Por Daniel Hidalgo
Supongo que uno lo debe hacer por buscar una identidad, por sentirse parte de una comunidad. Supongo también que yo lo hice por todo lo contrario, aunque en aquel entonces no lo tenía tan claro. Tuve muchas remeras de rock, muchas más en ese periodo desastroso que llaman adolescencia que en la actualidad, claramente. Todas terminaron desteñidas o rotas o convertidas en trapos para limpiar por una abuela que no veía nada más que ropa desteñida o rota en ellas, si yo pudiera enmarcarlas, lo habría hecho.
No fue mi primera remera -polera le decimos los mapochinos- pero es una que recuerdo particularmente. Antes de descubrir el rock, a comienzos de los noventas, yo me había sumergido en el mundo de los comics de superhéroes, entonces no era azaroso que mi perspectiva de una buena remera tenía que ver con figuras humanas y tipografías llamativas, y no con logos que parecían tanto marcas, slogans y mierda publicitaria. Existía una tienda en un mercadito de artesanías ubicado en calle Pedro Montt en mi natal Valparaíso, a la que íbamos después de clases. A veces lo atendía una chica metalera, otras un tipo cuarentón entre rolinga, punk y hippie – variaba su vestimenta entre esas tribus o las mezclaba en una sola de una forma bien particular-, que mi amigo Ricky Z bautizó como El Anarco, más por su actitud que por su estética, y sospechaba que era el novio de la chica metalera. En su stand mayoritariamente pirateaban casetes y compacts, sus portadas las hacían con fotocopias, tenían un catálogo en el cual podías seleccionar qué disco querías y a la semana siguiente ya te lo tenían, algo que para la época era considerado super exprés. Además, vendían remeras propias de esa épica que estábamos adoptando: Ramones, Pantera, Guns n’ Roses, Metallica, Black Flag, Red Hot Chili Peppers, Sepultura, Descendents, 2 Minutos, Beastie Boys, Fiskales ad Hok. En realidad, yo no quería ninguna de esas, por eso, la tercera o cuarta vez que fui, solo me llamó la atención una: la de los Kiss.
Una remera negra, con las letras fluorescentes a la altura del pecho y, bajo ellas, la banda -digamos: The Demon, The Catman, The Starchild y The Spaceman, la formación clásica- caricaturizados, perdidos entre superhéroes travestis y portadas de novela pulp. Siempre he pensado que el rock es más una puesta en escena que una religión.
Kiss siempre había levantado polémica, eso lo tenía claro, entre los rockers de verdad. Demasiado pintados como para tomarlos en serio, demasiado glamis para ser admirados, demasiado livianos para hacerse el rudo, ostentando escucharlos, derrochando masculinidad pelotuda. La verdad, por esos años y hasta hoy, más de veinte años después, me gustan los Kiss precisamente por eso. De hecho, mi disco favorito de la banda es de los más odiados por los fans talibanes y la crítica de su momento: Dynasty, de 1979, es de alguna forma una reinvención total de la banda, haciéndole cara a la onda disco en boga por los años, a la cabeza de los charts, no combatiéndola sino uniéndose a ella. Así nacen estos ritmos mántricos electrónicos, con bajos sincopados y guitarras distorsionadas que dan paso a joyitas como “I was made for lovin’ you”, canción que jamás me he podido negar a bailar borracho y solo cuando la ponen en algún bar -realmente no es solo una gran imagen sino una experiencia que se la recomiendo a cualquiera-, o la fabulosa “Sure know something”, de un sonido perfecto que uno puede entender como predecesora de cosas que hicieron Faith no More, Living Colour o Red Hot Chili Peppers, en sus primeras época, décadas después, por esta mezcla sofisticada de groove y hard rock. Se barajó que Giorgio Moroder, el padre espiritual de la música disco electrónica fuera el productor del álbum y, aunque fue descartado, su esencia destila en cada canción. Los Kiss tras este disco terminaron todos peleados y separados, para reformularse -una vez más- posteriormente.
