Compartimos un cuento del escritor chaqueño, autor de Una casa junto al tragadero (2017), La luz mala dentro de mí (2016), entre otros. 

Ilustración de Martina Mounier 

Pollos, dijo papá, vamos a vender pollos a la parrilla.

La idea no era buena, pero en aquel momento yo tampoco estaba en condiciones de saberlo. Recién había cumplido quince años y me sentía solo como un perro, y cualquier propuesta de papá —por muy buena o mala que fuera— yo la aceptaba sin mayor reparo. La venta de pollos, además, no tenía por qué ser complicada. Papá estaba convencido: un frigorífico vendía cajas de pollos congelados a muy buen precio; era cuestión de juntar suficientes encargos durante la semana para dedicar el domingo a la parrilla y al reparto.

Un vecino había hecho la prueba y con la recaudación de dos domingos había comprado un televisor nuevo. Nosotros no necesitábamos televisor, pero papá no estaba contento con la plata que ganaba como docente: tenía que repartir el salario entre muchas ex esposas. De ahí que buscara opciones como la de los pollos.

La primera prueba fue con la gente conocida. La mayoría nos hacía pedidos un poco por lástima y otro poco por ver a papá en una situación que no tenía mucho que ver con él. Mi tío Oscar opinaba distinto: decía que semejante ocurrencia era muy de mi padre.

En total, esa primera vez juntamos dieciséis pedidos; una suma inconveniente, porque cada caja traía doce pollos congelados, y si comprábamos dos cajas nos sobraban ocho pollos. Igual, papá compró las dos cajas y separó dos pollos para comer con mis abuelos, y puso el resto —seis pollos— apretados en el congelador de mi abuela, que no mostraba mucho entusiasmo por el proyecto.

Cuando el domingo por la mañana vi a papá ordenando sus bártulos frente a la parrilla, acabé de comprobar que el asunto no sería tan sencillo. Los pollos eran muchos y la parrilla muy pequeña. Papá sudaba aun antes de iniciar el trabajo pesado. Lo vi acomodar los pollos de mil maneras posibles, buscando que entraran en la parrilla, pero no hubo caso. Al final, nos resignamos a demorar algunos pedidos.

La gente come tarde los domingos, se consoló papá.

Después vinieron los reproches porque yo no aprendía a manejar. Que hubiésemos ganado tiempo, dijo, él se quedaba en la parrilla y yo me encargaba del reparto.

Pero lo que a mí más me preocupaba era el tamaño de los pollos. Mi abuelo materno, que me había encargado dos, se burlaba diciendo que papá y yo habíamos estado matando palomitas. Alguien menos familiar le hizo el mismo comentario a papá, pero sin la cuota de afecto puesta por mi abuelo. Papá dijo que la gente se había malacostumbrado: a nuestros pollos no se les inyectaba hormonas, sólo por eso parecían pequeños.

El domingo por la tarde hicimos cuentas y papá comprobó que para llegar a un televisor deberíamos vender más que dieciséis pollos. Pero nosotros no queríamos un televisor.

Un socio, dijo papá, con un socio se invierte más y la ganancia es mayor. También opinó que Resistencia nos jugaba en contra: la gente conocida no es parámetro para medir la potencialidad de un buen negocio. En Paso de la Patria nos iría mejor.

Paso de la Patria es un pueblo de Corrientes, a unos cincuenta kilómetros de Resistencia. Como está pegado al Paraná, Paso se convirtió en lugar turístico para la gente acomodada y no tanto de Resistencia y Corrientes. Mis abuelos tenían una casa en Paso, y la idea de papá era instalarnos ahí los fines de semana.

La gente quiere descansar, razonó, hay que darle su pollo.

Pero la gente, en Paso, también está habituada a cocinar su propia comida. Los hombres hacen el asado mientras las mujeres cuidan del jardín. Papá se obstinó: el sábado levantamos pedidos, el domingo hacemos el reparto. El entusiasmo de papá hacía imposible prever un fracaso. Sentías que el mundo necesitaba de tus pollos a la parrilla.

