La banda de Maxi Prietto y Santiago Moraes llega a Gratitud, su segundo LP con el caballo cansado de la trascendencia y el costumbrismo del blús. Además, un breve repaso de la presentación oficial en el Teatro Vorterix el pasado domingo 6.

Por Gabriel Feldman

Los Espíritus empezaron sacando epés ocurrentes en bandcamp. Después los juntaron y completaron su primer disco con cinco canciones más que estaban buenas. Gratitud, en cambio, lo sacaron de una, salvo “La Crecida” que salió antes, como adelanto.

Con las primeras escuchas está un poco aburrido. ¿Dónde quedó el sabor y el poder decir mucho en una o dos frases, algunas tan perfectas como los microrelatos de Santiago Barrionuevo o la corriente literaria paralela que es el twitter de Carlos Busqued?

Es que Sri Sri Prietto está inmerso en los horizontes de la metafísica, y Santi Moraes está creando paisajes cotidianos que observan la marginalidad cámara en mano por América TV (“Negro Chico”; “Perro Viejo”). Si miramos para atrás, podemos pensar que en “Las Sirenas” ese relato funcionaba mejor porque estaban sintonizando Crónica TV, construyendo sobre las placas rojas, firmes junto al pueblo.

Esta vez los Maxi-Santi no se terminan de complementar, están en dos planos distintos. Mientras uno se aboca más a la guitarra e imagina cómo trascender, el otro cita a Manal y refuerza el vínculo con el rock argentino-setentas-blues local. Haber agregado el cover de “Pelea Callejera” de 2 Minutos (en clave blús, por supuesto) parece una decisión tomada a último momento porque ya lo tenían grabado de la sesión en Nacional Rock y enfatizaba el pathos de la calle que, de otra manera, se hubiese perdido entre las postales del mar, la luz, los altos valles y los viajes a la luna.

El domingo en un Vorterix lleno, presentaron el disco tocándolo de corrido y luego del entusiasmo de los primeras tres canciones, el recital cayó en una meseta. A decir verdad fueron dos recitales. En el primero, las interpretaciones pasaban como un caldo psicodélico espeso frente a un público que contemplaba, casi estacado, como la banda pelaba. La solemnidad del álbum, sea en forma de blues crudo o mantra místico, no daba para más.

“El Palacio”, una de las mejores, marcó el final de ese lapsus. Ni bien arrancó el rasgueo juguetón de “Las Sirenas” todo volvió a la normalidad. Bajo-corpulento-batería-percusión que funcionan como motor y no como cimiento, y las guitarras, más dúctiles, danzando entre ellas. Ritmo y sustancia para hacer cuerpo a Los Espíritus.

Ellos no sólo aparecen e impresionan, se te meten en la piel y se manifiestan: puro baile en la pista. Como las últimas imágenes son las que quedan más nítidas, el principio pareció algo lejano y, al salir, recordábamos porque Los Espíritus nos gustan tanto.//∆z