Un repaso por las reediciones de dos clásicos de la crítica nacional. El alcance, legado y compromiso de Josefina Ludmer y David Viñas.

Por Pablo Díaz Marenghi

El cuerpo del delito, un manual, de Josefina Ludmer (Eterna Cadencia, reedición, 2017)

Josefina Ludmer (1939-2016) es, junto a David Viñas, Beatriz Sarlo, Carlos Altamirano y Ricardo Piglia, uno de los nombres de mayor peso en la crítica literaria argentina. Discípula de Noé Jitrik, durante la última Dictadura Militar llevó adelante cursos en su casa, conocidos luego como la “universidad de las catacumbas”. Uno de los asistentes a dichas reuniones de trinchera intelectual fue Alan Pauls. En el prólogo de la nueva edición de este libro, escrito por la autora durante su estadía como docente en la Universidad de Yale, lo define como: “una historia de la literatura argentina ante la Ley, una puesta a  punto del papel de las ficciones en la configuración de los aparatos del Estado y sus políticas de identidad y exclusión, una crítica de la razón ambivalente, una propuesta de contracanon literario, una máquina de conjeturar genealogías nacionales y la confesión de un yo que reconoce en la ilegalidad uno de los fundamentos capitales de su programa vital, cultural, político”. Este libro ayuda a ver cómo el delito sirvió, dentro de la literatura, como instrumento de regulación y disciplinamiento. En palabras de la autora: “Quise usar el delito como máquina de sentido y como un instrumento de construcción de identidades”.

De este modo comienza un inmenso rastrillaje a lo largo de diferentes cuentos y novelas. Comienza con Juvenilia, de Miguel Cané y La Gran Aldea, de Lucio V. López, relatos en torno a la tradición, lo familiar, las instituciones. Allí el delito sería transgredirlas, ofenderlas; no respetarlas. Traza un paralelismo entre estos dos escritores y Eduardo Wilde ya que, pese a representar la modernidad política ilustrada de la llamada “Generación del 80”, rechazan cierta modernidad cultural, y, según Ludmer,” postulan una estética aristocrática de la sencillez”.  Luego encuentra en Eugenio Cambaceres, y su novela Potpourri, a la figura del dandy forjada de los escombros pulverizados de la generación moderna de 1880.

Dirá Ludmer: “El delito es (…) una frontera cultural que separa la cultura de la no cultura, que funda culturas, y que también separa líneas en el interior de una cultura. Sirve para trazar límites, diferenciar y excluir. Con el delito se construyen conciencias culpables y fábulas de fundación y de identidad cultural”. Luego marca el fin de los cuentos de educación y matrimonio (les llama “la ficción de la coalición”) para pasar a una ficción que propone exámenes de física, de corte positivista y cientificista, representadas en las novelas En la sangre, de Cambaceres e Irresponsable, del médico alienista Manuel Podestá.

Gauchos, matreros y mujeres asesinas

En el capítulo “La frontera del delito” analiza tres operaciones de transmutación del hombre de ciencia: en detective, durante el  nacimiento del relato policial de corte clásico en “La bolsa de huesos” (1896), de Eduardo Holmberg; luego el pasaje del hombre de ciencia al ocultismo misticista, con “El psychon”, de Leopoldo Lugones; y finalmente el científico se vuelve torturador y asesino en “El hombre artificial” (1910), de Horacio Quiroga. A la vez analiza la figura del dandy en la literatura argentina, que sirve como el eslabón perdido entre la modernidad y la tradición, continentes explorados por autores como David Viñas y Roberto Arlt.

La figura de Juan Moreira (Ludmer, al analizar varias referencias literarias de este personaje, prefiere utilizar el término “Los Moreira”) le sirven para mostrar la figura del gaucho matrero que desafía a la ley y al poder. Sostien la crítica que “Moreira cuenta cuentos argentinos, y su cuerpo violento convoca una política de la visibilidad, de la tecnología, de la lengua y de la muerte”. Y arroja una de sus máximas, dignas de un cuadro: “la violencia aparece donde el poder está amenazado”. De este modo aprovecha y reflexiona sobre el populismo, la tradición, los caudillos, la transición de los transportes rurales al ferrocarril y la violencia como instituyente y conservadora de derecho. A la vez derrocha erudición y capacidad crítica al intercalar citas de Walter Benjamin sobre la violencia, de Jacques Derrida, referencias a La Historia Oficial, de Luis Puenzo, la revista Caras y Caretas, el gobierno de Juan Manuel de Rosas, el periódico anarquista La Montaña, de Leopoldo Lugones y José Ingenieros, y las relecturas de la gauchesca (otro territorio explorado por Ludmer en su obra El Género Gauchesco, 1988) por Jorge Luis Borges desde el homenaje y César Aira desde la parodia profana.

