En Love Letters, Joseph Mount cambia la ecuación y esta vez dirige a Metronomy hacia un sonido cargado, complejo y ensimismado, sobre el que redacta un tratado de los callejones sin salida del amor. Éxito rotundo: la banda logra temazos a pura inventiva. Impresiones de un triunfo artístico.

Por Santiago Farrell

El cuarto disco de Metronomy lleva la pesada carga de suceder al que fue el éxito de esta criatura musical del inglés Joseph Mount: The English Riviera, elegante collage de la adusta costa británica que los puso en el mapa, los llevó a ser teloneros de Coldplay y elevó exponencialmente la ansiedad por lo que siguiera. La banda sin duda sintió el peso de esta recta ascendente, como evidencia Love Letters, que actúa como opuesto a su antecesor. El Mount que en 2011 parecía dispuesto a llevarse por delante al mundo ahora se lamenta sobre los tantos vericuetos del amor perdido y la desconexión emocional en un disco introspectivo y minimalista, casi claustrofóbico, a años luz de aquella promesa de hits futuros. Pero por suerte para nosotros, no hay mal que por bien no venga. De hecho, basta prestar algo de atención y cambiar el chip para descubrir en Love Letters a una banda en la cima de su creatividad.

Grabado en cinta analógica, el modus operandi sonoro del disco parece engañosamente sencillo: una base repetitiva, casi siempre electrónica; la dúctil voz de Mount, que logra transmitir ecos de Robert Wyatt (el arranque de “Call Me”), Prince (“The Upsetter”) y hip hop (“Reservoir”) sin esfuerzo; y el resto, todo mezclado como si la banda estuviera encerrada en el sótano de su casa. En el manejo de ese resto reside la genialidad del disco, ya que Mount reúne elementos de lo más variados con resultados casi siempre excelentes. Hay teclados sesentosos, guitarras limpias en clave lo-fi, coros transcriptos de Motown y una marea de componentes que brillan gracias a la gestualidad buscada en cada tema. Love Letters exhibe la misma confianza en su proceder que The English Riviera, pero no la ostenta; letra y música se repliegan sobre sí mismas, y revelan un universo interno rico y fascinante.

Abundan los ejemplos. En “The Upsetter”, arranque y primera maravilla en miniatura del disco, la entrada de cada elemento (los agudos de Mount, la guitarra acústica, el solo de eléctrica) va agigantando la tensión y hace que la canción mute de una intro hermana de “Star Guitar” de Chemical Brothers a una especie de power ballad que podría ser hecha por OutKast, y todo con un par de acordes. Sobre esto se erige la letra, que comienza como un anhelo clásico de amor malogrado y se enreda metiendo más y más gente en el medio, hasta que un coro sombrío canta “me la estás haciendo realmente difícil” y uno se pregunta qué clase de carta de amor retorcida es esta. A varias de estas Love Letters parecen haberles caído encima algunos cuentos de Cortázar o Clarice Lispector. Esa tensión es palpable en todo el disco y complementa las volteretas sónicas.

La otra pequeña maravilla del álbum es la melancólica “The Most Immaculate Haircut”, que tras amagar con una base electrónica hace irrumpir una melodía preciosa, que le gana al Pavement más otoñal en su propio juego. Mount no se complica y la explota al máximo, echándole encima versos plagados de complicada inseguridad emocional y terceros (ellos y ellas por todas partes) y un estribillo extraordinario donde su falsete adquiere dejos de Jarvis Cocker. Son cuatro minutos donde funciona todo —o casi todo, por ponerse quisquillosos, ya que el intermezzo con ruido ambiente de zambullidas hace en cierta forma de anticlímax— y mejor aún, funciona tan bien que el tema queda impreso en el cerebro durante horas. Es un logro artístico y tranquilamente podría ser también un hit.

Mount reparte momentos como estos por todo Love Letters, disparando hacia tangentes inesperadas con un timing impecable. “Monstrous” toma el drama barroco de Bach, lo tunea con beats y un brío bien del siglo XXI y sale airoso. En “Month of Sundays”, un solo chillón de guitarra y algunos coros se acoplan a una melodía digna de The Smiths y la rockean con éxito inesperado. Y está “Call Me”, que arranca con un dúo entre voz y un teclado exuberante, prófugo de algún álbum del primer Soft Machine, pone segunda con una base electrónica y de repente el pedido del título se transforma en un gemido angustiado (“podemos mejorar/podemos hacer cualquier cosa/podrías ser mía”) mientras la canción y el narrador se derriten a la vez. Es otro nivel de composición, que hace sonar a los discos anteriores de Metronomy como ensayos. En este sentido, la única pista que choca un poco es “Boy Racers”, casualmente el único instrumental, cuya electrónica dance en acelerado movimiento rectilíneo uniforme suena un tanto fuera de lugar en la paleta sonora tecnicolor del disco, si bien dista de ser un mal tema.

En suma, expectativas iniciales aparte, Love Letters es un acierto, un cambio de rumbo que aleja a Metronomy de lo que asomaba como un típico ascenso a la fama para ponerlos en una senda mucho más prometedora e imprevisible, muy superior a su discografía anterior. Puede que nunca llenen un estadio o revienten las radios, pero con producciones tan bien elaboradas y deliciosamente enrevesadas como este disco, quién podría quejarse. Como dice uno de estos pagos que de letras sabe lo suyo: si no hay amor, que no haya nada entonces.

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