A través de películas y realizadores, un repaso por el período de fertilidad que vivió el cine nacional desde la llegada de Héctor Cámpora al gobierno hasta los meses previos al golpe cívico-militar más feroz de nuestra historia.

Por Gustavo J. Castagna

De Favio a Favio. O de Moreira a Nazareno. O del 24 de mayo del 73 al 5 de junio del 75.  Algo más de dos años en los que un puñado de películas locales arrasó en boleterías, superando a las producciones de afuera e intimidando a las productoras y distribuidoras estadounidenses por tanto alboroto comercial, estético, político y social en los cines (y también en las calles de aquel país de 25 millones de habitantes).

La historia duró un lapso, acotado y restringido, liberado y luego censurado (oficialmente). Los historiadores la encorsetaron como “la primavera camporista”. Sí y no. En todo caso, fue más que eso: el cine argentino industrial triunfó por entonces en la taquilla en paralelo a los títulos extranjeros autorizados por el Ente de Calificación Cinematográfica (Decamerón de Pasolini; La naranja mecánica de Kubrick; Último tango en París de Bertolucci), en una filmografía en la que convivieron metáforas políticas, comedias picarescas, historias de oficina y erotismo barrial.

POLÍTICA, PASADO Y PRESENTE

La historia se inicia con el estreno de Juan Moreira, un día antes de la asunción de Héctor Cámpora como presidente, y se cerraría definitivamente con las primeras semanas en cartel de Nazareno Cruz y el Lobo. Los datos asustan: más de 5 millones de espectadores disfrutaron de las películas de Favio en los cines céntricos, en las salas de barrio y en las del interior del país.

El vía crucis de Moreira es el prólogo de un cine industrial que pega inmediatamente en el espectador. Un público joven, en paralelo a su militancia política, lee Los vengadores de la Patagonia trágica (1972), de Osvaldo Bayer, y luego polemiza con las imágenes de La patagonia rebelde (1974), de Héctor Olivera junto a la productora Aries y un elenco de prestigio.

En un mismo punto se sitúa el estreno de Quebracho (1974), de Ricardo Wullicher: cine político de denuncia, que escarba en el pasado para colocar en tensión a un presente donde la utopía revolucionaria no está a la vuelta de la esquina pero tampoco demasiado lejos.

Los fusilamientos en la Patagonia anarquista y rebelde y las tres historias que trascurren en “La Forestal” autorizan más de una lectura coyuntural donde hay espacio para el debate sobre el ser nacional, las empresas extranjeras y una nueva mirada sobre “La Tercera Posición”.

Aclaremos: esto es cine político industrial, ya recorrido el territorio de la clandestinidad que había inaugurado tiempo atrás La hora de los hornos (1968), más tarde Operación Masacre (1973), de Jorge Cedrón (que tendría un limitado estreno comercial), y Los traidores (1973), de Raymundo Gleyzer. La recuperación del voto y de las libertades expresivas, con el peronismo en la calle y en el poder, haría finalizar esa zona de riesgo, esa tensión permanente al mirar una película política y militante en la clandestinidad. Paradojas (o no) de la época.

LA TORRE DE NILSSON

Antes de la primavera industrial de este cine, Leopoldo Torre Nilsson había iniciado su etapa comercial, bien lejos del decadentismo aristocrático que había edificado su obra junto a Beatriz Guido como referente literario. Un policial como La maffia (1972) y la adaptación de Los siete locos (de 1973, estrenada un par de semanas antes del Moreira de Favio) actúan como presagio de un cine de fuerte impacto en el público. La masividad estalla como nunca en la obra de “Bubsy” (apodo de LTN) con los más de 500 mil espectadores que aprueban Boquitas pintadas (1974), brillante transposición de la obra de Manuel Puig. El pueblo chusma, el qué dirán, el chisme, el destino, el melo, la música de Waldo de los Ríos y las cartitas de amor invaden durante semanas los cines de barrios y del interior.

Es que no todo es discurso político (directo o alegórico) en aquel cine gestionado desde las directivas del Instituto Nacional de Cinematografía. Hay espacio para el género policial que escarba en la década del ‘30 a través de La malavida (de Hugo Fregonese) y El pibe cabeza (de Torre Nilsson), donde ese espectador (¿acaso otro?), tal vez sin tanto tiempo (y ganas) para discutir sobre liberación versus dependencia, se convence inmediatamente con una geografía de chorros, gavillas, asaltos, ametralladoras heredadas de Dillinger y tráfico prostibulario.