Tenía catorce años, como les contaba, y yo iba a las tokatas punks que hacían en el puerto como forma de resistencia, de rebelarme, de vivir el lado oscuro de la realidad que, en general, me parecía aburrida y abrumadora. Fue en uno de estos conciertos en donde viví un antecedente: en una de esas fechas en que tocan muchas bandas amateurs de la provincia, de diversos estilos, aunque siempre muy encasilladas en la caricatura del punk rock de Inglaterra y dios salve la reina, en donde no le di importancia a que yo llevaba la mochila con la que también iba al colegio, en ella habían unos parches de Rancid y The Clash, que podían haber sido comprendidos dado el contexto, pero les acompañaban otros de Fishbone, Red Hot Chili Peppers, Faith No More, Cypress Hill y uno de Limp Bizkit, cuyo primer disco, salido hace muy poco, me había gustado mucho, antes de que MTV, en sus peores años, los hiciera irse a la mierda. Se acercó un purista, viejo, reventado y patético de postal, a la salida del recinto y desplegó todo su odio hacia mí. Estaba con mi amigo Ricky Z y preferimos quedarnos callados, por su altura y corpulencia, y porque en realidad no sabíamos qué decirle al tarado, mientras nos arrojaba cerveza y me gritaba “posero culeado, qué venís acá, si escuchas toda la mierda de música junta, no sabes nada de punk”.
Yo no creía mucho en esto de las etiquetas en la música, me cargaba disfrazarme como si eso te diera algún tipo de validez. A mí me gustaba tanto el rock pesado como el punk, como el metal, como el hardcore, como la música negra, el funk, el reggae y el rap. Buscaba sensaciones, buenas letras y modos de vida y me importaba una mierda lo que las discográficas quisieran catalogar y los tontos quisieran vestir como uniforme. Si hoy viera a ese punk viejo e intolerante lo molería a patadas por estúpido. En realidad no. No vale la pena perder tiempo con la estupidez.
Fue por cosas como esa que empecé a tener cierto temor de usar mi remera de los Kiss. Lo evitaba. Me ponía otras más correctas o menos equivocadas para ir a los conciertos. Todo esto tomó más forma el día en que con Ricky Z salimos del colegio, nos fuimos a la plaza en donde fumábamos cigarrillos a escondidas e iniciábamos nuestra particular metamorfosis: sacarnos la camisa y la corbata para lucir nuestras remeras. Recuerdo que él andaba con una de 2 Minutos, yo andaba con mi remera de los Kiss. Caminamos por las calles de Valparaíso en dirección a una disquería de rock importado que quedaba en una galería. Siempre lo hacíamos. Salvo que ese día, dentro del local, nos encontramos con el Villegas. Era un metalero bien facho, tres años mayor que nosotros. Corpulento. A veces conversábamos con él porque sabía de música y nosotros, en ese entonces, buscábamos afinidades, pero también información. Le hablábamos poco porque en realidad era insoportable: petulante, agresivo. Un hijo de un militar que creía que se las sabía todas. Le gustaba particularmente el death metal y el black metal. Fue justo en el apartado de las remeras de la disquería que me vio, se acercó y dijo: “Huevón, sal de acá. ¿Cómo se te ocurre venir con esa polera de maricones?” Pensé que estaba bromeando así que le solté una risa nerviosa y seguí viendo las remeras de bandas, solo por ver, porque no tenía ni dinero. No pasó mucho, se me acercó más y me tomó de la ropa y con fuerza me empezó a llevar, a empujones, a la salida de la tienda.
“Suéltame, Villegas culeado”, le decía. No lo hacía. Hasta que ya afuera le lancé un combo que le llegó en el cuello. Fue una sensación extraña, por un lado sentí que había defendido mi dignidad pero por otro intuía lo que se me venía.
Villegas me dio un rodillazo en la barriga, tan fuerte, que me dejó acurrucado en el suelo. En eso Ricky Z se le subió a la espalda y estuvo a punto de conseguir algo, por simbólico que fuera, pero nada, Villegas se lo sacó de encima y lo hizo rebotar contra el piso. Quedamos los dos revolcándonos de dolor. Cuando pudimos ponernos de pie, nos fuimos humillados al paradero en donde tomábamos el colectivo a casa.
“¿Sabes qué es lo mejor de todo esto?” le pregunté a mi amigo. “Que sin saber, esta polera de los Kiss, debe ser lejos la más incorrecta que tengo, hasta escandaliza a los rockeros que se creen satánicos, los hace ver como monjas asustadas”
“Es cierto” respondió Ricky Z, entre risas. “Pero por favor evita usarla cerca de mí, no voy a aguantar otra paliza como esa”.//∆z
Daniel Hidalgo (Valparaíso, 1983) es escritor y profesor. Ha publicado los libros de cuentos Canciones punk para señoritas autodestructivas (2011), Fanfiction (2018) y la novela Manual para robar en el supermercado (2016). Actualmente prepara un nuevo volumen de cuentos.