Otro nombre que aparece en reiteradas oportunidades es el de Juan José de Soiza Reilly, descripto como un “escritor no leído” y fundante en los relatos de delito y violencia. Por su relación con Arlt (este lo admiraba y Soiza Reilly le abrió las puertas en el mundillo periodístico/literario), Ludmer lo fija como un  elemento central en la literatura de fin de siglo, que deja ir al anarquismo y a los ideales de cierto corte iluminista pero, a la vez, coquetea con la bohemia porteña.

Le dedica un apartado a las “mujeres que matan”, en general madres o vírgenes, a las que describe como poseídas de un “fuego central” en busca de justicia; cita el ejemplo ineludible de Emma Zunz, aquel relato mítico de Borges en donde la mujer que le da nombre al relato decide vengarse del que considera el responsable del suicidio de su padre. Además, establece una posible ligazón con el espectáculo, la cultura de la imagen, los géneros y la sexualidad. Analiza también los llamados “cuentos de verdad”, que “ponen la simulación en el campo de la lengua” y afirma que “en esa descomposición de la verdad legítima (…) descansa la ficción literaria de Arlt-Borges, una ficción que fue tomada como la ficción”. Hay  un apartado para la relación entre judíos y delitos, estigmatización y antisemitismo mediante, que Ludmer se encarga de diseccionar y ejemplifica con la novela Todo estaba sucio (1963), de Raúl Barón Biza.

El espejo de la sociedad

Sobre el final, traza una diferenciación entre cuentos “muy leídos” y “no leídos”. Enumera rasgos comunes de los cuentos típicos de delito, en un procedimiento similar a lo hecho por Vladimir Propp en su obra La morfología del cuento (1928). Estos son, en su mayoría, escritos como confesiones o crónicas, protagonizados por delincuentes e incluyen delitos delimitados por el estado o por un sistema de creencias. En realidad, lo que enmascaran es todo un discurso acerca de qué significa y qué significó la justicia a lo largo de la historia.

En el cierre, Ludmer afirma que los cuentos “muy leídos” (uno podría elucidar cierta definición de canon) fueron dejando de lado a los “no leídos”, y se pregunta: “¿Seguirán necesitando los estados nacionales latinoamericanos esas ficciones de exclusión y esos cuentos de justicia o quedarán únicamente para la literatura? ¿Cuáles serán los best-sellers de la globalización que se transformarán en libros viejos, de librería de viejo o de Biblioteca de Universidad?”. Estas preguntas aún resuenan y son igual de válidas que en el momento en el cual Ludmer las formuló, en 1999, año de la primera edición de esta obra.

En la misma sintonía, Ricardo Piglia, otro inmenso crítico que se encuadra dentro del pensamiento de la autora, decía en su ensayo “Cuentos Policiales Norteamericanos”: “El crimen es el espejo de la sociedad, esto es, la sociedad es vista desde el crimen”. Ludmer demuestra, con minuciosidad, dicho procedimiento en esta obra. Su claridad ofrece sobradas muestras de una vida dedicada casi de manera total a la docencia. Hoy, en tiempos en donde las narrativas se empapan de violencia, instituciones corroídas y marginalidad, su lectura se vuelve ineludible.

Literatura Argentina y Política, de David Viñas (Santiago Arcos Editor, reedición, 2017)

