Netflix acaba de reestrenar el spin-off de Karate Kid y anunció la tercera temporada para 2021. En ArteZeta analizamos la serie que pateó el tablero de la nostalgia ochentera.
Por Carolina Bello
En una de las primeras clases de semiótica –la ciencia que por definición de los capos estudia los signos en el seno de la vida social- que tuve, de la mano del entrañable profesor Luis Dufur dimos San Agustín. Me llevó un tiempo entender por qué estábamos dando a un sujeto que tenía un San delante de su nombre, que olía a cristianismo, hasta que fuimos descubriendo que este sujeto fue uno de los primeros antiguos en hablar del signo como elemento que despierta en la mente alguna otra cosa. San Agustín también decía que el mal es un defecto del bien.
Nos hemos acostumbrado a estar del lado de los buenos. Hasta que aparecen, claro, los malos dignos, los que nos conmueven, esos cuyo génesis se encuentra en el dolor y ahí empatizamos. ¿Quién puede culpar a Cersei? ¿Es pasible de odio la otra mitad de El Protegido?
La tradición americana de películas de los ochenta se ha esmerado por la elaboración de héroes que, a caballo entre Odiseo y un ser mortal, se transformaron en la mezcla perfecta para los personajes del sistema que los creó: ejemplos de superación. De ahí, la explotación de las secuencias de aprendizaje donde el héroe comienza desvalido o sin chances, hasta que, mediante un proceso de esfuerzo y tesón bajo la tutela de un maestro, o incluso solo, genera esperanza en lo televidentes que aguardan ansiosos la batalla final. Mientras escribo solo pienso en uno que lo tiene todo: Rocky Balboa, un héroe de puño y letra en los cuadriláteros simbólicos de la guerra fría.
Yo fui más de Karate Kid. Será porque mi hermano tenía la misma edad de Daniel Larusso cuando cada tanto volvía del liceo con los lentes de ver rotos, producto de sus escasos kilos adolescentes y de que el mundo, entonces, ya estaba lleno de soretes. La vimos juntos por primera vez, y la vimos juntos cada vez que la dieron. Miyagui era el abuelo de todos, porque por suerte entendimos rápido que para aprender a golpear primero hay que saber equilibrio.
Karate Kid tenía un bueno muy bueno que era Miyagui –un japonés era el bueno-, tenía un malo muy malo que era John Kreese –un excombatiente americano era el malo- y debajo, en la misma banda de flotación de una adolescencia carente: Daniel Larusso y Johnny Lawrence, discípulos de aquellos dos maestros respectivamente. Al repasar Karate Kid 1 tantos años después, ya no es tan fácil colocar a Daniel San de lado de los buenos y a Johnny Lawrence del lado de los malos. Esto, porque al hurgar en la escenas, se me da por pensar que la mayoría de las veces Daniel responde las agresiones de Johnny con recursos arteros o carentes de ética, como cuando le rompe la cara con una patada de grulla en la escena final. Ya no hay héroes.
Volver al futuro
Cobra Kai es una serie inteligente. Con un guion que respeta el código del género al servicio de la tensión narrativa, pero también como una parodia permanente de la nostalgia, de un presente minado de pantallas y desidia y de un futuro siempre incómodo.
Han pasado 30 años desde que Daniel San se coronara campeón ante aquel, en principio, bravucón que era Johnny Lawrence. Ahora, Daniel Larusso es un empresario exitoso, con una esposa hermosa a la altura de su concesionaria de autos, una hija noble y una mansión con jardín japonés; mientras que Johnny, el rubio odioso de las fraternidades, es ahora un perdedor, borracho, varado en un purgatorio que no le permitió salir de su época dorada. De eso, solo quedan vestigios: una remera de Metallica, un auto de salón de maquinitas, y su sabiduría marcial. Es imposible odiarlo. Él es el verdadero protagonista de este spin-off. Un personaje que en el pasado ha sido sometido a actuar de acuerdo a los deseos y añoranzas de otra persona, aquel que le inculcó el mantra: “Golpea primero, golpea duro, sin piedad”.
A diferencia de series como Stranger Things, que introducen elementos epocales ya no como una recreación creíble sino como un permanente gesto estético forzado que genera demanda y, por lo tanto, merchandising, Cobra Kai viene a patear el tablero de la nostalgia ochentera. Con el criterio de la lucidez, la serie convierte todo su universo en una parodia de sí misma que resulta en una potente crítica a la cultura que nos configura como seres humanos más allá de la biología.
