Cine argentino: La Generación del 60, el mito inacabado
Por Gustavo J. Castagna

Un repaso por las obras emblemáticas de una camada de directores que cambió las reglas del cine nacional.

Por Gustavo J. Castagna


Hace más de tres décadas, al momento de entrevistar a José Martínez Suárez y abordar los años de La Generación del 60 que él integró, desde la pregunta inicial surgió su primera y sutil corrección: “Discúlpeme, pero nunca fuimos un movimiento cinematográfico sino la feliz coincidencia de algunos directores y películas en un momento determinado”.

En efecto, el realizador de Los muchachos de antes no usaban arsénico (1976), locuaz e irónico, se explayó sobre los orígenes, logros y derrotas del grupo (no movimiento) describiendo algunas de las películas que identificaron una manera de pensar al cine, no solo desde la realización sino también a partir de la producción y distribución de los materiales.

Veinte películas junto a sus directores, actores, técnicos y productores (independientes), una presencia importante en festivales internacionales o locales, una discreta carrera comercial y unos inconvenientes con la censura (oficial o no) constituirían los parámetros y la historia más conocida del grupo generacional.

Circe (1964), de Manuel Antín

Historia pequeña y corta en el tiempo, con sus orígenes en 1957 y su epitafio en 1965, el mismo año en el que Favio presenta Crónica de un niño solo y a meses del golpe de estado que expulsaría de la casa de gobierno al presidente Arturo Illia.

Sí, en un principio, el contexto político, social y cultural apoyó a este “nuevo cine”, pero más tarde apuraría su liquidación final con tal de no incomodar a las vetustas recetas procedentes del aun joven INC (Instituto Nacional de Cinematografía).

Entonces, ¿cómo observar ese fenómeno cultural en estos días? ¿Cuáles son aquellos títulos que trascienden el marco de su época? ¿La Generación del 60 solo fue un leve intento de hacer algo nuevo en el cine argentino?

Acá empieza, por lo tanto, un viaje recordatorio a través de seis películas representativas del grupo sesentista.


La cifra impar (1962), de Manuel Antín

El director-escritor adaptó tres veces a Cortázar y la transposición al cine del cuento Cartas de mamá hoy se aclara como su mayor logro. Voces en off, lecturas de cartas, geografía de París y Buenos Aires y cortes en el montaje heredados de los inicios de la Nouvelle Vague (Sin aliento, de Godard, en especial) confluyen en una historia mortuoria en donde la locura y la presencia-ausencia de Nico (Sergio Renán) desestabiliza la vida de un matrimonio. Cortázar y Antín escribieron la adaptación a través de envíos entre Buenos Aires y París y el autor de la futura “Rayuela” se declaró más que satisfecho con su cuento trasladado a las imágenes.


Los inundados (1962), de Fernando Birri

El director, junto a la Escuela del Litoral de Santa Fe, emprendió un camino novedoso por entonces: el autofinanciamiento de una película, sin necesidad de créditos y subsidios oficiales. La historia reinterpreta con humor (negro) a La terra trema (1948) de Luchino Visconti y a otros ejemplos del neorrealismo italiano de posguerra buceando en un grupo de inundados que debe trasladarse por la provincia huyendo del desastre en época de elecciones municipales. La crítica es feroz pero también sutil: no hay salvación para el grupo marginado por cualquiera de los indicadores económicos, cuestión que molestó a una mirada de izquierda raquítica (que no soportó el carácter farsesco de sus protagonistas) y a la derecha rancia y pequeño burguesa (siempre inválida desde una manera de ver al mundo que no va más allá de su propio status y ombliguismo social).


La herencia (1962/1964), de Ricardo Alventosa

La Generación del 60 –con la excepción del humor negro de Los inundados– siempre mostró personajes grises, historias melancólicas en la gran ciudad, soledades afectivas, alguna porción de cinismo entremezclado con síntomas suicidas y más de un enfrentamiento de jóvenes frente al poder (familiar o institucional). La herencia es una gratificante curiosidad donde las máscaras de la clase media se caen a pedazos con tal de ascender dentro de la escala social. Alventosa, basándose en un cuento de Guy de Maupassant, construye personajes y situaciones ajenos al modelo que imperaba en la televisión del momento (La Familia Falcón; El amor tiene cara de mujer). El humor de la película, como era de esperar, expuso más de un intento de censura y/o prohibición, que atrasaría su estreno hasta 1964.


