El disco debut de Las Edades recorre amor y desencuentro, desde una luminosa oscuridad y la compatibilidad de sus diferencias.

Por Leonardo Ojeda

Un puñado de canciones de amor le bastó a Las Edades para irrumpir y darse a conocer durante la temporada pasada por las arenas de la nueva escena independiente de la Ciudad de Buenos Aires. Su primer EP llamado, efectivamente, Cinco canciones de amor oficializó de carta de presentación. La mezcla (y curaduría) en manos de la gema del under Maxi Prietto auguraba escuchas atentas. Lo demás seria el abc de la escena: tocar, tocar y tocar. En medio de un campo de acción con un circuito y legitimidades particulares (curtir escenarios y festivales), faltaba esa ley implícita de toda banda joven: decirlo todo en un primer disco.

Todo, disco editado en 2015 y producido por la propia banda, es el paso siguiente de una de las bandas jóvenes más interesantes que pueden escucharse dentro de una nueva escena independiente ya consolidada.

La grabación esta comandada por el quinteto de Villa Crespo formado por Lea Franov y Fernando Palazzolo en voces y guitarras, sumados a Nicolás Miranda en más violas y coros. Lo completan la base de Otto (bajos y voces) y Andrés Conte-Grand (baterías).

La particularidad de sumar tanto tres voces, dos masculinas y una femenina “llena de pura energía de guerra y pasión” (chequear “Escorpio”), como tres guitarras le suman elementos que se encuentran y desencuentran con fluidez durante las once canciones que completan el disco. La identidad de Las edades en su primer opus está en esas voces que se reparten y se combinan. Callan y vuelven a aparecer. Voces más dulces y más quebradas, composiciones de amor y sordidez onírica. Estilos que se complementan en la diferencia. Diálogos cantados, coreados y tocados que recorren melodías que atraviesan desde una new wave porteña al blues local post 2000.

Todo tiene reminiscencias tanto a pares generacionales ya consolidados (play a “Los caminos de tierra” y su estilo Prietto) como a referentes clásicos de la movida independiente (voces y guitarras con aire a Pixies).

En la entrega generosa de las composiciones hay un estilo fresco y vital. Durante las canciones aparecen historias de pasión y deseo observados desde el desencuentro, el amor y la destrucción. Monstruos libidinales y dementes, fuego, amistades rotas, muerte, chicas que hacen fuck you ante un espejo y se van.

El universo de lo cotidiano observado desde una extrañeza natural en las composiciones más ásperas (“La chica de salta”, “Perros y flores”) se combinan con un estilo en apariencia más dulce, pero una dulzura dura y poco simpática, narrada desde la incompatibilidad de dos signos (“Escorpio”), de una ensoñación que quema puentes ante el encuentro (“Sueños”) o de una no invitación a bailar (“Una chica”).

Ese estilo dulce e incomodo está presente sobretodo en las canciones de Lea Franov, la voz femenina de la banda, que pasa del baile a atmósferas que se vuelven introspectivas y confesionales, en donde declama temores, para luego leerse en consejo de pares: “no pienses más en cosas tristes” (“La letra de uno”). ¿Acaso no cantaba “No te dejes desanimar” un joven de ayer? Una chica canta canciones que ya existen de antes (“Un Monstruo”).

Como una suerte de caballo de troya pop, el estilo en apariencia naive deviene en una desconcertante sordidez: el disco se llena de libido, muerte, cortes de cuchillos que graban nombres en la piel y la manifestación lírica del monstruo del deseo.

En el blues “Los caminos de tierra” hay una máxima que define una forma generacional de entender la música: “Prefiero los caminos de tierra / porque en los asfaltados no puedo dejar huella”. Un principio que no solo habla de Las edades: habla de una forma de hacer y sentir la música desde la pertenencia a una nueva escena que sigue confirmando vitalidad.//∆z