Nosotros apenas necesitábamos un socio.

***

Al amigo de papá le decían Manguera. Trabajaba de mecánico y tenía fama de borrachín. Venía de pasar una larga temporada en Porto Alegre y según papá las cosas no le habían ido bien.

Los brasileños son difíciles y mañosos, me explicó papá, saben que sos argentino y se les ocurren mil maneras de joderte.

A Manguera se lo veía jodido. Lo único que había conseguido en Porto Alegre era una mujer: una mulata inmensa y horrible que apenas pronunciaba dos palabras seguidas en castellano y que odió desde un principio la idea de vender pollos. Se llamaba Lina y a juzgar por la cantidad de veces que lo mentaba, Dios —o Deus en su caso— era de su propiedad.

A Lina todo le impresionaba de un modo trágico. Que ella y Manguera tuvieran que aportar el coche —un Corsa insulso como cualquier otro— para vender pollos, también representó una tragedia y valió un sonoro meu Deus. El Corsa lo habían comprado en Porto Alegre y era muy nuevito para ponerlo a trabajar, pero si querían que el negocio funcionara no quedaba más remedio.

A Paso de la Patria fuimos los cuatro: mi papá y yo, Lina y Manguera.

El viaje se hizo largo porque Manguera hablaba poco —incluso menos que su mujer— y porque el esmero de papá en cubrir los pozos de silencio lo empujaba a comentar intimidades propias y de Manguera que ahí, en ese coche, no venían a cuento.

En Paso de la Patria la cosa no mejoró: el pueblo parecía un pueblo fantasma, como si ese fin de semana la gente habituada a instalarse en Paso hubiera decidido, en manada, que su sosiego estaba en otra parte. Semejante vacío dejó a papá perplejo y, al menos por un rato, sin habla.

Pero ya estábamos lanzados: a los seis pollos que habían quedado en el congelador de la abuela, papá y Manguera habían sumado otras dos cajas, con lo que sumamos treinta pollos que vender. Pese al Paraná, que corría como una flecha allá abajo, el paisaje era desolador.

La casa de mis abuelos en Paso era más bien sencilla, pero el amplio jardín —donde predominaban dos eucaliptos gigantescos— la revestía de cierta fastuosidad. En otro tiempo yo había disfrutado de ese espacio; lo había convertido, para horror de mi abuela, en una perfecta cancha de fútbol. Ahora la venta de pollos cambiaba mi perspectiva del jardín: de repente lo sentía odioso.

Papá no esperó a que nos instaláramos para organizar el reparto de tareas. Mi función me supo a condena, la primera de una larga serie: acompañar a Lina en la búsqueda de encargos.

Antes de subir al Corsa, miré a papá con odio, pero él ya estaba ocupado en limpiar la parrilla y no me llevó el apunte. Lina, en cambio, obligó al pobre Manguera a que le besara los labios. Recién después partimos.

Me bastaron unos pocos metros para comprobar lo mal que manejaba Lina: iba lento y en su afán por esquivar pozos cruzaba el camino de lado a lado. Las calles de arena tampoco ayudaban y al final no esquivamos pozo alguno.

Contra mi presunción, Lina no paró de hablar en toda la travesía. Tampoco le interesó hacerse entender y me habló siempre en portugués; hice un intento por descifrar alguna frase, pero al cabo preferí no esforzarme y, a lo sumo, imaginar que me daba consejos. Dicen que el portugués es muy similar al castellano, pero a mí siempre me ha resultado un idioma imposible. Lo único universal eran algunos gestos de Lina, sonrisas al final de una frase, meneos de cabeza al final de otra.

También hubo otro gesto universal: su dedo índice apuntando a cada posible cliente. Yo bajaba del Corsa un poco a desgano y aplaudía frente al jardín de las casas donde había coches estacionados. La negativa, e incluso el desprecio, hacia nuestros servicios eran unánimes. Los clientes no eran buenas personas, y no lo digo por el hecho de que rechazaran nuestros pollos, sino por el maltrato a que sometían a quien estaba, digamos, en situación de inferioridad. En este caso, yo.