Dar la cara (1962), de José Martínez Suárez

Además de erigirse en uno de los títulos representativos del grupo, la segunda película del director representa la radiografía más extremadamente realista de la Gran Ciudad. Varios relatos y personajes se cruzan en una narración coral donde se discute en las universidades, se desnuda la corrupción en el deporte del ciclismo y se plantean los dilemas morales de un joven, hijo de un distribuidor y productor de cine, que no desea continuar con “el mundo falso” que proponen las películas (y el dinero) de su progenitor. El libro de David Viñas –publicado luego del estreno de la película– y la puesta en escena naturalista de Martínez Suárez, en un estructura de guión centrífugo que ordena sus piezas sin prisa ni apuro, configuran el A-B-C del grupo: escenarios naturales, temáticas arraigadas a la denuncia, disputas entre jóvenes y viejos y un registro urgente de lo cotidiano con una cámara que invade tópicos del documental para fusionarlo con la ficción.


Tres veces Ana (1961), de David José Kohon

Los tres episodios escritos por Kohon (Prisioneros de una noche; Breve cielo) fueron la mejor carta de presentación del grupo. Las calles de Buenos Aires, los exteriores “reales” y la construcción de jóvenes personajes muy lejos de paternalismos y custodias familiares conformaron una de las películas esenciales de la década. Importancia que llega hasta hoy acondicionando algunos de sus ejes temáticos a la actualidad. La tercera historia, la del solitario “Monito” Riglos (Walter Vidarte), sintetiza un dilema aun contemporáneo: la soledad del individuo en las grandes ciudades. La segunda, refugiada en personajes de un existencialismo heredado de Sartre pero en un registro suicida, hace eco en aquella “noia” italiana de los 60 (los films de Antonioni) adaptada a la burguesía local. Y el primero de los segmentos, que narra la historia de amor de una pareja que se conoce yendo a sus trabajos diarios, ofrece un tema más que revolucionario para la época: sin citarlo explícitamente, la pareja se plantea si interrumpir el embarazo y no tener el hijo que están esperando. Tres veces Ana sigue siendo uno los títulos emblemáticos del grupo.


Pajarito Gómez (1965), de Rodolfo Kuhn

Si el paisaje satírico de Los inundados jamás perderá vigencia ante el desinterés de funcionarios de cualquier extracto ideológico, Pajarito Gómez de Rodolfo Kuhn (Los jóvenes viejos; Los inconstantes) supera sin problemas el marco crítico de aquella coyuntura (una cínica tomada de pelo a Palito Ortega y el Club del Clan) para trasladar su discurso hasta estos días. En efecto, Pajarito (Héctor Pellegrini) es un ídolo de la canción, un cantante nuevaloero construido por la compañía discográfica. No solo debido a su voz y su origen barrial sino también por la televisión, la publicidad, los concursos (“sea la novia de Pajarito por un día”) y hasta el invento de una novia que actúa de común acuerdo con la productora de discos. La falsedad, la mentira y la estupidez se fusionan al regocijo de ver o escuchar a Pajarito cantando su hit “Estaremos juntitos en el año 2000”. Pero la tragedia, como ocurriría con algunas cantantes que llegan hasta estos días, espera a la vuelta de la esquina. O, en este caso, al viajar a Chile en tren por temor a trasladarse en avión. Es que el final de Pajarito Gómez no solo representa el desenlace de una película, de su personaje y de una historia.

Docenas de fans bailan el tema musical que hiciera célebre al cantante, velado a cajón abierto, entre coronas y silencios interrumpidos por la música. El velatorio de Pajarito simboliza las exequias fúnebres de la misma generación, ya hastiada de tantas demoras y obstáculos para estrenar sus películas por órdenes provenientes del mainstream local y de las sugerencias de los custodios de la moral y las buenas costumbres. El epitafio sería el velatorio de Pajarito Gómez, símbolo de una época de nuestro cine que intentó modificar algunas estructuras apolilladas en la producción y contenidos de films.

Mientras tanto, a los pocos meses, el golpe cívico-militar encabezado por Juan Carlos Onganía daría inicio al cine político militante y clandestino. Pero esa sería otra historia. //∆z