Dentro de su serie de coediciones de historieta clásica argentina, Historieteca y Hotel de las Ideas lanzaron la recopilación de la obra de un autor de primera línea –pero no tan famoso- de la historieta nacional de los ’80.

Por Gabriel Reymann

Manuel Peirotti, más conocido como Peiró (cordobés, modelo ’42), pertenece a una generación ilustre de historietistas y humoristas gráficos argentinos: Fontanarrosa, Crist, Sábat (por adopción) son sus integrantes, entre tantos otros; todos ellos publicaron en la mítica revista Hortensia (donde aparecieran por primera vez Inodoro Pereyra y Boogie.., por ejemplo). Por su parte, al currículum de Peiró hay que sumarle diarios del interior y publicaciones emblemáticas de las décadas de los ‘70 y ‘80 como Satiricón, Humor, Sexhumor y la nave insignia de la historieta argentina a partir de 1984: Fierro.

Esta última publicación es la que provee el grueso de las historias para este recopilatorio con material fechado entre 1983 y 1989. Todas llevan guiones del propio Peiró (con excepción de Mate Cosido, autoría de Sergio Almendro) y solo dos escapan a ese rango de fechas de publicación: Cacería, por inédita, y Took a Gun, publicada en 1992 en RAF, revista de existencia fugaz más orientada a la ilustración y el diseño.

El libro lleva meramente su nombre por la primera historia homónima (no aparecen en orden cronológico ni de edición, vale aclararlo); que el lector no busque una correspondencia con el título ni por el lado de la locación ni por la música, pasión del autor. Son más las historias que no aclaran locación específica (con paisajes variopintos, mayormente situados en Argentina: montes, selvas, el campo) que las que lo hacen: a Córdoba se le suman el Chaco y la Patagonia, por ejemplo. Tampoco se puede esperar –por lo que sugieren tapa y contratapa– una preponderancia de relatos de maleantes.

La historia inicial cuenta el derrotero de Luis Grossi, un malandra cordobés, y su ascenso en la vida del crimen, fascinado por las películas de los gangsters de Chicago. Enfocada en el  humor y el absurdo, el subtexto de la historia está en esa lectura hiperreal del cine por parte de ladrón: no le llena ni satisface escalar en su carrera en el crimen, sino que busca lookearse como sus ídolos del celuloide y su máximo anhelo, consumido por el fetiche, es poseer una ametralladora Thompson como los mafiosos de la Ley Seca. Esta desaprensión hacia los personajes ya fija el tono del resto del libro: se trate de viudas inescrupulosas, boxeadores frustrados por su vida sentimental, cazadores, amantes furtivos o mercenarios en guerra civil, todos son retratados con una pátina de decadencia y una falta de empatía hacia ellos.

Otro elemento frecuente en las historias probablemente sea una marca de época: las escenas de sexo o desnudez (mayormente femenina, claro está). Quizás en la actualidad, al lector que no se crió leyendo historietas de esa época, le resulte algo datado y forzado este denominador común (connotemos: el obligatorio destape producto de la salida de la dictadura y la entrada en la democracia, el proceso previo a nivel mundial de la historieta y su búsqueda de poblaciones lecturas adultas o simplemente atrapar a un potencial lector masculino con ganas de calentarse).

Avanzado el libro empiezan a aparecer las historias que se apartan definitivamente del molde policial (o delincuencial, citando a Enrique Symns); paradójicamente, estas son las historias más interesantes a nivel argumental y construcción de personajes (Señuelo e Historia de Amor y Río, como muestras) e inclusive se puede atisbar otro subgénero dentro del libro: historias relacionadas con la dictadura. Como bien señalase el protagonista de El amor es una mujer gorda, de Alejandro Agresti, ¿de qué otra cosa se podía hablar (escribir) en los ‘80? (no vale contestar ‘la biopolítica ni la falopa’). Con registros más humorísticos (Sensibilidad, y su mano de obra desocupada alla En Retirada sublimando su deseo de exterminio de subversivos dedicándose a…la fumigación), o más dramáticos (Militancia y la apropiación de hijos de militantes desaparecidos/muertos en enfrentamiento, de frente march), es aquí donde se hallan sin dudas los aciertos más grandes del libro.

La historia Mate Cosido es –aparte de ser una de las más extensas– una de las pocas que guarda algún tipo de consideración hacia el protagonista (¿quizás por ser justamente la única que no escribe Peiró?). Ambientada durante la década infame, sigue de cerca la aparición, ascenso y ¿caída? de Mate Cosido, el legendario bandolero chaqueño que repartía parte de su botín entre los pobres y al cual las fuerzas del orden jamás pudieron atrapar (el mismo Mate Cosido al cual está dedicada la canción “Bandidos Rurales” de León Gieco). Segundo David Peralta  tal su nombre de bautismo– es caracterizado como un maleante que prefiere no tomar vidas, y que pese a infringir la ley no duda en hacer frente al opresor rico que subyuga al oprimido pobre.

El libro también posee un par de historias de tinte político y satírico (Carnaval, Ópera) que muestran como mínimo un escepticismo y desconfianza a todos los estamentos del poder, del eclesiástico al político (y todas las extracciones que pueda haber dentro de este último: militares, liberales, comunistas).

Cualquiera que haya echado un vistazo a la portada del libro (una impresionante ilustración a lápiz directo, sin entintar) u ojeado mínimamente el interior del libro, no necesita tener referencia alguna de los guiones para darle una chance a la recopilación: Peiró es un dibujante de una técnica fastuosa. En primera instancia, su estética es realmente difícil de encuadrar; la morfología y el diseño de sus personajes (las narices, especialmente, pero también los ojos) tienen un ligero tinte grotesco de figuras con preponderancia de líneas curvadas, que al menos, por tratarse de un dibujo realista, dista de ser apolíneo. Pero yendo a la técnica en sí (la iluminación, el volumen de las figuras, especialmente trabajado con hatchings milimétricos; mucha pluma, poco pincel, aquí lo que importa es la inscripción, la línea), Peiró es total y completamente académico, clásico e hiperrealista. Poniéndolo en nombres propios (y comparaciones apresuradas pero orientativas), parece una cruza de un pintor gauchesco como Molina Campos y un dibujante de historietas hiperrealista como Brian Bolland (inglés, dibujante de Batman: The Killing Joke). La observación de los detalles es también digna de aplauso, sumamente documentado en ambientaciones de lugar y época (automóviles, atuendos, armas, flora y fauna), como así también en la anatomía: ¿cuántos dibujantes realistas de cualquier ámbito son capaces de dibujar la caída de los pechos de Ana, nada turgentes, como lo hace Peiró en la página 27 del libro?

Una problemática habitual de los grandes ilustradores cuando pasan a la historieta suele ser el desfasaje entre el impacto y la cuestión narrativa; como la historieta se trata de esto último –de contar–, muchos grandes dibujantes/ilustradores ganan con la impresión visual pero salen perdiendo en la enunciación de un relato; afortunadamente (y más allá de algún orden secuencial puntual objetable) Peiró sabe hilar un relato sin caer en la sucesión de estampas de alto impacto.

Figura de alto valor en la Fierro de aquellos años, Peiró nunca gozó de la popularidad de los monstruos más obvios que colaboraban con la revista en aquella época (ya saben: Trillo, Altuna, Breccia padre e hijos, Juan Gimenez), pero la oportuna edición de este libro da una chance para rectificarlo. //∆z