A Lina, sin embargo, más que el maltrato le molestó mi inoperancia. Cuando comprobó que no había modo de que yo vendiera treinta pollos, tomó la posta y se ocupó ella misma de bajar del Corsa y encarar a los posibles compradores. Al primer intento falló, pero a partir del segundo ya no hubo quien se resistiera. Yo miraba, incrédulo, desde el Corsa: la brasileña movía los brazos, reía y hacía reír; la gente, de pronto, parecía buena. O estúpida, hipnotizada por la extravagancia de una brasileña vendedora de pollos.

En total, consiguió doce encargos. Doce de trece intentos, un récord que me humillaba. Me lo hizo sentir en el coche con un par de balbuceos portugueses más descifrables que entendibles. Pero qué podía importarme a mí su logro. Yo tenía quince años, estaba solo, unos pollos más o unos cuantos pollos menos debían de tenerme sin cuidado.

Cuando estuvimos de vuelta papá me hizo saber que mi adolescencia, ese día en Paso de la Patria, era una coquetería que nadie iba a soportar. El récord de Lina le dolió más que a mí, le dolió al punto de entender los doce encargos como un desafío: Lina y Manguera por un lado, él y su hijo por el otro.

Necesitamos vender más, informó, y pidió prestado el Corsa para ir en busca de más encargos. Me apoyé en uno de los eucaliptos del jardín y lo dejé partir solo, mirándolo como quien mira una lejanía, algo más allá. Eso también le dolió.

Después miré a Lina y a Manguera: ella lo retaba en portugués, sacudiendo un dedo índice, y él hundía la mirada en el suelo, como buscando algo, o como quien ya se ha resignado a no encontrar nada.

Papá volvió una hora más tarde, sumando tres encargos a los doce de Lina. Disipó lo dudoso de esos nuevos encargos promoviendo nuevas actividades y funciones:

Vendimos la mitad, dijo, alguien tiene que llevar el resto de los pollos a Resistencia, acá sin congelador se pudren.

Por supuesto, ese alguien era él, nadie quería pasar la noche en Paso de la Patria: en el pueblo no había nada, todo era muy deprimente. La de papá era una excusa perfecta, como perfecto era el castigo que me correspondía por no haber hecho bien mi parte del trabajo.

Nos quedaríamos Manguera y yo, después de todo Manguera tampoco había hecho demasiado, apenas si ayudó en limpiar un poco la parrilla, nada más.

Si para salir a vender pollos Lina le había exigido unos besos en la boca., ahora que pasarían la noche separados sometió a Manguera a un franeleo desmesurado. Papá y yo bajamos la vista al unísono y nos apartamos, incómodos, de la pareja. Después con papá cruzamos miradas y aunque quiso decirme algo, no supo qué. No nos saludamos, subió al Corsa —del lado del acompañante, el volante quedaría en manos de Lina— en silencio, quiero creer que un poco arrepentido por castigarme así. Tampoco era para tanto, supongo, pero en aquel momento fue una grandísima mierda.

***

Manguera terminó de limpiar de menudencias unos pollos y se sentó sobre una silleta a mirar el vacío. Me repugnó que no se limpiara las manos y que con esas mismas manos abriera una lata de cerveza. El colmo llegó cuando sacó un cigarrillo magullado del bolsillo del pantalón y, antes de llevárselo a la boca, le dio un par de vueltas con sus dedos engrasados.

Estábamos en la galería de la casa, la noche nos había caído encima muy de pronto y alrededor no había más que oscuridad. Tampoco había de qué hablar. Hice un cálculo y deduje que papá ya estaría en Resistencia, muy orondo en su propia casa. Me pregunté si Lina le habría hablado tanto como a mí, y deseé que sí. Me permití imaginar, incluso, que el Corsa se les quedaba en medio de la ruta, que se les pinchaba una goma y que papá tenía que cambiarla con las indicaciones de Lina, en portugués, por detrás. Así aprendería.

