Editada por Tusquets el año pasado, la intrincada nueva novela del autor de Entre hombres teje una oscura trama de complot, profecía, violencia, narración, ficción y memoria.

Por Cristian Franco

Año 2005: Alejandro Stellke es otro burócrata gris que trabaja en la mudanza del Archivo Nacional de Inteligencia. Entonces, se produce la falla en el mecanismo. Un tropezón, una caja que se cae, una manos de yeso que casi lo desnucan, un expediente que se desparrama y va a convertirse para Stellke en una obsesión con ramificaciones incurables.

En 2026 Kurt Sealow es un huerfanito que luego de la muerte de sus padres queda bajo la custodia del tío Bob, jugador, bebedor, pescador, racista activo en el estado de Tennessee; veintiún años más tarde, el licenciado Kurt Sealow va a recorrer un apocalíptico desierto australiano junto a un grupo de colegas ornitólogos para encontrar la última manada de emúes.

Para el año 2028 Chico Eisen ya es un pibito de siete años que se había forjado un nombre en las peleas vale-todo del conurbano bonaerense. Sus padres, dos reventados: una prosti paquera, un tumbero reincidente. Veintidós años más tarde, Chico es ascendido a la categoría de agente operativo internacional después de una misión a la Gran Caverna de la Hermandad; ahí conoce a las 28 vírgenes que conforman la máquina biocuántica que realiza la búsqueda del Bionomicón, “ese Gran Relato del que participamos, el que contiene a todos y es contenido por todos los relatos”, “una ecuación capaz de explicar el fenómeno de la vida en todas sus dimensiones”.

Resúmenes. Apenas algunas puntas para arrimarse a una novela ambiciosa y extrema. Ahora que la literatura argentina se ha convertido en un tibio páramo superpoblado de “novelitas”, es difícil entrarle a Cría terminal (Tusquets Editores, 2014). En una Buenos Aires del futuro donde la informática cuántica y la biotecnología se ajustaron como un guante al subdesarrollo, la marginalidad y la corrupción, los personajes de Cría terminal se enroscan en una trama que involucra terrorismo chino globalizado, clones simbiontes, hipótesis de biolingüística, milicias infantiles peronistas, encriptación neurológica y un largo etcétera de seres psicóticos que actúan cubiertos por la niebla de la parainstitucionalidad.

¿Policial argento? ¿Distopía nacional? ¿Western pampeano? ¿Ciencia-ficción gaucha? Maggiori hace en Cría… uso y abuso de los géneros literarios ante todo como hibridaje, promiscuidad, contaminación, como estrategia para lograr una forma mutante y excesiva. Y gracias a ese exceso —sí, con sus desprolijidades, con sus derrapes— da vuelta el mecanismo clásico de la profecía. No husmea en los enchastres del presente signos para atisbar el futuro: boceta los desechos del porvenir como única forma de hurgar en las entrañas hediondas del presente. Parafraseemos mal: el futuro es una pesadilla de la que no se puede escapar. Y en esa pesadilla el autor encuentra las hilachas ensangrentadas del destino maravilloso de la patria.

Maggiori es un estilista del desborde y la mixtura. Un cebado. Un artesano del exceso. Impersonal, desapegado, omnisciente, a veces socarrón o sarcástico, el idioma del narrador de Cría… es un artificio violento y maleable capaz de contorsiones múltiples. En su vorágine incorpora el argot del bajo fondo, el discurso místico-científico, la retórica militar, el infame dialecto de los subtitulados y traducciones gallegas, la delicada voz confesional. El efecto de esta tentativa de mancillar las comodidades del español normalizado es un tono que muta de escena en escena y de personaje en personaje, que oscila su velocidad entre la película de acción y el ensayo erudito, pero manteniendo su identidad, su afinación rabiosa.

¿Pero cuál es la sustancia capaz de amalgamar este menjunje de géneros y registros? Respuesta: la paranoia. Por eso Cría… se construye en el ensamblaje de los dos niveles narrativos que esconde todo relato paranoico, esa especie de platonismo narcotizado: debajo de la superficie sangrante de las apariencias, el subsuelo arquetípico del complot total. Exige una lectura atenta a las sutiles vibraciones que anuncian en su superficie de violencia desbocada lo que se cocina entre bambalinas.

Títeres con cabeza incursionan en una pampa bonaerense convertida en un pantano infestado de drones, bichos alterados genéticamente y neogauchos verijeros. Acatan órdenes o son arrastrados por los acontecimientos, matan, mutilan, escapan, tratan de entender. Pero debajo de la mierda y la sangre y el barro de un western esquizoide, respiran especulaciones físico-bio-filosóficas que escapan de las inminencias de la carne y el poder para hundirse en el enigma de la naturaleza genética de la narración. Articulando esos dos niveles —la superficie del policial negro, el subsuelo de una mística científica megalomaníaca—, Maggiori consigue mezclar, sin que le tiemble el pulso, materiales conspirativos tan disímiles como el retorno de Perón al poder y las paradojas epistémicas derivadas de la mecánica cuántica que suscita un poema de Keats.

Complot y profecía. Violencia y narración. Ficción y memoria. Ahora que los argentinos empezamos a desayunarnos de que la verdadera política es subterránea, de que abajo de la cacareada institucionalidad republicana (y del obnubilante humo mediático) se mueven fuerzas oscuras que están más allá de cualquier división de poderes o de los lábiles vaivenes del voto popular, tal vez no resulte inútil leer Cría terminal como lo que es: una desquiciada y certera profecía sobre nuestro presente.//z

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