De la vida de un argentino con buen timing para las malas.

Por Santiago Farrell

Los mejores veinte minutos del año para mí hasta ahora no tuvieron nada que ver con perspectivas mejoradas de pasar económico, ni con la posibilidad del reencuentro del amor, ni con uno de esos grandes asados que se hacen regularmente en la casa paterna, allá en Castelar, que tan feliz me hacen. No. El momento de mayor alegría, de mayor júbilo de mi existencia en lo que va de 2014 fue durante un breve intervalo en el que se revelaron, una vez más, los recovecos más oscuros y miserables de mi personalidad.

Especifico: el 12 de junio, de 17:11 a 17:29 aproximadamente. En esos preciosos minutos, asistí con mi amigo Seba a un espectáculo maravilloso: Brasil perdiendo 1 a 0 con Croacia, desconcertado en todas sus líneas, haciéndose un gol en contra y pasando vergüenza en pleno partido inaugural del Mundial.

No duró mucho, como ya sabemos. Dos golazos y un penal inventado fueron más que suficientes para una selección croata que hizo bastante pero no tanto. Pero hasta las cinco y media de la tarde no podía más del éxtasis que me generaba ver a Brasil perder un partido importante. Impulsos desmedidos me rebosaban de placer, una Schadenfreudesin límites. Seba también lo estaba disfrutando, por supuesto, pero yo directamente estaba exultante, como si hubiera esperado este partido toda mi vida. Nada podía ser mejor. Gritaba desaforado, me reía del fantasma de Dani Alves, soñaba con que se lesionara Neymar (o antes de la Copa, que lo ayudaran piernas fuertes como las del Flaco Somoza en una hipotética final), pedía al Dios en el que no creo un gol más de Croacia. Resultó mucho pedir, y el final del match me llevó a una autorreflexión.

Tal vez estuviese exagerando. Pero mejor retrotraigamos la película mucho antes de las 17:11, unos doce años ya, el comienzo de mi adolescencia. Los recuerdos flotan entre el deambular por la casa discman en mano, álbumes de Nirvana, Floyd, Radiohead y Smashing Pumpkins bajados artesanalmente, tema por tema; el aburrimiento general, las diosas imposibles de cada año escolar, las sesiones de quimio de mamá y el cielo celeste y vacío del Planalto Central, porque la secundaria la hice en Brasilia. Llegamos el 3 de junio de 2002, día con tanta niebla que por la radio lo decretaron el peor día de la historia de la aviación civil argentina, a la noche. Ingresé al Instituto Nossa Senhora do Perpétuo Socorro una semana después de llegar, a lo sumo dos.

¿Les dice algo la fecha? Hagamos efemérides. El día anterior, la Selección de Bielsa le había ganado a Nigeria en un festival de fútbol, según leí en el Correio Braziliense, el diario de la ciudad. Cinco días más tarde llegaría la tragedia, el penal de Pochettino a Beckham, la venganza de los ingleses por el 98, y mi primer día en la escuela. Vimos ese partido en la flamante oficina de papá, con un número variable de brasileños atrás nuestro flameando alegres una bandera inglesa gigante. Ellos habían debutado con un flojo 2-1 a Turquía, y después empezaron los fuegos artificiales ante cada gol del 4 – 0 a China y del 5 -2 a Costa Rica. Tiraban cohetes por cada gol. Risueños, confiados, como ya sabiendo.

Para quien ignore la fonética del portugués, Inglaterra se dice “inglateja”. Por eso, ya en el Perpétuo, fue tan difícil disimular la avalancha de cargadas que pendía de la pregunta “E aí, vocês perderam para a Inglaterra!”. Simulé no entender la frase tantas veces que los cansé. La ignominia terminó por fin con el desabrido empate ante los suecos. Quedaba esperar una derrota de la verde-amarela, pero no. Tres semanas después, un Scratch a prueba de todo demolía a la Alemania de Oliver Kahn y se alzaba pentacampeón. Todavía recuerdo la caricatura de Oliver Kahn como pared explotando frente a la pierna cañón de Ronaldo.

