Con una hipótesis que extrema todas nuestras concepciones sobre la realidad, Quentin Meillassoux manifiesta el caótico estado del imaginario de nuestra época sumergiéndonos en el vértigo eso que existe más allá de nosotros y nos sobrevive.
Por Alan Ojeda
Desde el título, esta obra filosófica publicada originalmente en francés durante el 2006 y traducida al castellano por Caja Negra para su colección Futuros Próximos, parece irrumpir en un problema más que metafísico. Meillassoux no tardará en responder a nuestra intuición intentando con ahínco demostrar lo contrario. La titánica tarea que este libro le propone a su lector es, principalmente, volver a generar una apertura hacia el gran afuera, espacio que la filosofía se había auto-negado: lo absoluto.
¿Cuál es el límite para nuestro acceso a lo real? La posibilidad o imposibilidad de conocer la esencia de las cosas ha sido una cuestión principal en la filosofía, al punto de lograr separarla de la Ciencia (con mayúscula) cuyo discurso pregona día a día la capacidad de su ojo absoluto. Esta cima halla su punto de inflexión en el pensamiento kantiano y la imposibilidad de acceder a la cosa-en-sí, ese resto de la existencia que nos esquiva y nos perturba con su presencia imperturbable. Para aclarar el panorama quizá sea oportuno referirnos a uno de nuestros grandes escritores y representantes de esta diatriba: Borges. En su ensayo “De las alegorías a las novelas” dice: “Observa Coleridge que todos los hombres nacen aristotélicos o platónicos. Los últimos intuyen que las ideas son realidades; los primeros, que son generalizaciones; para éstos, el lenguaje no es otra cosa que un sistema de símbolos arbitrarios; para aquéllos, es el mapa del universo. El platónico sabe que el universo es de algún modo un cosmos, un orden; ese orden, para el aristotélico, puede ser un error o una ficción de nuestro conocimiento parcial. A través de las latitudes y de las épocas, los dos antagonistas inmortales cambian de dialecto y de nombre: uno es Parménides, Platón, Spinoza, Kant, Francis Bradley; el otro, Heráclito, Aristóteles, Locke, Hume, William James. En las arduas escuelas de la Edad Media todos invocan a Aristóteles, maestro de la humana razón (Convivio, IV, 2), pero los nominalistas son Aristóteles; los realistas, Platón. George Henry Lewes ha opinado que el único debate medieval que tiene algún valor filosófico es el de nominalismo y realismo; el juicio es temerario, pero destaca la importancia de esa controversia tenaz que una sentencia de Porfirio, vertida y comentada por Boecio, provocó a principios del siglo IX, que Anselmo y Roscelino mantuvieron a fines del siglo XI y que Guillermo de Occam reanimó en el siglo XIV”.
La cita, quizá un poco extensa, resume la importancia de ese problema a lo largo de toda la historia del pensamiento. Meillassoux intenta decretar la improductividad del pensamiento metafísico, dando cuenta del campo de reflexión que la filosofía ha resignado al declarar que el sistema de signos del lenguaje era un límite para el conocimiento. Frente a esto el autor de Después de la finitud decide recuperar los principios racionalistas cartesianos. Es decir, frente a la visión correlacionante que supone que el mundo se nos manifiesta, se nos brinda y por eso existe, Meillassoux optará por apoyarse en las matemáticas afirmando que existen cualidades primarias de los entes que no dependen de nuestra perspectiva. Apoyándose en los datos que existen sobre el Universo segundos después del Big Bang, crea dos nuevos conceptos (crear conceptos, como diría Deleuze, es el trabajo propio de la filosofía): lo ancestral y el archifósil. El primero designa toda la realidad anterior a la existencia humana o toda forma de vida sobre la Tierra, mientras que el segundo servirá para denominar las huellas materiales que indican la existencia de un acontecimiento ancestral (por ejemplo: el origen del Universo hace 13,5 miles millones de años).
Sin embargo, las premisas que se establecen en los primeros apartados del ensayo rápidamente son dejadas de lado. Los números y los datos duros se diluyen para dar lugar a una reflexión metafísica disfrazada de una discusión sobre principios lógicos. ¿Cómo y por qué deviene la materia? ¿Qué leyes rigen la materia, su proliferación y su destrucción? En este punto podemos encontrar, quizá, el aspecto más imaginativo del pensamiento de Meillassoux. Bajo el principio de irrazón o principio de factualidad establece, básicamente, la contingencia absoluta. Es decir, las cosas son o pueden ser, pero no hay razón para que deban ser. Sólo se encuentra por encima de la contingencia el principio de no contradicción que, en este caso, toma un valor eminentemente ontológico. A grosso modo: vivimos en un universo que no es más que un hiper-caos, de modo que podríamos justificar los llamados “milagros” como un súbito efecto de la contingencia que rige toda la existencia.
Pretendiendo alejarse de la metafísica, a través de su teoría Meillassoux se acerca a escritores como Lovecraft y a Borges. Si bien este discípulo de Alain Badiou ha desarrollado un pensamiento que asusta por su rigurosidad y su crueldad con gran parte de la tradición filosófica, quizá no sea la filosofía su tierra fértil sino la literatura. Su lectura, aunque pueda ser algo difícil en un principio, posee una cualidad difícil de encontrar: posee el germen de un pensamiento nuevo, de una forma de imaginación y en consecuencia de nuevas formas-de-vida posibles. Después de la finitud es, ante todo, un ejemplo de la potencia del pensamiento para reensamblar la realidad y dar una nueva experiencia del mundo o fundar las bases para provocarla.//∆z