Adriana Hidalgo editó una antología de narrativa china actual, compilada por Miguel Ángel Petrecca, que cuenta la transformación de una sociedad milenaria con una cadencia desconocida para los occidentales.

Por Luján Tilli

Ni un cross a la mandíbula ni sabor a poco: el nuevo material de AH es un golpe silencioso que el cuerpo absorbe con paciencia y gusto. Después de Mao, es una compilación de cuentos de autores chinos contemporáneos por Miguel Ángel Petrecca (Argentina, 1979), quién vivió y conoció desde adentro no sólo la literatura sino la cultura del gigante de Asia.

Lo rural y lo urbano, las familias tradicionales y las nuevas formas de “hacer familia”, la vuelta a la universidad y el lugar de los libros en los márgenes de las ciudades se abrazan en una tensión irrevocable e infinita y dan a luz una narrativa que sin explosiones muestra la contundencia de la literatura china actual, que bien supo seleccionar Petrecca.

Después de Mao propone desde el título una ruptura con el tiempo. Con el de la China roja. El tiempo se convierte en el gran tema de la compilación, el nacimiento a un mundo nuevo, un vínculo doloroso que se teje con Occidente y penetra la antigua China, pero no de cualquier modo, no como en cualquier otro sitio del globo. El paso del tiempo en el gran país asiático responde a las pautas implícitas de la contemplación. Las costumbres que perduran, la irrupción de un ritmo desconocido que es absorbido con la fragilidad de la rutina desgastada y añosa de pueblos al borde de un olvido ficticio: “las calles y callejones envejecían pero las personas continuaban vivas”. Después de Mao, narra la transformación de una sociedad milenaria con una cadencia desconocida para los occidentales.

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La escritura oriental tiene invariablemente la huella de su historia intacta, aún en los autores jóvenes, contemporáneos, nacidos entre 1960 y 1980: “con la cesta de bambú sobre las rodillas, pelaba a toda velocidad, mientras el suelo a su alrededor se iba a llenando de cáscaras. Un instante de silencio: tal vez se había cansado de pelar, o se había hecho daño en una uña”. La pausa oriental no es más profunda que una mano abierta. Para los occidentales, que esperamos encontrar un abismo lleno de nuevos mundos, es una suerte de estafa o desencanto, sin embargo, la mano abierta cachetea con la atracción de lo simple: “acercó la oreja a la boca del buzón y escuchó el eco quieto, como si escuchara una piedra caer en un antiguo pozo sin fondo: caía sin parar”.

Cada nuevo cuento nos habla de una China que no se resiste a la muerte, porque sabe que no morirá por completo, que no será sepultada debajo de nada. Sino que será ella quien se trague al nuevo mundo y lo incorpore a sus entrañas según sus demandas: “Habían ampliado su perspectiva lo suficiente como para aceptar la existencia de esa realidad”, narra uno de los personajes que ve llegar las nuevas costumbres sin horror ni miedo. Observa su ciudad como ve pasar el día y llegar la noche.

Las páginas cuentan sobre un niño que nace sordo, un joven que muere en una discusión, un trabajador del correo al borde de la jubilación que desea encontrar al destinatario perdido de varias cartas, una mujer que intenta abortar tirándose a un pozo, otras jóvenes que se mudan a la ciudad en busca de una vida independiente de maridos campesinos y tareas domésticas, todo, sin llevarse la mano a la boca.//∆z