El día siguiente es el que explica buena parte de lo narrado anteriormente. Me cargaron todos. Mis compañeros de clase, los profesores (“nós somos penta, vocês são bi”, repetía el de Química), gente de otros cursos, personal de maestranza, personal administrativo, el portero, los jardineros, las monjas, los pibes del jardín de infantes en el baño, desconocidos. La directora Célia, una mujer amable hasta para criticar mi pelo largo, me mandó a llamar a su oficina por el sistema de audio del Perpétuo para el privilegio de cargarme a solas. Calculo que habrán sido unas 500 personas en total. Estaba la cargada risueña y la cargada disfrazada de “ya les va a tocar”, las expresiones de lástima, el amor por los prefijos griegos, las burlas a “Maradroga”. Cargadas de hombres y mujeres, de torcedores roxos y absolutos desinteresados por el fútbol (que los hay también allá), de todas las edades .Y lo más angustiante, la sensación de no tener nada de dónde agarrarme. Con equipos es otra cosa, uno puede darla vuelta con un descenso aquí, una copa perdida allá, un poco de amargura más allá. Pero con países es menos manejable, y nunca me había tocado la distinción de ser el único (mi hermana era mujer y mi hermano muy chico, calculo que dolió menos) cargable en un establecimiento educativo entero. Mi incipiente portugués no me protegió del entendimiento.

El incidente truncó patrones que regían mi biografía hasta el momento. Resulta que mi relación con el fútbol (y el deporte) siempre fue periférica: de pibe sólo me interesaba porque era un momento compartido con mi papá los domingos. Tuve chispazos de atracción pero mi habilidad siempre fue nula. Como decía mi papá, yo corría atrás de los que corrían atrás de la pelota. Hacía banco para completar la planilla en los torneos intercolegiales (una vez se lesionaron tres compañeritos y me rehusé a dejar las historietas y las papas fritas que había traído para entrar). Me decían “Caverna” y si alguna vez el partido estaba muy desequilibrado a favor de mi equipo, surgía la consigna que haga un gol Caverna y salían a taclear a los rivales. Una vez, charlando con el arquero, nos distrajimos y nos metieron un gol de media cancha. Fui a por lo menos tres escuelitas de fútbol, y sólo recuerdo quedar aturdido unos minutos cuando cabeceé muy fuerte una pelota. Todo esto fue recubierto por una trabajada indiferencia hacia cualquier clase de actividad física.

En algún documento de Sociología leí la teoría de que en el exterior, un residente extranjero suele reforzar su identidad propia como diferente para marcar distancia, en una autodefensa inconsciente ante la situación de ser el otro, reafirmándose como ese otro cuando tal vez en su país de origen no sería tan nacionalista. No parecía ser mi caso. Desde que llegué a Brasilia, la amenidad de la gente me pareció mil veces mejor que la hostilidad de mi cohorte etaria en Buenos Aires. Preferí el clima, no tuve problemas serios con la comida, y aun hoy me encanta buena parte de esa gran cultura de la que tanto tomé. Mi otredad resaltaba más que nada en cosas que no podía controlar, como el fenotipo. Excepto una sola cosa. Desde aquel fatídico día, el fútbol, área por la que profesaba un interés a lo sumo residual, pasó a constituir una brecha insalvable, último bastión de la argentinidad que nunca abundó en mi persona, pero que ahora brotaba como un géiser.

