“Los que critican que la película es tibia tienen toda la razón. Pero cualquiera que conozca medianamente a Queen, incluso quienes sólo conocen sus hits, saben que la banda inglesa siempre buscó la masividad y la mereció más que nadie”.
por Enzo Maqueira
Me encantó, me dijo mi mamá con su voz de viejita mientras los créditos corrían en la pantalla y sonaban los ruegos de Freddie cantando “Don’t stop me now”. No pude responderle; tenía un nudo en la garganta. Había logrado disimular el quinto llanto en dos horas de película y no quería entregarme en el final. Era la segunda vez que iba a ver Bohemian Rhapsody. En la primera, acompañado de amigos, parejas, colegas, había llorado sólo en el final; pero esta vez fue a cada rato, con cada nuevo tema, con cada aparición de Freddie, del público en Río de Janeiro, la recreación del recital del Live Aid. Sucede que, al igual que la banda que dio origen a todo, así como ese hombre entrañable, legendario y único que nos dejó en 1991, la película que empezó dirigiendo Bryan Singer y terminó Dexter Fletcher fue ideada para conquistar el mundo. Y lo está logrando.
Como contracara perfecta de la canción de la cual toma su nombre, Bohemian Rhapsody está llena de cliches. Es un film apto para todo público, de cualquier género, edad, religión y nacionalidad, que apenas sobrevuela la crudeza de las drogas, el descontrol orgiástico y los horrores del SIDA de los ’80. No le hace honor a las provocaciones de Mercury. Se ocupa de estos temas como quien envía una tarjeta postal. Una imagen, un par de palabras y eso es todo. Los que critican que la película es tibia tienen toda la razón. Pero cualquiera que conozca medianamente a Queen, incluso quienes sólo conocen sus hits, saben que la banda inglesa siempre buscó la masividad y la mereció más que nadie. ¿Cómo pretender que una película sobre uno de los grupos eternos del rock universal ponga el énfasis en un plato de cocaína, una montaña de cuerpos bigotudos o las manchas violáceas de los sarcomas de Kaposi? Queen es una marca registrada del entretenimiento y su película lo deja en claro. Es lo que muestra los quizás exagerados pero disfrutables largos minutos en los cuales se recrea el recital en Live Aid: padres e hijos, meseros y técnicos de sonido, ciudadanos del mundo, abrazando la música, los himnos, hipnotizados ante los bigotes de Freddie Mercury. ¿Y qué si la relación con el padre parece sacada de un programa de Cris Morena? ¿Acaso importa que no todo lo que se cuenta sea tal cual fue? ¿O que falte alguna canción que debería estar? Ahí están los libros y los documentales en YouTube para quienes quieran saber cuánto hay de cierto y cuánto de ficción. Y están los discos para los que busquen más hondo, más adentro de una carrera brillante, heterogénea, siempre innovadora.
De Queen podemos esperar veinte o quizás más hits. Esas canciones, que son las que todos conocemos, y ese espíritu tan comercial como efectivo, conforman la base de la película. Las rarezas, las joyas, las piezas de arte como “Innuendo”, “Seaside Rendezvous”, “My melancholy blues”, “My fairy King” o “Liar”, que dan cuenta de lo inmensa, lo creativa y original que era esta banda, seguirán siendo la meca para las multitudes de siempre y las nuevas que hoy, desde los cines, renacen como ese ave Fénix que Freddie –casi proféticamente– diseñó para el escudo de su Reina. Porque hay tantos Queen y tantos Freddie Mercury (y tantos Brian May, Roger Taylor, John Deacon), que hubo que tomar una decisión, y la decisión fue que la película funcionara como funciona “We are the champions”: un himno a la esperanza, una caja registradora de impulsos. Las otras versiones correrán por cuenta de cada espectador. Sería tonto pedirle a una producción de Hollywood que Bohemian Rhapsody tuviera las intenciones creativas de “The prophet’s song”. Tan tonto como pedirle a un fanático de Queen que no se conmueva ante la escena de cien mil personas cantando “Love of my life”.
Pobre Rami Malek, le tocó un personaje imposible. ¿Cómo ser Mercury con esos ojos salidos y esos dientes postizos? De alguna manera extraña, lo logra. Tiene la gestualidad, los movimientos corporales, la energía. Es cierto: por momentos los dientes parecen una caricatura; pero su actuación es contundente no sólo porque logra darle vida al frontman Freddie Mercury que cautivaba estadios, sino porque además tiene la habilidad para componer al Farrokh Bulsara tímido, inseguro, que deambulaba por las calles de Camden Town en busca del amor de su vida, o que imploraba algo de compañía cuando la mansión que se había comprado le quedaba demasiado grande. Así como funcionan algunos gags (spoiler alert: el gallo durante la grabación de los “Galileo”), la representación que hacen Gwilym Lee, Ben Hardy y Joseph Mazzello del resto de la banda es precisa y eficaz. Con pequeños gestos, con la tonalidad correcta y los tics personales, ahí están Brian May, Roger Taylor y John Deacon. Están. Son ellos. Y le dan marco, como en la vida real, a que se luzca la estrella más brillante del cielo del rock.
En lo importante y en lo aparentemente superfcial, en la presencia de primeros planos de gatos que sacan más de un suspiro y en los cambios en la historia verdadera para que funcione la magia de una ficción, están los extremos del moño con el que se anuda este producto que vino para cumplir con su objetivo: alimentar el mito, cautivar nuevos públicos, abultar los ya abultadísimos bolsillos de los miembros sobrevivientes de la banda y del Mercury Phoenix Trust, la fundación de ayuda a la investigación del HIV que se fundó tras la muerte de Freddie. Le dará una vida más –otra– a canciones tan populares como irresistibles, y abrirá las puertas de par en par frente a los entendidos, los melómanos y los exquisitos: para ellos hay mucho Queen por descubrir. Nosotros, los fanáticos, celebramos la freddiemanía; que nuestra banda le haya ganado –al menos por un tiempo– al reguetón en Spotify; y que nos estemos dando el gusto disfrutar en pantalla gigante la música y la leyenda que nos recorre la piel desde hace tantos años, acompañados de amigos, parejas, colegas; una mamá anciana que dice me encantó, el nudo en la garganta, los dos subiendo despacio las escaleras para salir –desde que era chico no íbamos juntos al cine–-, y a nuestras espaldas, como en un mantra, los alaridos repiten mil veces show must go on. //∆z
https://www.youtube.com/watch?v=9sMIM7fd8Js