Sin decirnos jamás que todo tiempo pasado fue mejor, Cobra Kai establece permanentemente un juego especular en donde los binarismos se multiplican en favor de las perspectivas. Nadie es intrínsecamente malo, nadie es intrínsecamente bueno: ni los personajes, ni las épocas, ni las doctrinas.
https://www.youtube.com/watch?v=G7PNuBlB_jY
Degeneración en generación
Que compran paltas, que usan barba, que hicieron de ciertos parámetros de fealdad verdaderos cánones de belleza, que tienen hígados blindados para la cerveza artesanal -o es que toman muy poco como para dañarse- que no fuman cigarros -incluso antes de los decretos y las desmesuras- que en vez de rascar la olla de la mente, googlean; que no saben andar sin mapa, son algunas de las características que dicen, tiene la generación Millenial.
¿Quiénes dicen? ¿Qué fue primero? ¿Un grupo integrado por millones de personas en todo el mundo con un el único sesgo de haber nacido entre tal y tal año que, una vez puestos bajo estudio se encontraron las características similares de comportamiento? O tal vez fue al revés, y comenzaron a proliferar una serie de características que se volvieron canon de Wikipedia, en el que se enumeran los requisitos para formar parte de un grupo con cierto prestigio cool.
Seguramente, los avisos de refrescos donde actualmente proliferan las camisas floreadas, la jovial frialdad y los jeans nevados cuyos eslóganes dicen: “tomá Pepsi unite a la tribu”, no sean arbitrarios. Tampoco es arbitrario que detrás de toda definición antropológica absolutamente sesgada por una única variable que son las fechas de nacimiento existan intereses -no quiero ponerme apocalíptica- de ese viejo diablo llamado corporaciones. Esas que mueven el mundo, a Víctor, y a sus marionetas.
En ese juego de perspectivas que se abren como un laberinto de espejos, Cobra Kai enfrenta ya no solo la escuela de Miyagui con la de John Kreese; ni a Johnny Lawrence con Daniel Larusso, sino a dos momentos históricos distintos, con toda su centrifugadora antropológica. La adolescencia de los 80 y la adolescencia del primer cuarto del siglo XXI. Con maestría y ni siquiera con escenas grandilocuentes, estamos asistiendo permanentemente a la interacción de dos mundos con todas sus ambigüedades.
En una escena de las profundas -con todos sus gags- Johnny cuenta una historia de vida a su discípulo, un chico con el carisma de la inteligencia en un contexto carente. Johnny narra su historia en una mesa de bar, habla, conmueve, su relato traspasa, llega. Su discípulo lo mira atento. Parece entender. Suena el celular. Es una notificación de Instagram. El discípulo abandona la conversación. Termina la escena. En otra oportunidad, vemos las desmesuras discursivas -incluso representadas en sus sueños eróticos donde la mujer siempre aparece ligada a un auto- que hoy en día no tienen cabida en el mundo de la reivindicación genuina que, sin embargo, ha torcido las estructuras hacia el artificio de lo políticamente correcto.
En Cobra Kai también existen las escenas épicas, aún cuando transcurren dentro de un centro comercial. Sin embargo, en la segunda temporada hay una secuencia que por la calidad de la puesta en escena, el sentido generado en el montaje paralelo y la estética aplicada, logran uno de los momentos más altos de la serie, con una reconstrucción que no habíamos visto antes. Ante la vuelta de Kreese y en afán de demostrarle que no se ha ablandado, Johnny Lawrence somete a sus alumnos a un entrenamiento fuera de gama que pone en duda la escala ética incluso del artero sensei con pasado militar. Con una reminiscencia poética a la fuga entre la mierda de Sueños de Libertad, vemos a los mejores alumnos de Johnny meterse dentro de un camión de cemento, con el desafío de hacerlo girar desde adentro con sus pies de millenials embadurnados en el concreto y una fuerza desmedida que se asemeja a la tortura.
En tiempos donde las series son manufacturas generadas a demanda para plataformas funcionales al apaciguamiento neuronal, es cada vez más difícil encontrar aullidos de rebeldía en la estepa, caballos de Troya dentro del sistema. Disfrazada con las mantas de un entretenimiento menor o de un spin-off oportunista, Cobra Kai ha logrado colar un discurso crítico en escenas cargadas de honestidad y lucidez. Miyagui estaría orgulloso.//∆z