“La literatura argentina comienza con una violación”, escribió David Viñas (1927-2011) en las primeras páginas de Literatura Argentina y Política, su obra capital en cuanto a crítica literaria se refiere. Se refiere al cuento “El Matadero”, de Esteban Echeverría, y es aún más preciso: “la literatura argentina comienza con Rosas”, estableciendo la primera ligazón entre literatura y política. En esta sentencia congrega todo su carácter y su particular forma de vivir la crítica. Porque Viñas no solo llevaba adelante la crítica, epíteto muchas veces relacionado a cierta figura de un intelectual anquilosada u oxidada. Más bien avanzaba, a paso firme, intentando vivir en carne propia aquella definición que Antonio Gramsci bautizó como “intelectual orgánico”. Como dijo en un estudio de televisión hace unos años ante, en ese momento, una joven senadora Cristina Fernández de Kirchner: “soy intelectual, mi deber es ser pesimista, ser crítico”. Este libro, cuya edición más reciente es de 2017 y a cargo de Santiago Arcos Editor, condensa todo el pensamiento de Viñas, que supo volcar en las aulas de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA o en los cafés porteños con toda su vehemencia y pasión desmesurada. Tal como enuncia Juan Laxagueborde (h) en el prólogo, cuenta “la historia argentina de la violencia a través de la literatura”.

Viñas lee la literatura como una convivencia de posibles proyectos de Nación, algo que se materializaría con  el Martín Fierro de José Hernández. Al comienzo analiza la figura de los viajantes y el recorte  que realizan ciertos intelectuales a partir de viajes a Europa. El viejo continente se vislumbra como la panacea del desarrollo cultural y el saber, la verdadera civilización. Los principales exponentes, a quienes Viñas bautiza como “los jacobinos porteños”, serán Domingo Faustino Sarmiento (“el primer escritor moderno de nuestra literatura”) y Juan Bautista Alberdi, quienes desde su pluma y su accionar político sentarán las bases jurídicas, sociales y culturales de un país que se constituyó con miras hacia más allá del océano Atlántico. Un destino trunco que otro pensador de una notable amargura metódica símil Viñas, Ezequiel Martínez Estrada, se encargará de problematizar en su obra La cabeza de Goliat.

A partir de estos viajes, Viñas destaca y profundiza sobre la figura de Lucio V. Mansilla, intelectual o prototipo de “el hombre que gasta”: utiliza sus viajes a Europa para despilfarrar su fortuna en ropa cara y darse ciertos lujos que lo convertirán en un “dandy”, figura que también analiza Ludmer en su obra El cuerpo del delito. Mansilla, hedonista como pocos, aprovechará para nutrirse de teorías y conocimientos que importará hacia la élite de Buenos Aires. Viñas aprovecha para realizar toda una taxonomía del viaje: distingue el viaje ceremonial, el viaje estético y el viaje “balzaciano” de Sarmiento. Un residuo inesperado de esta profusión de fronteras vulneradas será el surgimiento de la izquierda argentina. Las oleadas inmigratorias depositarán, de a poco, ideas anarquistas y socialistas que emergerán en la literatura.

Viñas recurre a obras capitales de los albores de la literatura vernácula, como Amalia y La Gran Aldea, para examinar la relación entre los niños y las mujeres, algo que luego retomará Ludmer para leer la concepción de familia a través del prisma del delito. Viñas, a partir de la relación de uno de los niños con empleados domésticos, analiza que se entra en, según el autor, un área de “dudosa legalidad (…) un mundo “arrinconado y brumoso”. Los niños eran representados como la figura de “el que espía desde abajo, sin entender mucho qué pasa”. Un ejemplo de la ligazón entre literatura y política de este período sería la simpatía populista de Lucio V. López, quien funcionaría como una “mediación para impugnar a Mitre y a lo tradicional porteño identificándolo con el pasado, el mundo de las relaciones patriarcales”. De este modo, Viñas narra el proceso de descomposición de la clase ilustrada, esa élite que pensó una Buenos Aires “a la Europea”, erosionada por la “Generación del 80”. Estos intelectuales, caudillos y héroes de guerra, cuyas medallas caen por su propio peso, se ven obligados al repliegue y a la reconversión mediante alianzas con clases emergentes o recurriendo al fraude y el clientelismo. Esto emerge, también, en el mundo de las ideas, aunque Viñas señala que perdurará durante mucho tiempo cierta mirada de una Argentina por la cual “el Sargento Cabral continúa legitimándose por ‘morir contento’ por su general”.

En esta primera mitad, que abarca desde el Rosismo hasta el surgimiendo del Anarquismo, se intercalan nombres de peso como Eugenio Cambaceres, el ya citado Mansilla y José Mármol, con otros no tan recordados hoy día, como Nicolás Granada y Enrique De Vedia. A Mármol lo piensa como un péndulo entre el romanticismo y el liberalismo. A Mansilla lo ve como la encarnación del nuevo gentleman y describe rasgos de su obra: lo conversacional, el tono folletinesco, la figura del club como recinto, y lo relaciona con Potpourri, de Cambaceres, tal como lo retoma, también Ludmer, destacando nuevamente la correspondencia entre ambos críticos.

