como un constante y machacante efecto de realidad que viene a dar testimonio de lo importante que fueron estos familiares para la historia del planeta y el desarrollo de la humanidad, de la cultura y las ciencias. Napoleón. Lenin. Ignacio de Loyola. Champollion. Madame Blavatsky. Bedmaev. Rasputín. Bell. Edison. Beethoven. Lizst. Scriabin –compositor ruso que se torna pieza fundamental de la historia y de la Historia–. Y más. Todos ellos recorren las páginas de este absoluto revelando la erudición del autor y, en gran medida, justificando la existencia y la importancia de esta genial familia, a la que estas grandes figuras de la historia terminan debiéndoles sus propios éxitos o fracasos, ya sea de manera consciente o inconsciente, por relación directa entre ellos o por una serie de confusiones o casualidades.
Son muchas las enumeraciones de países, ciudades profesiones, gremios, elementos, alimentos y baratijas que se van sucediendo página tras página. Y también los registros lingüísticos varían y se acumulan. El más fino pensamiento, las más sutiles exposiciones filosóficas o técnicas –los saberes expuestos varían sin fisuras de la física cuántica a la teología o teoría musical– se topan de repente con expresiones coloquiales como ‘Se quemaba las pestañas’ o ‘Cada muerte de obispo’. Guebel domina excepcionalmente el lenguaje y hace gala de todo su conocimiento en esta novela barroca y enciclopédica, que le llevó más de diez años terminar.
La tesis más interesante e incómoda de la obra sea quizás la que se presenta en cada uno de sus apartados y que corre como un río paralelo al desfile de excentricidades y exotismos con los que Guebel se siente cómodo y maneja a la perfección. Hablamos de la incompatibilidad existente entre el amor y el ‘genio’. Las almas desmesuradas, con apetitos colosales, difícilmente puedan controlar al amor, que continuamente se escapa de sus órbitas, ya sea por la impericia en ese campo, por los avatares del destino, o por un corrimiento de las pasiones hacia el estudio y la investigación, los temas que verdaderamente mantienen enfocados a estos genios. Y así el amor, en su ausencia, contribuye aún más a la enajenación del genio y a la resolución –o no– de sus planteos e incógnitas. El propio Napoleón lo expresa de gran manera en la novela, durante su expedición a Egipto: la fuga del amor y la necesidad de recuperarlo requiere de acciones grandilocuentes y desesperadas. Sin importar la resolución de esas acciones.
Si bien el libro cuenta con momentos muy altos –la extracción de esqueletos de mamuts congelados en los lagos rusos o las teorías musicales desprendidas de la experimentación sexual colectiva de Frantisek, el primero en el linaje de genios– la totalidad no resplandece como varias de sus partes. No por ello El absoluto deja de ser una obra sólida, granítica, monumental. Es una maquinaria perfectamente encastrada que repone y organiza innumerables saberes. Se yergue delante de nosotros como lo que pretende ser desde el título: una absoluta y definitiva suma del todo. ¿Un Aleph, quizás?//∆z