A 45 años de la grabación del Álbum Blanco, impresiones de un fan sobre el significado del mítico disco doble de los Beatles.

Por Santiago Farrell

No me acuerdo de cuándo escuché por primera vez el Álbum Blanco. Ni alrededor de qué año, ni con quién, ni en qué circunstancias. Es una curiosa excepción entre los grandes discos de mi adolescencia; sin ir más lejos, tengo grabado en la mente el comedor de mi casa cuando empezó a sonar el latido de The Dark Side of the Moon en los auriculares. Pero del disco doble de los Beatles, nada. Apenas un clásico de aquellos años: las importantísimas afirmaciones de carácter realista mágico que hacía mi viejo sobre los discos de su juventud y que me llevaban a buscarlos, con las que descubrí incontable cantidad de álbumes. En el caso de The Beatles, por ejemplo, él decía que era enteramente acústico, que había muchos temas que eran sólo voz y una criolla. Algo de razón tenía, pero la cosa no se agotaba ahí.

Sí tengo bien presente qué me causó. En aquella primera escucha, pasaban cosas muy extrañas para lo que yo entendía como un disco de los Beatles. Sonaba claustrofóbico, como surgido de meses de encierro sin abrir ni una ventana. Sonaba ciclotímico, pasaba de temas de amor a malhumores resacosos, tristeza y aventuras de personajes como si nada. Sonaba desordenado, salpicando orquestas, vientos, ruidos ambiente, guitarras con esa distorsión tan única, fragmentos de otros discos y clavicordios por todas partes sin mucho criterio. Y por sobre todas las cosas, algo que nunca creía que iba a pasar: me parecía demasiado largo. Se suponía que 93 minutos de los Beatles fuesen algo así como que te den una dosis doble de tu serie, comida o película favorita mientras te pagan en dólares por consumirla, y sin embargo, al terminar de escucharlo pensé que había que podar por lo menos (¡por lo menos!) la mitad del segundo disco.

El tiempo terminó de acomodar esa percepción, pero lo cierto es que lo primero que salta al oído del Álbum Blanco es la destrucción de los Beatles como banda. Y vaya acto de implosión. Hasta entonces, habían constituido una unidad monolítica tanto en lo visual como en lo sonoro. En parte se debe al extraordinario trabajo de Brian Epstein y de George Martin, pero sobre todo a que actuaban como grupo, componían juntos, todos contribuían algo. Acá no sólo toca apenas un Beatle en unos cuantos temas, sino que incluso en otras pistas con algo más que voz y acústica se advierte que los otros no tuvieron nada que ver (algo especialmente marcado en los temas de Paul McCartney, como “Mother Nature’s Son” o “Rocky Raccoon”). El disco revierte una fórmula fundamental de los Beatles: las canciones ahora son de uno de los Beatles por sobre su condición de producto de la banda. Lo corrobora gráficamente la foto de los cuatro en el vinilo. No hay uniformes, peinados similares o sonrisas a tono, sólo cuatro jóvenes (cuesta creer que tuvieran menos de treinta años) y sus personalidades. Y como estas siempre fueron bien distintas, sin esfuerzos de aglutinación o autoedición salen temas en galaxias sonoras totalmente diferentes, que deben ser analizadas por separado.

Es un caos, pero uno hermoso y genial, porque aún en el peor momento de su relación (¡hicieron enojar a Ringo!) seguían siendo tres extraordinarios compositores (y Ringo, claro) y abundan las joyas. McCartney propone alegría contra viento y marea y prueba de todo: acústico intimista en “Blackbird”, swing de 1920 en “Honey Pie”, protometal en “Helter Skelter” y doo wop paródico en “Back to the USSR”. Las creaciones de John Lennon se estructuran más alrededor de su actitud: flashea en “Happiness Is A Warm Gun”, recuerda amorosamente en “Julia”, se cansa en “I’m So Tired” y teoriza en “Revolution 1”. Es en The Beatles donde vislumbramos claramente por primera vez hacia dónde apuntarán ambos en sus carreras solistas. En cuanto a George Harrison, queda claro que el papel de segundón empezaba a hartarlo, aunque su producción es un tanto irregular. No caben dudas de que “While My Guitar Gently Weeps” es uno de los mayores clásicos de la banda y uno de sus mejores temas, pero está claramente unos cuantos escalones arriba del pulso rockero con vientos de “Savoy Truffle” y de esa agradable mezcla de espiritismo con romance de “Long, Long, Long”. El desnivel es más evidente en “Piggies”, uno de tantos experimentos de los que el disco está repleto, que ejemplifican las palabras del propio Harrison: «había demasiado ego en la banda» para sacarlos.

El Álbum Blanco es, entonces, una colección de temas, unos cuantos geniales, muchos muy buenos, algunos más o menos, un par indigeribles. Sin embargo, curiosamente, su legado más importante es más bien extramusical. Ya habían salido discos dobles en la época merced a la capacidad limitada de los vinilos, pero The Beatles es el álbum doble, el disco que moldeó dos arquetipos del rock: el disco doble excesivo y brillante y el LP homónimo que muestra a sus compositores «íntimamente» y/o en crisis. Son formatos que se entrelazan de múltiples formas. Abundan los ejemplos; piénsese en Physical Graffiti, Exile On Main Street (disco de los vecinos) o Mellon Collie and the Infinite Sadness,sólo por limitarnos a LP dobles.

Es un discurso articulado en gran parte desde The Beatles. Está la parafernalia de la celebridad, Lennon riéndose de la mitología Beatle en “Glass Onion” («la morsa era Paul») y fustigando al Maharishi Yogi (¡el viaje espiritual, otro cliché del rock!) en “Sexy Sadie”. Está el no-me-importa-nada-lo-grabo-así –porque-me-pinta de “Wild Honey Pie” y “Yer Blues”, están las ínfulas de pretensión artística superior en “Revolution 9”, están los ejercicios de género y están los pasajes crípticos y sonidos bizarros para que los fans más aguerridos se rompan la cabeza interpretándolos de mil maneras (pregúntenle a Charles Manson). Y sobre todo, están los diamantes en bruto que sobresalen del barro, temas y más temas geniales sin pulir porque estaban ocupados odiándose o muy locos o no tenían ganas, pero que así como están siguen siendo maravillosos a 45 años de su grabación. De ese compilado de canciones sueltas, paradójicamente, emerge un discurso estructurado cuyas huellas siguen bien marcadas en buena parte de la música actual. No sería así si semejante quilombo no hubiese sido creado por unos compositores talentosísimos.

Poco después de la primera escucha, me interesé por el siguiente disco, que tenía un tema llamado “Something”, donde según mi papá Paul hace todo el solo de guitarra de George en el bajo como la base de la primera estrofa. Data totalmente inchequeable, pero esa es otra historia. En lo que a The Beatles respecta, no hay mejor prueba del genio de los muchachos de Liverpool. Después de todo, ¿Quién podría sacar tanta agua de las piedras? Otra tentación para afirmar que lo inventaron todo. Salud, Álbum Blanco.//z

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