Ya vengo, dijo Manguera, y así como lo dijo desapareció en lo oscuro. Creo que ese “ya vengo” fue lo primero que le escuché decir. A juzgar por la frase, la suya era una voz apagada, en perfecta sintonía con su cuerpo venido abajo, su cara cruzada de líneas amarillentas y una barba rala que bien podía pasar por tierra. Su amistad con papá era de lo más extraña: ¿Qué cosas habían compartido? ¿De dónde les venía la necesidad de juntarse a vender pollos?

Al rato vi reaparecer a Manguera: traía una bolsa llena de latas de cerveza. Se desplomó otra vez en la silleta y abrió una lata con el gesto de un minero que lleva mucho tiempo bajo tierra. Como cansado quiero decir.

Puse una silleta a una distancia prudencial de la suya y me senté yo también. No hablamos, no nos dijimos nada, ni siquiera cuando Manguera estiró una mano ofreciéndome una lata. La bebí como si fuera la cosa más natural del mundo, pero la verdad es que hasta ese momento yo nunca había tomado ni una sola gota de cerveza. No me supo ni bien ni mal, acaso un poco agria, pero lo que fuera no representó un impedimento para que aceptara una segunda y una tercera lata.

Fue promediando esa tercera que sentí los ojos llorosos y unas repentinas ganas de mear. Manguera seguía con la vista clavada en cualquier parte, y tal vez por eso no se percató de mi zigzagueo cuando apunté al baño. O puede que se haya percatado y que simplemente le importara un carajo.

Como sea, no meé en el baño; meé entre las plantas del jardín, junto a un viejo alambrado que lindaba con un baldío. Fue un chorro larguísimo, liberador, y mientras lo dejaba ir me sacudía el cuerpo entero, contento finalmente por haberme quedado en Paso de la Patria.

Volví a mi silleta envalentonado, con ganas de otra lata, pero Manguera estaba de pie y se desperezaba.

Vamos para el río, dijo, y bajamos a la playa.

Nos sentamos en la arena. Yo sentía hormigas dentro del cuerpo, un poco por la cerveza y otro tanto porque había refrescado. Se veían muchas estrellas y estuve a punto de hacer un comentario al respecto, pero por suerte no dije nada. Manguera sacó, por fin, otra lata de la bolsa y me la pasó. Después me pasó otras tantas, supongo que muchas, porque apenas alcanzo a recordar una larga meada que libré de cara al río. También recuerdo que me mojé todo el pantalón.

***

Me despertaron papá y un calor inmundo.

Tardé en darme cuenta dónde estaba. Recién cuando Lina apareció detrás de papá recordé el asunto de los pollos, los encargos y Paso de la Patria. Me dolía todo el cuerpo de haber dormido sobre una silleta, doblado como un bodoque.

Y Manguera, preguntó papá, pero se dio cuanta rápido de que yo no tenía modo de saber algo. Lina también se dio cuenta, porque soltó uno de esos bufidos raros en portugués y empezó a llamar a su novio. Lo llamaba por el nombre, y así supe que el nombre de Manguera era Patricio, o el equivalente de Patricio en portugués.

Eran las diez de la mañana.

Papá siguió preguntando cosas de las que yo no tenía idea; la voz se le deformaba entre graves y agudos, pero nunca era su voz de siempre, sino algo que sonaba más nervioso, desesperado casi.

Faltan cuatro pollos, dijo, entre tantas cosas que dijo.

Lina habló algo con papá y después subió al Corsa. Ella también estaba nerviosa, a punto de llorar. Meu Deus, fue lo último que le escuché decir. Viendo alejarse el coche a los tumbos, zigzagueando de lado a lado, intuí que seguía esquivando pozos.

Espero que esta boluda vuelva, dijo papá.

Pero Lina no volvió. Tampoco volvió Manguera. Quién sabe dónde había ido. Lo suyo parecía una fuga: se meten cuatro pollos en una bolsa y a ver cuánto se aguanta, a ver hasta dónde se llega.

Promediando el mediodía papá armó un fuego y cocinó dos pollos que comimos sin decirnos nada. No es que comiéramos mucho, los pollos eran realmente pequeños, casi unas palomitas. //∆z