El próximo 16 de octubre de 2011 la cadena de televisión AMC comenzará a emitir la segunda temporada de “The Walking Dead”, la serie de televisión basada en el comic de Robert Kirkman y creada por Frank Darabont (que será reemplazado como showrunner por Glenn Mazzara) que, a partir de la estética zombie inaugurada por George Romero, reimagina en clave filosófico-política el género que narra el apocalipsis biopolítico como metáfora de nuestra actualidad.
Por Luis García Fanlo
“The Walking Dead” narra la historia de un grupo de sobrevivientes al apocalipsis zombie producido por un extraño virus cuyo origen nos es revelado desde la perspectiva de Rick Grimes, un policía de la patrulla de caminos de un pueblo en las afueras de la ciudad norteamericana de Atlanta que al salir de un estado de coma –producto de un disparo en un enfrentamiento con delincuentes-, se encuentra con que el mundo que conocía ya no existe y que debe adaptarse a las nuevas condiciones de existencia de un mundo carente de ley y orden. A lo largo de la primera temporada el grupo de Rick Grimes va conociendo a otros grupos de sobrevivientes, descubriendo que cada uno de ellos –como el propio- se ha organizado según reglas y criterios éticos totalmente distintos, aunque todos tienen algo en común, y es que si bien el acontecimiento ha destruido la civilización tal como la conocían, continúan reproduciendo a nivel individual las conductas, hábitos y creencias previas sin haber hecho mella en el individualismo burgués, sus valores y sus prácticas.
Resulta interesante el planteo que hace la serie con respecto a las formas en que siguen reproduciéndose sistemas prácticos a nivel de la vida cotidiana como si nada hubiera pasado excepto para Rick Grimes, precisamente el único sobreviviente que no vivió el acontecimiento desde sus orígenes. De modo que estamos ante una serie de televisión que explora la condición humana desde una perspectiva que intenta problematizar las formas en que vivimos en un contexto que permite explorarlo hasta sus últimas consecuencias, de modo antropológico, ya que aisla a los individuos de su medio social para intentar encontrar las estructuras más profundas de la subjetividad humana. Al final de la primera temporada los sobrevivientes tienen una revelación escalofriante: el virus habría sido el producto de investigaciones científicas inciertas que permiten pensar que la catástrofe no obedece a causas naturales sino a una trama de relaciones de poder y saber que, paradójicamente, tuvieron como centro de expansión de la epidemia ni más ni menos que el Centro de Control de Enfermedades.
No es casual que las ficciones sobre zombies se constituyan en un paradigma espectacular de la sociedad organizada biopolíticamente ya que representan, de manera cruda y despiadada, casi al límite, la oposición binaria entre los vivos y los muertos que caminan. El zombie es ese Otro cuya existencia representa no solo toda la indignidad posible sino también, y en consecuencia, la justificación de la necesidad de suprimirlo a cualquier precio para defender y salvar a los sanos de cuerpo y alma porque encarnan un peligro social absoluto, irreversible e imposible de regeneración o rehabilitación.
Los espectadores no nos reconocemos en los zombies (¡cómo podríamos hacerlo!) pero tampoco en aquellos humanos que sin estar infectados pueden ser sospechosos de serlo. Nos reconocemos en aquellos que tienen el poder para tomar medidas extraordinarias y de excepción –militares, sanitarias, ambientales, biológicas- es decir, los que detentan el poder legal o legítimo para decidir quién vive y quién muere y que ejercen impunemente no sobre los zombies sino sobre aquellos que por una razón u otra han quedado en el umbral. La forma en que está organizado el relato ficcional nos hace decir casi sin dudarlo: “Ante la duda, mejor exterminar” convirtiéndonos en puntos de apoyo, fuera de la ficción, en nuestra vida real, de aquellos humanos a los que el poder ha decidido clasificar como muertos que caminan y a su paso siembran la muerte.
¿Qué diferencia a la serie de televisión “The Walking Dead” de estos relatos ficcionales de zombies cuyos efectos sobre la realidad legitiman estas formas biopolíticas de ejercicio del poder a escala global? En “The Walking Dead” los zombies ya no son una minoría a la que se puede encerrar o eliminar, sino los nuevos amos del mundo, la inmensa mayoría de los vivientes en el planeta, y los sanos, los normales, los civilizados una ínfima minoría cuya extinción es irreversible e irremediable. La serie no muestra una lucha desigual en la que finalmente, de una u otra manera, la normalidad prevalecerá y el orden biopolítico será felizmente restaurado, sino cómo continúan operando las prácticas binarias de exclusión y peligrosidad al interior mismo de las relaciones sociales que entablan los sobrevivientes. De modo tal que lo que nos muestra es que la biopolítica sigue funcionando y operando, conduciendo las conductas de los humanos como si nada hubiera ocurrido.
“The Walking Dead” no es, entonces, un relato más sobre zombies, sino sobre aquellos que no lo son pero que pueden llegar a serlo en cualquier momento, sin previo aviso, de modo tal que el verdadero peligro no son los “muertos que caminan” sino los vivos que pueden llegar a perder su condición de tales. Si a los zombies se los puede eliminar casi caritativamente olvidando que alguna vez fueron también humanos y que dejaron de serlo no por las fuerzas de la naturaleza sino por los efectos de las tecnologías biopolíticas –el virus letal que es creado y producido por la industria militar en alianza con la ciencia biológica aplicada- a los que todavía no son zombies hay que clasificarlos como enemigos potenciales, en particular si por su condición –mujeres, niños, débiles, homosexuales, negros, poco instruidos- pueden ser víctimas ingenuas y potenciales de la plaga.
El discurso ético y estético de “The Walking Dead” muestra cómo el paradigma biopolítico lo llevamos inscripto en el cuerpo y cómo lo que ha llevado a la humanidad al Apocalipsis no es otra cosa que la biopolítica llevada al extremo. En ese sentido se trata de una serie transgresora porque su trama no intenta reproducir los esquemas mentales binarios, sino ponerlos en cuestión abriendo un campo de visibilidad sobre aquello que, por estar tan presente en nosotros, no registramos. No opone la luz a la oscuridad, lo bueno a lo malo, o la vida a la muerte, sino que se instala en el umbral mismo de la separación intentando mostrar que nuestra existencia, moldeada por el poder, transita y transcurre en esa delgada línea de sombra siempre imprecisa.
Los zombies no son los muertos que caminan ni los muertos vivos. Los muertos que caminan y todavía están vivos son los sobrevivientes, condenados tarde o temprano a convertirse en las próximas víctimas del biopoder en un ghetto urbano norteamericano, en un cruce de calles en el Gran Buenos Aires, en un campamento de refugiados en el Cercano Oriente, en la Plaza Tiananmen, o en un pequeño pueblo suburbano de la ciudad de Atlanta, que un día cualquiera y cuando nadie lo esperaba se convirtió en tierra de zombies.//∆z