Ahora disponible en Mubi, recordamos el legado de Cosmópolis (2012) de David Cronenberg: un relato inmaterial y abstracto sobre la crisis financiera del siglo XXI.
Por Edu Benítez
Recordemos: fue hace más de treinta años (aunque también se podría considerar la secuela estrenada en 2010) cuando Oliver Stone arremetió con Wall Street (1987) -con más cintura para captar un clima de época que un verdadero virtuosismo cinematográfico- e indagó de lleno en los senderos inescrupulosos de los flujos de capital. En esa película parecían estar esbozadas las palabras más lúcidas sobre el estado agonizante del capitalismo financiero con una propuesta basal, literal, directa, algo ramplona. Cosmópolis (2012) de David Cronenberg, en cambio, es un relato más inmaterial y menos regido por un manual introductorio del crack-up americano, que ofrece un capítulo más abstracto y, si se quiere, místico acerca de la crisis financiera del siglo XXI.
Basada en la novela homónima escrita por Don Delillo y publicada en 2003, Cosmópolis narra un periplo de veinticuatro horas en el que Eric Packer –un joven multimillonario especulador de la bolsa- atraviesa Manhattan con su limusina para concretar una “simple” obsesión: cortarse el pelo en la peluquería de su barrio natal. La ciudad se encuentra en estado de ebullición, cercada por las protestas de los indignados y la visita del Presidente, pero esto no impide que Packer cese en su camino. Desde el interior de su inmenso vehículo cuasi futurista, que funciona como una cápsula desde la cual contemplar los acontecimientos del mundo como si fueran un espectáculo distante, el recorrido parece hipnótico, volátil. Allí se suceden un puñado de escenas que producen cierto extrañamiento: sexo expeditivo, un examen de próstata mientras elucubra teorías alucinadas sobre economía y sintaxis, reflexiones sobre medidas de tiempo y cibercapital. De hecho, en Cosmópolis se habla incesantemente de mediciones, de números, de cálculos, de matemáticas, de simetrías. Si hay aquí rasgos fantásticos o de ciencia ficción, es posible descubrirlos insertos en la intensidad de los diálogos que, por momentos, parecen deberle su esencia absurda a alguna obra de Samuel Beckett.
El realizador de Promesas del Este (2007) sumerge al público en un laberinto narrativo donde la palabra es primordial y el intercambio dialéctico produce enigmáticos aforismos que parecen neutralizar toda posibilidad de despliegue emocional. En su reverso, toda acción parece estar contada con un cuidado higiénico. El cuerpo de Eric Packer aparece figurado como un autómata, donde las escenas sexuales están regidas por una asepsia maquínica. Por eso, tal vez, la palabra y la evocación numeral están allí como materialidades flotantes, como recursos fetiches que alimentan la fantasía de representar una abstracción que los cuerpos no logran jamás simbolizar: el vacío y las incertidumbres de la Bolsa.
Cosmópolis no es una película amable ni concesiva, y hasta posiblemente genere cierto rechazo. Hay una incomodidad inherente a la propia génesis del film, en su búsqueda temática, que redunda en un efecto letárgico y casi opresivo. La mayor parte de la película está contada a través de planos cerrados: la espacialidad se compone a partir del pivoteo entre el confort casi uterino de la limusina, el rostro del protagonista y unos breves fragmentos de exteriores. Hay una cuota de austeridad y de improbable empatía que convierte a la película en un objeto difícil de conciliar, en un artefacto que no se deja asimilar fácilmente. Es cierto que la construcción de esa atmósfera también está ligada a una economía dramática que reposa en la labor de un sorpresivo protagónico (Robert Pattinson) que, a su vez, se engarza perfectamente con un conjunto de apariciones notables: Mathieu Amalric, Juliette Binoche, Paul Giamatti o Samantha Morton. Por eso no es exagerado decir que Cosmópolis puede leerse también como la documentación de un actor versátil –injustamente encasillado en su estilo crepúsculo en su momento- que desde aquí se proyecta y logra reinventarse maravillosamente.
Nacida de una novela que interpretaba (y profetizaba) de forma alegórica la caída del sistema económico (y moral) post 11 de septiembre, Cronenberg plasma en Cosmópolis una búsqueda estilística que parece haberse iniciado con Un método peligroso (2011). Como si invitara a leer el electrocardiograma de ese universo en llamas del Wall Street, ya no con la furia de la denuncia directa y en caliente; si no, eligiendo astutamente retratar ese derrumbe de manera tangencial a través de la palabra y la inercia de los cuerpos. Para recordar, una vez más, que “el sueño de la razón produce monstruos” (inmateriales). Y, por ende, mucho más escurridizos.
Cronenberg y la literatura
El cine y la literatura siempre se mimaron, pero su relación nunca fue del todo armoniosa. Al esquema literalizante ya acuñado en David Griffith a principios del siglo XX -en el que la narración cinematográfica debía estar al servicio de la novela decimonónica- sobrevinieron más tarde algunas esquirlas de cuña vanguardista (Eisenstein, Buñuel, Vertov) que ayudaron al lenguaje del cine a autonomizarse del texto literario. Treinta años después, Truffaut declama su berrinche sobre “cierta tendencia del cine francés”, en el que primaban los guionistas más que los realizadores y en el que dominaba la literatura más que la puesta en escena.
De este breve racconto se desprende también una cristalización conceptual que nos acompaña hasta hoy: el recelo ante una supuesta deslealtad con la obra literaria cada vez que aparece un film basado en alguna novela o un cuento. El cine, cuando se hace cargo de trasponer literatura, se vuelve sospechoso: pasible de ser reconocido como un lenguaje artístico parasitario, que intrusa de manera “innoble” la pureza límpida del “buen” arte literario. Tal vez no haga falta aclarar que Cronenberg no es susceptible ante tales desconfianzas, sobre todo porque no entra en su campo de acción la pretensión de esa fidelidad tan buscada: el director canadiense es arriesgado en la selección de aquello que adapta. El almuerzo desnudo (1959), Crash (1973) o Cosmópolis (2003) son de esos textos que podríamos llamar difíciles, casi reactivos a la adaptación por la densidad de su prosa o por las numerosas situaciones de descripción alucinatoria que amenazan con impugnar la forma relato.
Es por eso que Cronenberg pasó cinco años dándose la cabeza contra la pared al reescribir el guión para llevar al cine El almuerzo desnudo en 1991. Al igual que sucede con Cosmópolis de De Lillo, la novela de William Burroughs presenta una estructura inconexa y una lectura desconcertante bastante peliaguda para reponer en cine. Finalmente, el director de La mosca (1986) recurrió a la adaptación más bien como un punto de partida creativo, mechó algunos otros relatos de Burroughs y ciertos condimentos biográficos que resultaron su vía de escape ante la esencia críptica de El almuerzo desnudo. Tal vez en la adaptación con la que el canadiense se mostró más conservador fue The Dead Zone (1979) de Stephen King: su película de 1983 muestra un respeto y una literalidad desmedida por la obra traspuesta. Con la obra de De Lillo el trabajo de depuración es brillante y logra traducir a la pantalla el clima apocalíptico y tenue de Cosmópolis, pero economizando la narración al ritmo de un pivoteo entre los diálogos densos, las descripciones asépticas y la notaciones musicales que ayudan a esbozar un clima de ciencia ficción que la obra de De Lillo también sugiere. Con Cosmópolis Cronenberg pone en escena-una vez más- la tradición literaria como lo haría un gran cineasta: poniéndola en jaque, cuestionando su herencia. //∆z
Artículo publicado originalmente en Haciendo Cine