EL ZAGUÁN Y LA OFICINA

Este exitoso período comercial tuvo sus películas póstumas y operas primas. Con el antecedente de Tute Cabrero (1968) como referente de un “cine de oficina”, Sergio Renán debuta como realizador con La tregua (de 1974, adaptación de la obra de Mario Benedetti), el retrato de un pedazo de vida familiar, melancólico y nostálgico, que agrupa a los personajes de un clan, a compañeros de trabajo y a la posibilidad –corta y fatalista– de escapar por un rato de la rutina. El público también aprueba una historia pequeña e intimista, con un elenco superlativo y frases para el recuerdo (“la oficina se acabó”, proferida por el gran actor Walter Vidarte como el voraz jugador de Prode).

A la tregua de perfil bajo concebida por Renán desde Benedetti se fusiona el melo erótico de barrio, de zaguán y maldiciones, y de destinos trágicos y flashbacks como imperioso recurso formal que sustentan las imágenes de La Mary (1974), última película de Daniel Tinayre, un cineasta para revalorizar o descubrir. La Mary fue lo suficientemente promocionada desde lo público y lo privado a raíz de su pareja central (Susana Giménez y Carlos Monzón), pero eso no impide destacar a un film con logros y victorias: su paisaje vintage en comparación con un contexto realista, y los decorados artificiales entremezclados con exteriores “reales”, posibilitaron una extraña mimetización con el espectador, como si se tratara de un viaje tardío (pero bienvenido) al sistema de estudios del cine argentino de décadas anteriores.

Una curiosidad de la época, que rebatiría esta nota, se relaciona con el fracaso comercial de Yo maté a Facundo (1975), última película como cineasta de Hugo del Carril, estrenada una semana antes del Nazareno de Favio. Nadie quiso ver esta reinterpretación de la historia argentina a cargo del director de Las aguas bajan turbias. Otra (una más) paradoja de la época.

EPÍLOGO A LA NOCHE MÁS OSCURA

Pero desde agosto de 1974 el paisaje había cambiado. Protegido por entidades familiares y eclesiásticas y custodios de la moral y las buenas costumbres, y con la aprobación y firma de la presidenta Isabel Martínez de Perón, el mando del Ente de Calificación Cinematográfica había cambiado de manos. Al reemplazo de Octavio Getino (miembro del Grupo Cine Liberación y codirector de La hora de los hornos) le sucede Miguel Paulino Tato, ex crítico, religioso en versión inquisidora, mutilador y censor de cientos de films y obsesivo y perseguidor enfermizo del cine argentino de la época, en especial de las películas y de la obra de Torre Nilsson. Tato seguiría firme en su puesto hasta 1980, ya que sus decisiones servirían a los primeros años de la dictadura en el poder, pero su manera de ver al mundo (apoyada por civiles y militares) ya se había declarado dentro de un período democrático. Sugiriendo cortes, obstaculizando libertades expresivas, retrasando estrenos, demorando trámites ya de por sí burocráticos dentro del INC.

A fines de 1974, entonces, el panorama no era el mismo pese a que el público seguía aprobando a un cine argentino de inmediata recuperación económica. Por aquel fin de año Charly García escribe y graba con Sui Generis “Las increíbles aventuras del Sr. Tijeras”. A Torre Nilsson se le recomiendan cortes para La guerra del cerdo (1975) y Piedra libre, que recién se estrenaría, tijeras de por medio, durante 1976. Y, por si faltara algo, durante el último septiembre de aquella democracia se estrena Los chiflados dan el golpe, de Enrique Dawi.

Prólogo y epílogo al mismo tiempo: una película tonta y banal anuncia aquello que se avecina, ahí nomás, a los pocos meses. El espectador seguiría respondiendo a un cine argentino industrial pero ahora inclinado al entretenimiento familiar, a los comandos azules y superagentes, a las bondades de la policía y las tres fuerzas armadas construidas por los guiones e historias de Chango Producciones.

La primavera había terminado y el recordado “¡acá está Juan Moreira, mierda!” había sido reemplazado por el ruido de los motores de los Falcon sin identificación. Y no solo de ficción. //∆z