Viñas ve en la figura de Ricardo Güiraldes, autor de Don Segundo Sombra, a un tipo consciente de su clase y que intenta forjar un mito nacional. También destaca, promediando el siglo XX, a dos mujeres. Una casi olvidada hoy, Carmen Gándara, con su novela Los Espejos (1951) y otra un poco más recordada, Beatríz Guido y su célebre Fin de Fiesta (1959), novela que, según Viñas muestra “la crisis de esos valores que el Peronismo puso en la superficie”.

A la vez, le dedica varias páginas a analizar la historia, los traspasos de mando, el eje Mitre-Roca, el cual describe como  “relevo de jefes y continuidad teórica”, demostrando que sus títulos superan en acidez a los de Jorge Asís. Su pasión por la historia y la revisión sería profundizada en obras como Indios, Ejército y Frontera (sobre la Campaña del Desierto) o en Los Dueños de la Tierra (ficcionalización de los fusilamientos conocidos como La Patagonia Rebelde, investigados también por Osvaldo Bayer).

Sobre el final de esta primera parte aparecen otros temas de su interés como el anarquismo propiamente dicho, el periodismo y la bohemia. Sin dudas, la figura que mejor representa esta etapa de transición entre lo clásico y lo moderno fue Roberto Arlt, al que le dedica varios apartados (se destaca “El escritor vacilante: Arlt, Boedo y Discépolo”).

En la segunda parte, De Lugones a Wash, define este nuevo período como la transición “de los gentlemen-escritores a la profesionalización de la literatura”. A diferencia de Ludmer, que realiza una crítica literaria más bien formalista mediante citas de cuentos y obras, Viñas recurre más a la ensayística. Analiza todos los factores relativos a su tesis (la vinculación literatura/política como una imbricación inexorable): el contexto epocal, la influencia de la industria cultural (le dedica varias páginas al cine, y con conocimiento de causa: fue guionista y trabajó con los realizadores Héctor Olivera y Fernando Ayala, entre otros). Además, dimensiona figuras relevantes, las entremezcla y analiza; describe contextos y factores que marcaron rupturas o quiebres.

En su texto sobre Rodolfo Walsh, “Rodolfo Walsh, el ajedrez y la guerra”, traza un paralelismo entre los comentarios de José Hernández al degüello del Chacho Peñaloza en 1863, la descripción del fusilamiento de Severino di Giovanni que realizó Arlt en 1931 y Operación Masacre, de 1957. La relación, según Viñas, es notoria y consecuente: “la liquidación del gaucho rebelde, la eliminación del inmigrante peligroso y la masacre del obrero subversivo”. Destaca dos cuentos como memorables: “Esa mujer”, donde afirma que “se convierte en un drama por el dominio del espacio textual”, y “Nota al pie”, donde encuentra “una tensión narrativa que trasciende los cuentos de Borges”. Esto facilita la comprensión de aquella frase de Viñas, de origen inexacto pero citada infinitas veces: “Si me apuran, les diría que Walsh era mejor que Borges”.

Itinerario del escritor argentino es de lo más jugoso. Incluído sobre el final y descartado en ediciones anteriores, son piezas puntuales sobre diferentes autores y obras: Cambaceres, Carriego, Horacio Quiroga, Lugones, Mallea, Martínez Estrada, Sabato, Cortázar y la figura del escritor desmembrada como gentleman, liberal romántico, hombre blanco, modernista y vanguardista. Finaliza con “Propuesta: hacia una literatura socialista con fronteras”, en donde afirma, o casi que vocifera: “toda literatura se tolera, porque toda la literatura es burguesa y entra al mercado. Habrá que buscar, entonces, otra que no lo sea (…) la que ponga el cuerpo inscribiéndose en una forma política concreta”.

Otro método que utiliza es el cúmulo de ideas, casi como apuntes que parecen hechos a las apuradas, pero no por esta velocidad escatima en lucidez. Eso impacta aún más. Su pluma es farragosa y contundente. Uno lo visualiza sentado en la mesa de un bar porteño con su bigotazo chorreando café, echando humo y masticando ideas a cara de perro, mientras toma notas en los márgenes de algún libro.