Lo vivía como un sentimiento patético, y nadie me ayudó, claro está. Como en las Eliminatorias para el Mundial de 2006, un 3-1 horrendo en el Mineirão de Belo Horizonte con descuento de Sorín y doblete de Ronaldo. Un forro me llamó antes del partido (para decirme por cuánto nos iban a ganar y quién iba a hacer los goles), en el entretiempo (para decirme quién tenía que meter los goles que faltaban) y finalizado el cotejo (para la cargada oficial). Volvía a unirme con mi viejo, como en la infancia, pero esta vez para agredir verbalmente a los comentaristas (“cómo pega la Argentina, se nota la frustración”, provocaba Galvão Bueno). Por cierto, qué mal año fue 2004: mes y medio después de ese partido, llegaba la infame final de la Copa América, con el gol agónico de Adriano para cagarnos la existencia. Hasta el día de hoy sospecho que la movida de poner una prueba de Matemática al día siguiente fue una maniobra bochornosa de la escuela para hacer ingambeteable la gastada fenomenal que engullí al día siguiente. En la clase particular de guitarra de esa misma semana, tuve que tocar en una Les Paul pintada con los colores de ese… trapo. Y de la Copa América de 2007 ni hablemos, por favor.

En 2006 y 2010, nos fue igual a ambos países en materia de resultados: eliminados en cuartos, nosotros un día antes.  En Alemania, algo se rompió y por primera vez me cargaron antes de tiempo; apenas Zidane lo vio a Roberto Carlos atándose las medias y pateó el tiro libre, salí corriendo, presa de la jubilosa ira, marqué once dígitos seguidos y el primero que atendió en la casa de un amigo se comió un “¡¡¡GOOOOOL!!!” desaforado tras el cual casi hundo el teléfono en la mesada al colgar. El acecho de la tecnología me la fue complicando en Sudáfrica: a jocosos comentarios por Facebook respondí “chuta que é macumba” (“tocame que soy piedra”, en traducción libre). Y después, a repetir por ahí sin ninguna clase de justificación teórica “se creyeron que iban a ganarle así nomás a Holanda…”, casi más feliz porque perdieran ellos que otra cosa.

Es un sentimiento repugnante cuya persistencia me asombra. El regreso a la tierra natal no lo ha morigerado. Por el contrario, todo torneo internacional de fútbol —y especialmente los Mundiales— es para mí un festival de estertores atroces, de sudar frío, de perder por completo la calma ante el menor atisbo de imperfección de la Selección (y aquí va el tan demorado perdón para mi hermano y mi padre, gracias por su noble paciencia). Es que no soy sólo un pésimo jugador, soy un pésimo hincha. A veces casi no puedo mirar los partidos de la Selección, me exigen demasiado; creo que bajé un kilo en Argentina – Irán. En cierta forma, el fútbol me llega más que nada por la emoción que me traen los Mundiales, los partidos entre todos. No lo puedo evitar, y se pudre apenas recuerdo que participa Brasil, el país más ganador, cuna de Pelé (allá no entienden eso de debutó con un pibe), Garrincha, Zico, la selección del setenta, Ronaldo, Ronaldinho Gaúcho, el Scratch (¿de dónde salió ese nombre?). En suma, una parada obligada en el camino de todo aquel que ame el buen fútbol. Mala elección para rival, la mía.

Y así llegamos a 2014. El teléfono es obsoleto, ahora evito las redes sociales. Me indigno con una amiga que “hincha por Latinoamérica”. Y no me pierdo un partido, hasta Irán – Nigeria vi. Es una fiesta bárbara. Me fascina que nada esté realmente determinado, que caigan los fijos en los papeles, lo de Uruguay, lo de Costa Rica… y padezco a la Selección, pero con la esperanza de que se respete esa regla general mundialista enunciada por Arrigo Sacchi de que “quien está bien al principio, nunca llega bien al final”. ¿Y Brasil? Que pierdan. Que se les lesionen todos, o que se queden afuera en primera ronda, o en octavos, o —por qué no— en la final, contra nosotros, especialmente si jugamos así como venimos ahora; cuánto más injusto, mejor. No vaya a pensarse que hay aquí siquiera un atisbo de dilema moral. Ni por asomo, señores. La dignidad suele ser una virtud aburrida. Si no puedo vencer a mi bajeza, al menos una vez cada cuatro años me daré el gusto de unirme a ella.//z