Después de seis años Nacho Vegas, el cantautor asturiano, desembarcó otra vez en Buenos Aires con su mochila llena de canciones para rockeros sensibles y desilusionados.
Por Cristian J. Franco
Fotos de Candela Gallo
Los dos shows de Nacho Vegas en el marco del festival Ciudad Emergente fueron para muchos la conclusión de una larga, muy larga espera. Seis años, para ser más precisos. La primera visita del cantautor a estos pagos fue en 2007, y en aquel entonces apenas se habían editado en Argentina sus trabajos Desaparezca aquí y El tiempo de las cerezas (un disco doble junto a Enrique Bunbury que sirvió de entrada al universo lírico de ese ignoto, casi mítico asturiano). En ese lejano 2007 Nacho Vegas era un nombre murmurado por un reducido grupo de pálidos acólitos que encontraban en sus canciones una extraña mezcla de tormento y consuelo. Dio dos shows mínimos y se fue de Buenos Aires con más pena que gloria. Nadie sabía si iba a volver.
Pero la verdad es que tendría que abandonar este tono de periodista-de-rock-imbuido-de-fría-objetividad. Primero, porque no soy periodista de rock. Segundo, porque soy uno de los tantos que esperaba con ansias que ese tipo volviera a Buenos Aires con su guitarra y sus canciones. Año tras año alguna vaga promesa de retorno era seguida por la decepción, así que cuando hace unas semanas un amigo me llamó para decirme “Viene Nacho” (así, simplemente esas dos palabras, como una clave ínfima y suficiente) no pude menos que sucumbir al escepticismo. “Posta boludo, está confirmado”. Y sí, estaba confirmado: venía Nacho Vegas al Ciudad Emergente. Se terminaba por fin la larga espera. ¿Había valido la pena?
Desde que empezó su carrera solista en 2001 con Actos inexplicables, hasta el día de hoy, Nacho editó (sumando una buena cantidad de EPs y dos discos en colaboración) 15 trabajos. Proponerse dar una muestra acabada de ese extenso recorrido musical en la hora y media que tenía para tocar en el Emergente debe ser una tarea ingrata. Imposible dejar conforme a todo el mundo. Imposible no traicionar esa canción que todos esperan. Nacho tenía que elegir. Nacho tenía que elegir y tenía que gustar.
El show en la terraza del Centro Cultural Recoleta arrancó puntual. Habíamos esperado en silencio (los fieles del asturiano somos rockeros pacíficos, desilusionados, abúlicos), dispuestos a soportar el invierno y lo que fuera, y Nacho nos quebró la ansiedad acumulada tirándonos encima “Dry Martini SA”, esa canción descarnada e irónica sobre el amor retorcido y las tácticas siempre inútiles para querer u olvidar. Leo entera La Nación./ Hoy desarmé la televisión/ tarareando una canción insoportable, cantó —haciendo un guiño para mostrar que sabía dónde estaba parado— y ya la espera empezaba a valer la pena. Las teclas de Abraham Boba (que en la formación actual que acompaña a Nacho cumple la función de ese fiel escudero que fue por tanto tiempo Xel Pereda) eran como pequeños aguijones que invadían el ambiente y secundaban cada uno de los versos filosos y certeros:
Mientras alzo una mano con la que
podré rozar el cielo
la otra acaricia tus entrañas
con la punta de sus dedos
y me hago tan pequeño
que me deslizo dentro como un pez
y me pregunto esto será lo más profundo
que te voy a conocer jamás
Si empezó anotándose puntos con un juego que se podría tachar de previsible, enseguida se desmarcó y sorprendió. A “Dry Martini SA” siguió “Maldición”, una canción de Cajas de música difíciles de parar (su segundo disco, un doble donde cada canción es imprescindible), como para mostrar que no venía a tocar para los que empezaron a escucharlo antes de ayer. En uno de los terrenos donde mejor sabe moverse, Nacho se mete a narrar la historia de alguien que regresa a su terruño solo para descubrir que todos menos él guardan buena y maldita memoria de sus pecados. Ezequiel se oculta junto a las vías del tren./ Necesita una respuesta para no enloquecer./ ¿Qué ocurrió un verano negro en su ciudad natal,/ que la gente ni siquiera se atreve a mencionar?
Un momento alto (y hermoso y emocionante y mágico) ocurrió cuando empezó a rasgar los acordes de “Días extraños”. Las gargantas y los ojos se encendieron con esa canción de El tiempo de las cerezas, disco doble con el que Bunbury hizo desembarcar a Nacho en las costas latinoamericanas. ¿Me creerán que es una de las canciones más bellas y terribles que escuché en mi puta vida? Espero que me crean y que la escuchen en alguna noche silenciosa y fría, de ser posible con dos o tres vasos de vino en sangre y con el corazón recién quebrado. Eso sí: no me hago cargo de las consecuencias.
Ya era imposible decepcionarse: la espera no había sido inútil. Si la etiqueta “cantautor” significa verdaderamente algo (cosa que dudo), en canciones como “Reloj sin manecillas” o “Nuevos planes, idénticas estrategias” (un clásico en su repertorio), la destreza de Nacho Vegas como compositor confirma su pertenencia a esa especie tan exaltada y vituperada: combinan delicadamente una melodía dulce, sencilla, por momentos casi alegre, con una lírica llena de sombras, grietas y trampas. Son canciones donde hay que pisar con cuidado para no derrumbarse.
Para el cierre, Nacho eligió no dejarnos con las ganas de uno de sus “hits”: a “El hombre que casi conoció a Michi Panero” (un himno donde se concentra la quintaescencia de la filosofía vegiana: ironía, una pizca de cinismo, una buena dosis de desencanto), siguió “Cómo hacer crac” (la ácida canción que Nacho le regaló a la crisis europea), para terminar con “La gran broma final” (donde la “gran broma” no es otra cosa que eso que llamamos amor y que —más tarde, más temprano, pero inevitable— se transforma en un muy mal chiste).
Al otro día Nacho se levantó temprano para tocar en el auditorio de La usina del arte. Fueron casi las mismas canciones pero en un formato más íntimo y con un sonido más acorde al espíritu sutil y cuidado de las composiciones. El ambiente reducido hizo que se sintiera todavía más claramente las ganas que había de verlo y escucharlo. Cuando se despidió (después de regalarnos un cover y una canción nueva con una breve intro-homenaje a Daniel Johnston), todos lo aplaudimos de pie. Y sí, no era para menos: fue bastante más de lo que jamás soñaríais en mil vidas.