Por Fernando Graneros

Mi amigo Pato llegando al colegio 8 AM, todas las mañanas, con su buzo de ¡Bang! ¡Bang! Estás Liquidado. Villa Celina, invierno del ’91. Es la primera imagen que recuerdo a asociada a la idea de un vestuario-rock-manifiesto. En la adolescencia, calzarse la remera de tal o cual banda era definir el universo a la medida de uno mismo, marcar territorio, límites para el resto del mundo que cualquier acercamiento debía superar.

Las primeras remeras que recuerdo haber usado, los primeros cassettes, revistas o discos a los que llegué, divagaban en la experiencia del libre descubrimiento, entre fábulas del rock en las vías de Bonzi y las crónicas del primer tiempo alternativo, transversal a clásicos y géneros, una autodidacta educación musical.

Entonces, un día podía usar la remera de Los Visitantes pintada en casa o la remera con la tapa del primer disco de Las Pelotas que me regaló el flaco que enseñaba guitrarra en mi edificio, la que decía Tia Newton en blanco-negro ultrasónico, inspiración de mi amigo Rodrigo, hincha de Chicago y ciudaevitense de los buenos o la de la tapa de Hatful of Hollow, la remera se volvía el fundamento.

Ya más grande, el vicio de acumular remeras se acrecentó, gentileza de amigos, tiendas o emprendedores del diseño que podían ofrecer su gusto musical y compartirlo en tela de algodón y estampas. En Duck-o-Homo (fundamental germen de memorabilia y música por descubrir) recuerdo conseguir remeras The Damned, T Rex o Buzzcocks, entre otras.

También recuerdo Parklife de la Galeria Los Andes, por una remera amarilla de New Order y una increíble azul de Suede que debo haber usado un millón de veces y ahora reposa en el salón de la fama de las remeras como la favorita que fue. Más acá en el tiempo, encontrar remeras como la de 69 Canciones de Amor o la de Cobra and Phases Group… de Stereolab en Oid Mortales fueron hallazgos que recuerdo como célebres.

Sigo y la experiencia se vuelve algo inabarcable. Hoy el furor ya pasó, creo que la última remera que me compré fue el año pasado, una con la tapa del disco Harvest, de Neil Young. Es linda, seguramente sea la que perfectamente me figura hoy, la conseguí en Lugano en una de esas rockerías que se quedaron en el tiempo y que así seguirán.

Cierro reivindicando el sentido de las remeras de rock como manifiesto y también por su funcionalidad sentimental, por su legado para siempre y principalmente, por generar ese vínculo de aprobación entre dos o más en el que una mirada o un simple comentario basta para expresar con encanto: “Qué buena remera” y para saber también que eso significa mucho más.//z

Fernando Graneros es Co-Director Artístico de Fuego Amigo Discos, junto a Mariano de Los Ríos y Tonni Maldonado Parada. Desde el 2010, el sello edita y promueve noveles artistas de Argentina y el resto de América. A fuerza de un catálogo cuidado, prolífico y personal, que puede ir del post-rock y la psicodelia a la electrónica o la canción de autor, el sello se posiciona entre las propuestas más atractivas y sugerentes de la nueva música local.

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