En una nueva columna, la escritora uruguaya analiza Carmel: ¿Quién mató a María Marta? La docuserie de Netflix que narra el caso Belsunce, uno de los más emblemáticos de Argentina. La espectacularización de una muerte en un country en el prime-time o cómo un asesinato sirvió para dejar de hablar de la crisis de un día para el otro.
Por Carolina Bello
“El rico come, el pobre se alimenta”.
Francisco de Quevedo
Además de la plata, la diferencia entre ricos y pobres es la intimidad. Los primeros tienen garantizado el derecho a ella y la preservan con fauces alambradas y eléctricas. Los segundos, arrojados a los huecos del sistema, deben dormir, comer y morir a la vista del resto.
Si una persona pobre es asesinada en la calle, es esperable y, por lo tanto, no anida en nuestra curiosidad domesticada; si una persona rica es asesinada en su casa, queremos saber por qué.
Luego de la crisis financiera e institucional de 2001, Argentina debía reencontrarse con su capacidad de asombro. Ya todo había pasado. Lo que nadie había escrito, lo que nadie había filmado. Por los techos de la casa de Gobierno el pueblo en llamas veía escapar a su Presidente; la palabra corralito se instalaba con la fuerza de un perdigón en la mente de millones de personas con un nuevo significado; y las garantías ciudadanas se escondían tras los pilares de una democracia herida. Entonces:
No había plata.
Había hambre.
Y el hambre invita a las ganas de comer y esa necesidad carece de parámetros morales o éticos. Comenzaba otra era. En una sociedad polarizada, los pobres se volvieron más pobres y los ricos comenzaron a albergar un nuevo miedo: el de ser robados. No solo por los bancos o los gobiernos, sino por quienes tienen menos o no tienen nada. Para muestras faltaba la televisación de otro fenómeno, exótico hasta entonces, de la época: los saqueos. El orden social roto como una vidriera de Frávega, e inminente como un lavarropas al hombro.
Afloraban por entonces los barrios privados. Ya no zonas residenciales inmersas dentro de la lógica de la ciudad, sino perímetros cercados, construidos, ladrillo a ladrillo, con los enduidos de un simulacro. Las escenografías de The Truman Show a unos pocos kilometros de la Panamericana.
A esas hectáreas, en Argentina se les llama Country. Así denominadas, en otro idioma que otorgue lo que más que nada se busca: la diferencia ante el ser criollo y endémico. Rousseau decía que la desigualdad se originó el día que un ser humano cercó un pedazo de tierra y dijo “esto es mío” y hubo otro ser humano lo bastante estúpido como para creerle. La sociedad ha entendido y naturalizado la existencia de estos perímetros privados que grupos económicos cercaron, para ofrecer allí el simulacro de una nueva vida apacible a quien pudiera pagarla, en donde el hambre está al otro lado de la garita de seguridad. Una ciudad a escala y semejanza de anhelos embalsamados, mansiones idénticas al imaginario de la ostentación, con polvo de ladrillo en el calzado deportivo.
Actitud María Marta
“Detrás de cada gran fortuna hay un delito”.
Honoré de Balzac
De un día para otro, los diarios dejaban de hablar de la crisis y sus coletazos y comenzaron a imprimir, durante meses, incluso años, un nombre: María Marta.
La aparición del cadáver de María Marta García Belsunce, significó un viraje de la atención, fue un lugar donde la sociedad entera puso la mente y fue, claro, un negocio mediático que exhibía sus fisuras éticas sin prurito. La espectacularización de esta muerte y sus contubernios, no tuvo que ver con el asesinato de una persona, en este caso de una mujer -hubo otros en el mismo período, antes y después-, sino con que de pronto, toda la Argentina podía entrar y recorrer las calles, las casas y las intrigas familiares de un espacio vedado: la vida de los ricos en la intimidad de una trama policial.
Comenzaba el juego Clue de una idiosincrasia que necesitaba desesperadamente pensar en otra cosa y creer en que la desgracia, como la muerte en las coplas de Manrique, nos iguala, tengamos o no un Club House en el patio de nuestra casa. Quién lo hizo, dónde lo hicieron, y con qué arma lo hicieron, decía el aviso publicitario de aquel juego de caja inglés donde jugábamos a los detectives. Ahora, en el Río de la Plata, lo hacíamos a través de la televisión, de las radios y los diarios que cada día nos entregaban nuevas pistas. El caso lo tuvo todo: duda, intriga, sospecha, acusaciones, reveses, dinastías, misterio y, por supuesto: una millonaria muerta en su baño con seis balazos en la cabeza.
Siguiendo una tendencia, con Carmel: ¿Quién mató a María Marta?, Netflix vuelve a apostar por el género que nos cuenta “la verdad”: el documental como fenomenología del hecho. Si es un documental, es verdad, parece ser, a priori, el postulado para diferenciarlo de la ficción. Aunque por ser aprehensión subjetiva de la realidad, sería naif continuar pensando que la objetividad existe en el género o, si vamos al caso, en cualquier lugar. Ni siquiera la ciencia es objetiva: hace falta una sospecha, una intuición o incluso el azar, para elaborar una hipótesis de la que partir.
Un documental, como el arte, también es un sistema de connotación: donde un primer sistema referencial -el hecho- es intervenido por fragmentos de ideología, saberes y perspectivas de quienes lo crean. El resultado siempre será un sesgo y una combinación de fragmentos de “lo real”.
Es destacable el trabajo que hace el director Alejandro Hartmann, así como las y los guionistas, al servirse de una materia prima que de por sí cuenta con todas las pimientas de una historia atrapante, para convertir a su película en un ejercicio de intriga y reflexión.
Porque Carmel, un paso más allá del relato policial, introduce paratextos que contextualizan, no solo el relato que se ocupa del asesinato y que incluye líneas temporales, declaraciones, relevamiento de pistas; sino un momento social dentro de la historia Argentina.
La miniserie parece incluir, además, todos los testimonios a los que había que echar mano: hermanos y hermana de la víctima; el fiscal Molina Pico, periodistas que cubrieron el caso en la época y personas vinculadas a la familia. Pero además, vuelve a abrir el juego para el instinto detectivezco: aquella Argentina que acusó y dejó de acusar conforme los diarios publicaban nuevos indicios, puede ahora ver a Carrascosa -principal sospechoso del asesinato de su esposa- en el presente, arrellando en un sillón, explicando, declarando, evocando y maldiciendo sus pormenores.
El documental funciona aunque el espectador no tenga presente los detalles del caso. Y esto es así, porque el montaje respeta la regla número 1 del relato policial: la intriga. Es ella quien hace avanzar la acción en la ficción y es, curiosamente ella, la que hace avanzar esta historia, cuya resolución es conocida previamente.
Un tratamiento similar hace La desaparición de Madeleine McCann, documental sobre la niña inglesa desaparecida en Portugal en 2007. En los dos documentales, es tan fina la sumatoria de indicios capítulo a capítulo, que aunque conozcamos el desenlace, por momentos generan la ilusión de llegar a una verdad reveladora y sorprendente. Como si por momentos nos invitaran a suspender la noción de lo real, para invitarnos a otro universo que interpela y apacigua: el de lo imposible-posible. En ambos documentales lo que se manipula no es solo la información -por naturaleza del género es menester hacerlo- sino la disposición de esa información dentro del relato para que resulte atrapante.
Más extraño que la ficción
La miniserie es didáctica para involucrar a espectadores y espectadoras en la decodificación de los indicios. En este sentido, el documental logra que quienes lo miran, recaben y anoten sus propias conclusiones, como si cada testimonio de esa familia por siempre sospechada, fueran fonemas en la sala de un interrogatorio donde miramos tras el vidrio espejado.
Pocas veces vimos con plano cenital cómo viven quienes decidieron vivir al margen -otro margen- de la sociedad real, en campus creados como cápsulas previstas para las elites. En una de esas cápsulas, se encontraron seis balas -el cargador entero de un revólver- en la cabeza de una mujer.
No es necesario que el documental tome partido: hay un balance de entrevistados con opiniones y teorías contrarias. El ejemplo más claro es la familia Belsunce versus el fiscal Molina Pico, quien sostiene hasta hoy que la familia es culpable. No obstante, hay en la entrevistas material que podría incluso ser indicio en futuros juicios, porque las alocuciones de la familia parecen dar cuenta de un pacto de silencio que tiene sus fisuras en el discurso de sus integrantes. “En el crimen perfecto, la perfección misma es el crimen”, decía Baudrillard. Y en este caso policial, las torpezas cometidas por la familia en los momentos posteriores al asesinato, son tan obscenas que, por ello, abren la duda de si lo habrán hecho a propósito o no. Fue tan exagerada la desprolijidad que, por ello, podría resultar perfecta: todos los errores a la vista no parecen hablar de un crimen.
El derecho penal en su postulado más famoso dice que cualquier persona es inocente hasta que se demuestre lo contrario. Lo interesante del caso Belsunce es, precisamente, la paradoja: los indicios -la mayoría apuntan a una conspiración familiar-, no terminaron jamás de convertirse en pruebas concluyentes, pero son lo suficientemente pornográficos -la desaparición y la búsqueda entre la mierda del famoso pituto, la lavandina en la escena del crimen, la llamada impertérrita a la emergencia, el maquillaje del cadáver y el ocultamiento del agujero en su cabeza- como para no marcar una tendencia hacia la culpabilidad. Pero casi veinte años después no hay culpables y, por lo tanto, tampoco existe la clave de todo relato: el motivo.
El documental también recurre a herramientas del discurso ficcional. Hay, entre testimonio y testimonio, ensambles de la trama con recreaciones de una mujer que oficia de María Marta, desde el momento en el que entra a la casa y es ultimada en el baño de su habitación. Es muy sutil y celebratorio de una intención periodística y artística, que en la última escena del documental, el cuerpo tirado en el piso del baño se levante mientras la cámara retrocede y devela, a su vez, la escenografía como artificio.
Dentro de una chatura generalizada en la fabricación masiva de producciones audiovisuales, en donde cada vez se ha vuelto más imperioso echar mano a obras literarias con las que completar hojas en blanco –Pienso en el final, El diablo a todas horas, Gambito de dama-, el género documental parece haber llegado para quedarse. Cuando mirar en torno nos hace pensar que muchos acontecimientos son más extraños que la ficción, la materia prima para contar historias atrapantes, reverbera. Carmel: ¿Quién mató a María Marta? es un indicio de ello. //∆z